El robot.

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Lejos, por los cordones montañosos, hélices y hélices eólicas giran emplazadas en una época distinta. Sus puntas afiladas rasgan la luz del recién llegado sol, creando sombras irregulares sobre un valle que, desde tiempos remotos, espera albergar algún ser vivo de manera permanente. Ni siquiera los siempre sagaces roedores desean permanecer demasiado tiempo en aquellos parajes.

Se puede sentir el peso del ambiente. Sin necesidad de ser demasiado intuitivo.

Sobre el tejado de un destartalado kiosco, un hombre de larga cara de caballo no se preocupa por lo enrarecido del aire. En cambio, busca rastros de una brisa. Cualquier mínima corriente capaz de mover una hoja. Ni las perezosas nubes parecen siquiera moverse con el rotar de la Tierra. Y, sin embargo, en el horizonte y con el sol saliente, los molinos eólicos giran y giran con más entusiasmo que el esperado.

Puede resultar ridículo, pero aquellas estructuras ocupan todo el espacio de la categoría "Extraño" en la mente de Rafael Gerald. Categoría que, desde el último tiempo, casi siempre está reservada.

Desde lo ocurrido en el claro, se le fue arraigado un principio todopoderoso, con férreas e inamovibles bases. Todo lo extraño es malo.

Y, como todo lo extraño es malo, decide desechar aquellas observaciones de los molinos.

Rafael aparta la vista del amanecer. Por debajo de sus pies, su hija Carrie corretea a una delgada galgo negra y marrón por el desgastado pavimento. Mientras la pequeña lucha una batalla titánica contra la resistencia de sus extremidades, Sadie ni siquiera se esfuerza en apremiar un trote.

Rafael ahoga una risita.

Un poco más atrás, el carro de perritos calientes está cómodamente estacionado al lado de los restos de lo que alguna vez fue un coche deportivo. Gomas podridas, plástico roído, contrastando con la alegría de una sombrilla de colores con colgantes molin...

Aparta la vista. Molinetes llevan a hélices, hélices llevan a giros, giros llevan a irreales flores flotantes.

Una asociación un poco extraña. Inmediatamente desechada.

-¡Papá, mira!

La luz natural de una mañana templada se filtra por los ventanales de una urbe sin nombre. En una hondonada de pasto amarillento, una cúpula de cristales hexagonales brilla como un foco incandescente.

Carrie salta con entusiasmo, revitalizada por el espectáculo de luces. Desde el tejado del kiosco, Rafael observa contemplativo el reflejo cegador de aquella ampolleta natural. Proyecta sombras y siluetas de todas formas extravagantes. Vaya, ¿que será eso?

El hombre dirige la mirada hacia Sadie. Rígida, estoica, la perra enfoca su atención en todo menos la cúpula. Tiene las orejas gachas en gesto cauteloso, por no decir displicente.

Con humildad, Rafael admite para si mismo que su juicio es mucho menos eficaz que los instintos del can.

-¿Podemos ir a ver, papá, podemos?-Duda. Al hombre le envuelve una burbuja de recelo, mezclado en buen grado con curiosidad. En eso se ha convertido: un ser de incertidumbre, de impulso. Aunque, por muy impulsivo que sea, Rafael pretende ser fiel a su principio.

Todo lo extraño es malo.

Todo lo extraño es malo.

No hay nada de extraño en un invernadero.

¿Siquiera es un invernadero? ¿Exactamente qué es? ¿Qué son esas sombras?

«¿Por qué me siento tan atraído a ir, de repente?» Carrie pincha la burbuja con juicio.

Para Carrie.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora