Durante la negociación, que de negociación
no tuvo nada, dijo demasiados «gracias», como si
estuviéramos allí por hacerle un favor y no por un
puesto de trabajo, pero pensamos que se trataba de
una rareza suya, como los zapatos desatados, los
calcetines de distintos colores, la manga de la cha-
queta rasgada. Por eso no nos preocupamos y al re-
gresar de la negociación nos fuimos enseguida a fes-
tejarlo a la casa de la señora de abajo, donde siempre
es de noche. La luz entra en la casa únicamente a
través de una enorme puerta ventana, la de la habi-
tación buena, que sirve también de vestíbulo del
apartamento y da a la escalera de servicio, de mane-
ra que para tener algo de intimidad hay que correr
las cortinas. También en la cocina, en el baño y en
el dormitorio siempre es de noche, porque la luz
sólo entra a través de unas cuantas ventanitas ocul-
tas por la escalera y que tienen como único panora-
ma los pies de los vecinos del piso de arriba. En la
cocina oscura con las cacerolas colgadas de las pa-
redes, los grifos sin mezclador y los estantes llenos
de tarros de conservas, mermeladas, verduras en aceite, Anna preparó chocolate con la máquina ex-
prés de bar, que su hija le regaló con su primer suel-
do. En el fondo, de todas las cosas que hacen falta,
por ejemplo, unos grifos modernos o una instala-
ción de calefacción para el invierno, porque cuando
hace frío se forma una nubecita en el aire al respi-
rar, la máquina exprés de bar sería justamente la úl-
tima, pero la señora de abajo siente predilección por
las cosas inútiles y vistosas. La habitación buena, la
de la puerta ventana enorme que da a la escalera de
servicio, me recuerda la cabaña montada por un
náufrago con los objetos lanzados a la orilla por las
tempestades: mesas, mesitas, sillas de distintos esti-
los, algunas con respaldos en forma de animal,
otras de hierro forjado, un aparador con los crista-
les muy enmasillados y una librería sueca, cortinas
de brocado rojo oscuro y, detrás, las persianas.
Incluso su nombre, Anna, sobrio y tranqui-
lo, a ella le parece corriente y por eso se ha desqui-
tado con su hija, Natascia, que por el contrario se
avergüenza de su nombre porque a ella le hubiera
gustado uno normal.
Anna puso la mesa en la habitación buena y
sirvió el chocolate en tazas de porcelana china, pero
la chocolatera era de Mulino Bianco.
-En cuanto pueda, me compro una choco-
latera como Dios manda -se disculpó.
-Con el primer sueldo que te pague Mr.
Johnson.
-¡Ay, sí, es una suerte! Ya sabía que iba a
ocurrirme algo extraordinario -dijo-, y ahora sé
que era ir al piso de arriba. ¿Has visto cuánta luz,
los juegos que hace en los cristales de las puertas te has fijado qué techos más altos? Incluso hay un
cuarto para los armarios. Todas las casas de los ri-
cos auténticos tienen un cuarto para los armarios.
Y no sólo están los armarios, sino también la tabla
de planchar con brazo auxiliar para las mangas, la
plancha profesional de vapor, la máquina de coser
de esas que bordan y todo. Eso sí, el dormitorio de
Mr. Johnson parece el de un monje trapense, ¿no
crees? Una cama, una mesilla de noche, un armario
y los violines, violines y atriles. Un monje trapense
músico.
