Su Mejor Enemigo

20 4 0
                                    

Una madrugada de Julio llegó al hospital con su madre. La pobre mujer estaba ahogándose y abría la boca buscando el aire con desesperación. Tenía los labios azules y el relieve de los músculos del cuello resaltado por el esfuerzo. Sudaba gotas pequeñas y perladas que se reproducían al instante cuando se las secábamos con una gasa. La frente era una superficie vidriosa repleta de puntitos transparentes. Emitía un sonido de burbujas con cada movimiento respiratorio. Estaba helada. Cuando Azul, la enfermera, le colocó una máscara de oxígeno, ella intentó quitársela. Hubo que forzarla para que la acepte con promesas de una mejoría rápida en la que ella no parecía creer. Intente quitarle la dentadura postiza previendo una posible intubación. La mujer me fulminó con la mirada y me dijo: - Antes tendrás que matarme. Manuela le acarició la cabeza y extendió la mano con una gasa mientras la miraba con esa expresión extraña que yo le conocía tanto. Una combinación de afecto y determinación. Cuando miraba a alguien de ese modo sus resistencias se desvanecían. La mujer hizo un movimiento con la boca, una especie de buche de aire que infló sus mejillas y extrajo la dentadura que dejó sobre la gasa en la mano de Azul. Yo preparé un laringoscopio que apoyé sobre la mesada.

La examiné. Tenía un edema agudo de pulmón desencadenado por una crisis hipertensiva. Le tomamos muestras de sangre arterial y un electrocardiograma. Ella nos veía hacer con desconfianza. Se tomaba de la mano de su hija. La miraba con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Parecía reclamarle una explicación. Luna estaba aterrorizada. Le sostenía la mirada mientras la apantallaba con una revista. De a ratos se embadurnaba los dedos con una crema y se la frotaba por la espalda. Después cerraba el pote, lo guardaba en su cartera y continuaba apantallándola. La sentí tan vulnerable que me fui de la sala de guardia y dejé que mis compañeros asistieran a su madre. Pensé que no era justo para ambos que yo la viera así. Que le debía la discreción de no exponerla en esas condiciones ante su mejor enemigo. Salí.

Mientras esperaba el ascensor escuché sus pasos. Se detuvo detrás de mí. No dijo nada. Cuando se abrieron las puertas entró. Se ubicó a mis espaldas. El espacio era pequeño y estaba en penumbras. La única luz era el reflejo verde del indicador de pisos. Se escuchaba un estruendo de cadenas y el rechinar de las poleas. Ella miraba el suelo sin levantar la cabeza. Los hombros encogidos y los puños cerrados sobre la panza. Me pareció más pequeña que otras veces. Estábamos tan cerca uno del otro que pude percibir el olor a menta que llegaba desde sus manos todavía impregnadas de crema. Desde atrás, casi susurrando, me dijo: - Quiero que vos atiendas a mi mamá. Me di vuelta. La miré, pero ella no. Se la veía desolada. Por primera vez tuve consciencia de la intensidad de su belleza. Mientras luna no dejaba de mirar al piso tuve el deseo insensato de besarla. No le dije nada. Volvimos juntos hasta la planta baja. Mientras caminábamos en la oscuridad de aquellos pasillos escuchaba el soplido con que despejaba la nariz. Creo que lloraba, pero no me animé a volver a mirarla a los ojos. Me hice cargo de su madre durante muchas horas aquella noche y toda la semana siguiente hasta que estuvo en condiciones de volver a su casa. Esa misma tarde vino a verme.

- ¿Tengo que darte las gracias?

- No.

- Quiero que sepas que esto no cambia en nada nuestra relación.

- Nunca imaginé otra cosa.

- Mi mamá te manda una torta de chocolate. Está sobre tu escritorio.

Amor y BurocraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora