ventanas

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Estábamos de pie con los brazos apoyados sobre la baranda de la ventana. Llovía. Para Micaela la lluvia era un espectáculo digno de admiración. Alguna vez me había contado que creció en un pueblo donde no llovía jamás. Las pocas veces que algún chubasco pasajero llegaba por allí, todos salían a la calle a ponerle el cuerpo a ese fenómeno tan infrecuente. Incluso, decía, se tomaba esa fecha como referencia cronológica. Los sucesos se recordaban según hubiesen ocurrido antes o después de tal lluvia. Hacía más de treinta años que vivía en Buenos Aires pero cada vez que me tocó compartir con ella una lluvia sucedía lo mismo. Preparaba un mate y me llevaba a la ventana donde nos quedábamos en silencio mirando hacia afuera como si estuviese sucediendo algo extraordinario. Cientos de personas caminaban hacia la puerta de entrada a través de un sendero rodeado de árboles. Siluetas de todos colores intentaban protegerse del agua con paso rápido y cubriéndose con paraguas, hojas de diario o capuchas impermeables. Entre ellos distinguí a luna. Su figura se recortaba sobre un fondo repleto de gente anónima. Caminaba despacio. No se cubría. Llevaba un abrigo beige, botas y un bolso oscuro colgado en bandolera. Pensé que se estaría mojando pero que eso no le importaba. Micaela y yo sorbíamos alternativamente la bombilla sin decirnos nada hasta ese momento. Estábamos abstraídos con el espectáculo. Tal vez fuese un recurso para despejar nuestras mentes del trabajo y las emociones fuertes que habíamos compartido aquella noche.

-       Micaela,  ahí luna. Se está empapando.

-       ¿Dónde?

-       Allí, ¿no la ves? Tiene un abrigo beige y botas marrones.

-       Pero hay tanta gente. No puedo encontrarla.

-       Micaela, prestá atención. No entiendo cómo no la ves y yo sí.

-       Es que vos no la ves, vos la mirás.

A medida que el hospital se fue poblando de gente, el ruido y la presencia de otras personas rompió el hechizo de ese momento. Nos fuimos cada uno a cumplir con su trabajo. Pensé durante mucho tiempo en lo que Micaela me había dicho esa mañana: “Es que vos no la ves, vos la mirás”.

Desde entonces comencé a buscar a luna para observarla desde cierta distancia y sin que ella lo notara. Me gustaba verla mientras hacía sus tareas sin mostrar la tensión que tenía cuando estábamos juntos. La seguía por los pasillos o por las escaleras o la espiaba a través de los vidrios de su oficina. Me parecía diferente, relajada. Sentía que sería muy sencillo conversar con la mujer que veía. Pensaba en las cosas que me gustaría decirle. Pero cuando nos acercábamos ella era otra. Y yo también.

Amor y BurocraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora