Hace un tiempo, Mr. Johnson, el señor de
arriba, llamó a mi puerta. Vestía con sobria elegan-
cia de gentleman, pero llevaba los zapatos desata-
dos, el dobladillo del pantalón descosido y los cal-
cetines de distinto color.
-Vivo en el piso de arriba -dijo-. Soy su
vecino.
-Ya lo sé. Nuestro edificio no ha sido con-
cebido para que no nos cruzáramos.
Tenía algo urgente que pedirme: si por favor
podía regarle las plantas, porque él tocaba el violín
en barcos de crucero, se iba de viaje y a su mujer le
gustaban mucho las flores, sobre todo las rosas y las
plantas de guisantes rojos, y se habría disgustado si
al regresar llegaba a encontrárselas secas.
-No existen los guisantes rojos, Mr. John-
son, seguramente serán bayas.
Hace unos días, al volver del crucero, lla-
mó otra vez a mi puerta para darme las gracias, se
había encontrado las rosas y los guisantes rojos en
plena forma, pero no era ése el propósito de su vi-
sita. Me preguntó un tanto cohibido si entre mis
amigas estudiantes no podía buscarle a alguna
que fuera competente y pudiera trabajar de ama
de llaves a cambio de alojamiento y comida, por-
que su mujer se había marchado, tal vez para siempre pre, y ahora ya no necesitaba una asistenta y pun-
to, sino alguien que se ocupara de toda la casa y
no sólo de la limpieza. Como me veía siempre con
muchos libros estaba seguro de poder fiarse de
mí.