Abría ella la ventana, cuando la mañana del sábado, abría yo los ojos. Entonces algunas brisas, de esas brisas de la mañana, entraron desesperadas al pequeño cuarto del hostal en el que pasamos la noche.
-me gustan los pájaros, a veces veo que se acercan, detiene su vuelo en aquella madera (decía señalando un vértice del balcón donde había cerca una plantita casi muerta, que apenas salvó anoche poniendo agua a la tierra de la maceta) esperan que los salude, que les diga hola o que les sonría, luego se van. Otros pasan como un rayo.
-como un cometa, como un tren frente a una casa en la montaña, como pasa un pañuelo llevado por el viento- dije.
-a otros no los veo, creo que están sobre la casa, sí, acá (señalaba hacia arriba de un lado a otro)
-en el techo, sobre nuestras cabezas.
-puedo escuchar que se mueven de aquí allá.
-sus patitas.
-los vea o no, siempre los escucho cantar.La lluvia ya extinta había traído todos los pájaros grises del Sur, había lavado las cruces blancas del cementerio, echo estragos con un par de camiones en una intersección próxima al terminal terrestre y había levantado el olor de las calles y la vegetación vivísima, olor que me duele, que me invade o me abraza desde adentro como un sueño. Nos había humedecido la lluvia las raíces; empezamos a crecer de nuevo, con más fuerza.
Dio una media vuelta, me miró por un tiempo largo y lindo.
-hey! aquí hubo un terremoto?- preguntó acercándose y mirando la cama con una sonrisa que apenas nacía.
Era un solo par de sábanas blancas, una echa puño y arrinconada en una esquina a punto de caer, la otra con los elásticos sueltos y perdidos fuera del colchón. Y un par de almohadas verticalmente hacia la derecha apoyadas en la pared.
Si, un terremoto - contesté- uno muy fuerte, peligroso en realidad.
Recuperé sus ojos, la tomé de las manos. Se sentó muy adentro en la cama. La besé mientras mi dedo se hundía en su ombligo.
Hicimos el amor! -dijo mientras su sonrisa creció tanto que ya no pudo más crecer- hey! fueron varios terremotos.
La besé y la besé como la besaba en la playa, como la besaba siempre. Como siempre he querido besarla. Como nunca la he dejado de besar, incluso hoy, hoy que no está conmigo.
Se levantó, volvió a la ventana (siempre creí que estaba agradecida con el cielo de tenerme. Al escribir esto sonrío como solo ella me hace sonreir. Yo si estaba agradecido con el cielo de tenerla) puso sus manos en la cintura, se elevó de puntitas dos segundos inhalando hondamente el aire de ésta atmósfera marítima y cayó aliviada sobre sus talones exhalando profundamente, liberando su alma bajo un sol tremendamente amarillo lleno de vida y volviéndola a guardar.
Giró a la derecha, caminó hasta perderse en esa habitación mínima girando nuevamente hacia la derecha. Sobre el velador, tres manzanas, dos rojas y una verde y sobre ellas, en la pared, una mariposa amarilla. Me senté, tomé una roja y le clavé el diente con ganas fervientes. La mariposa se mantenía aún inmóvil. A la señorita la acompañaron las brisas al baño. Cerré los ojos y soñé rápidamente una casa grande, medianamente ancha y larga pero infinitamente alta, en algún lugar de la costa blanca de Camboya.
Siete minutos después salió del baño con el perfume del agua y del jabón pequeño de hostales, con sus cabellos húmedos que nunca pudo peinar fuera de Francia. Creo que cayó entera la lluvia en el baño. Y no salió sola, esta vez salieron primero las brisas y tras ella todos los pájaros grises del Sur.
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fue una francesa
Storie d'amoreNo quiero, como ya ha sucedido, que se aleje un centímetro más. La culpa es mía, lo reconozco, por escribirle cosas así. No me importa si yo muero ya mismo sin vos, quiero que seas eterna.