Capítulo 2 (Parte I)

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-Fernando, la señorita Hogaza, Rococo Union -anuncia el grandullón.

-Perfecto. Gracias, John.

Me sacan de mi estado de admiración y paso directamente al de alerta.

Mi espalda se tensa.

No puedo verlo, el inmenso cuerpo del grandullón lo tapa, pero esa voz áspera y suave hace que me quede helada en el sitio y sin duda no parece provenir de un «señor de La Mansión» fumador, obeso y que lleva gabardina.

El grandullón, o John, ahora que sé cómo se llama, se aparta y me deja echarle un primer vistazo al señor Fernando Colunga.
Ay, Dios mío. El corazón me golpea el esternón y mi respiración alcanza velocidades peligrosas. De repente me siento mareada y mi boca ignora las instrucciones de mi cerebro para que, al menos, diga algo. Me quedo ahí parada, sin más, mirando a ese hombre mientras él, a su vez, me mira a mí. Su voz ronca me ha dejado de piedra, pero verlo... En fin, me he quedado estupefacta, temblorosa e incapaz de dar señales de inteligencia.

Se levanta de la silla, y mi mirada lo sigue hasta que se pone completamente en pie.

Es muy alto. Lleva las mangas de la camisa blanca recogidas, pero conserva la corbata negra, aflojada, colgando delante del ancho tórax.

Rodea el enorme escritorio y camina despacio hacia mí. Es entonces cuando recibo el verdadero impacto. Trago saliva. Este hombre es tan perfecto que casi me resulta doloroso. Tiene el pelo rubio oscuro y da la sensación de que haya intentado arreglárselo de alguna manera pero haya desistido. Sus ojos son verde pardusco, pero brillantes y demasiado intensos, y la sombra que le cubre la mandíbula cuadrada no logra ocultar los hermosos rasgos que hay debajo. Está ligeramente bronceado y tiene el punto justo de... Ay, Dios mío, es devastador. ¿El señor de La Mansión?

-Señorita Hogaza. -Su mano viene hacia mí, pero no consigo que mi brazo se levante y la estreche. Es guapísimo.

Cuando no le ofrezco la mano, se acerca y me pone las suyas sobre los hombros; luego se inclina para besarme y sus labios rozan ligeramente mi mejilla ardiente. Me tenso de pies a cabeza. Noto los latidos de mi corazón en los oídos y, aunque es del todo inapropiado para una reunión de negocios, no hago nada para detenerlo. No doy una.

-Es un placer -me susurra al oído, lo cual sólo sirve para hacerme emitir un pequeño gemido.

Sé que nota lo tensa que estoy -no es difícil, me he quedado rígida-, porque afloja las manos y baja el rostro para ponerlo a mi altura. Me mira directamente a los ojos.

-¿Se encuentra bien? -pregunta con una de las comisuras de los labios levantada en una especie de sonrisa. Veo que una sola arruga le cruza la frente.

Salgo de mi ridículo estado inerte y de repente me doy cuenta de que todavía no he dicho nada. ¿Ha notado mi reacción ante él? ¿Y el grandullón? Miro alrededor y lo veo inmóvil, con las gafas todavía puestas, pero sé que me está mirando a los ojos. Me doy un empujón mental y retrocedo un paso, lejos de Colunga y de su potente abrazo. Deja caer las manos a los costados.

-Hola -carraspeo para aclararme la garganta-. Lucero. Me llamo Lucero. -Le tiendo la mano, pero no se da prisa en aceptarla; es como si no tuviera claro si es seguro o no, pero la estrecha...

Al final.

Tiene la mano algo sudada y le tiembla un poco cuando aprieta la mía con firmeza. Saltan chispas y una mirada curiosa revolotea por su increíble rostro. Ambos retiramos las manos, sorprendidos.

-Lucero. -Prueba mi nombre entre sus labios y tengo que recurrir a todas mis fuerzas para no volver a gemir. Debería dejar de hablar, de inmediato.

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