El matrimonio Bumble

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  El señor Bumble estaba sentado en un salón del hospicio donde nació Oliver Twist.
Se encontraba pensando con melancolía lo mucho que había cambiado su vida desde
hacía dos meses: había ascendido a superintendente y se había casado con la
gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido precisamente por amor Dada su
pasión por el dinero, se había dejado deslumbrar por algunas de las pertenencias de
la que entonces todavía se llamaba señora Corney y por la posibilidad de tener
vivienda y calefacción gratis.
Recordaba perfectamente la tarde en que había decidido pedirle que se casara con
él. Estaban los dos coqueteando en la habitación de ella, cuando una anciana vino a
anunciar que la vieja Sally se estaba muriendo. La pobre moribunda aseguraba que
no se irá tranquila de este mundo sin revelar un secreto a la gobernanta. Ésta salió
entonces maldiciendo a los pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz. El
señor Bumble aprovechó entonces su ausencia para registrar cajones, armarios y
alacenas ya que deseaba asegurarse de que la señora Corney era un buen partido.
Sumido en sus recuerdos, el señor Bumble, creyendo que estaba solo, dijo en voz
alta:
-Mañana hará dos meses que estamos casados, y me parece un siglo. Reconozco
que me vendí, aunque demasiado barato.
-¿Barato? -gritó una voz al oído del superintendente.
El señor Bumble se dio la vuelta y se encontró con el poco agraciado rostro de su
esposa, que seguía gritando:
-¿Piensas quedarte ahí roncando todo el día?
-Pienso hacer lo que me dé la gana, señora Bumble -contestó el hombre
envalentonado.
El señor Bumble se colocó entonces su sombrero y su abrigo con la intención de
salir, pero la señora Bumble le quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el
cuello, lo golpeó, lo arañó y lo sentó en una silla de un empujón.
-No me vuelvas a contestar de ese modo -gritó-. Ahora levántate y lárgate de aquí.
El señor Bumble recogió su sombrero del suelo y salió a la calle como una flecha.
Iba tan enfadado, que tardó un rato en darse cuenta de que estaba lloviendo con
fuerza; entonces decidió refugiarse en una taberna. Allí había sólo un cliente; era un
forastero alto y moreno que llevaba una amplia capa negra sobre los hombros.
Ambos se miraron varias veces de reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el
silencio.
-No sé si se acordará de mí, pero usted y yo nos conocemos. He venido hasta aquí
buscándole y, por una de esas casualidades de la vida, he dado con usted a la
primera. ¿Continúa usted con su acostumbrado amor por el dinero?
El señor Bumble hizo intención de hablar, pero el forastero, haciendo un gesto con
la mano, prosiguió.
-No, no diga nada, ya ve que te conozco bien. Además, comprendo que el sueldo
de los funcionarios parroquiales no es muy alto; seguro que le vendrá bien una
propinilla.

  -¿En qué puedo ayudarle? -preguntó el superintendente.
-Voy a ser muy claro: necesito información. Por supuesto, no pretendo que me la
dé a cambio de nada; para demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto -dijo,
poniendo un par de soberanos delante de su interlocutor-. Veamos, haga memoria:
un invierno de hace doce años nació en el hospicio un muchacho paliducho que más
tarde fue aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...
-¡Oliver Twist! No he conocido un muchacho más terco.
-No es él quien me interesa. Me gustaba saber algo sobre la vieja que atendió a su
madre la noche en que murió.
-Sí, la vieja Sally... Murió el invierno pasado.
El forastero enmudeció como hundido por aquella inesperada noticia, pero pronto
salió de su ensimismamiento. Luego hizo ademán de levantarse, pero el señor
Bumble lo retuvo.
-Sé que antes de morir, la vieja Sally se encerró en una habitación con una mujer
para revelarle un secreto.
Con la intención de sacar provecho de la información de que disponía, el señor
Bumble continuó:
-Tengo motivos para pensar que ella le puede ayudar en sus pesquisas -concluyó el
señor Bumble.
-¿Cómo? ¿Cuándo podrá verla?
-¿Le parece bien mañana?
-Bien, a las nueve de la noche , vayan a esta dirección -dijo, entregándole un
pedazo de papel-. Pregunten por el señor Monks.
Al día siguiente, el matrimonio Bumble se encaminó al lugar que Monks había
indicado. Era un pequeño barrio a orillas del río, famoso por ser refugio de ladrones y
criminales. Estaba formado por unas cuantas casas en ruinas, entre las cuales se
elevaba un edificio grande, cuyos pilares estaban muy deteriora dos por las ratas, la
carcoma y la humedad. Frente a él se detuvieron los Bumble.
-¡Hola! -gritó una voz procedente del segundo piso-. Esperen, ahora mismo les
abro.
Instantes después, Monks les abrió la puerta. Subieron hasta una estancia del piso
superior y cerraron tras de sí. A continuación, los tres se sentaron alrededor de una
mesa.
-Dígame, señora -dijo Monks-, ¿estaba usted con la tal Sally cuando murió? ¿Le
dijo algo acerca de la madre de Oliver?
-Sí. Pero yo no he venido aquí para dar información gratis. Déme veinticinco libras
en oro y le diré todo lo que sé.
-Aquí las tiene -repuso Monks, poniendo las monedas una a una encima de la
mesa-. Ahora, dígame lo que sabe.
-Cuando la vieja Sally murió, estábamos ella y yo solas en la habitación. Me habló
de una joven que había dado a luz un niño hacía doce años y que, al día siguiente,
había muerto en la misma cama en la que ella estaba agonizando.
-¡Dios mío! -exclamó Monks.
-Parece ser que la joven, antes de morir, le entregó a Sally algo con el encargo de
dárselo al niño cuando llegara a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja no
dijo nada más, cayó para atrás y murió.
-¿Eso es todo? Creo que me está ocultando algo.
-No dijo más -contestó la gobernanta impasible-. Solamente me agarró del vestido
con una mano. Cuando cayó muerta, retiré su mano con fuerza y vi que en ella
guardaba un viejo trozo de papel. Era una papeleta de empeño.
-¿Y cuál era el objeto empeñado? -interrogó Monks.
-Era una alhaja. Así que fui y la desempeñé.

-¿Y dónde se encuentra ahora esa joya? -preguntó el hombre inmediatamente.

  -¡Aquil -contestó la mujer, arrojando sobre la mesa una bolsita.
La bolsa contenía un pequeño guardapelo de oro. En su interior, había dos
mechoncitos y una alianza. La sortija tenía grabado el nombre de "Agnes" y una
fecha correspondiente al año anterior del nacimiento de Oliver
-¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va a utilizarlo contra mi? -preguntó la señora
Bumble.
-Ni contra usted ni contra nadie -contestó Monks, arrastrando la mesa a un lado y
abriendo una trampilla que se encontraba junto a los pies del señor Bumble-. Miren
ahí abajo.
Las turbias aguas del río corrían velozmente bajo ellos. Monks sacó la bolsita, la
ató a un pequeño peso de plomo que estaba en el suelo y la tiró al agua.
-¡Hecho! -exclamó Monks aliviado-. ¡Prueba destruida! Ahora, lárguense de aquí

cuanto antes.  

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