Danza de lobos

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Desperté en la más profunda oscuridad. Mi rostro estaba cubierto de hojas que caían de un árbol cercano. Había estado durmiendo en la falda de aquella montaña a bastantes codos de mi casa y ahora estaba húmeda y marcada por la blanca capa de la nieve. Me incorporé y junto a mí yacía Minerva, la hija de los propietarios de la hacienda, tan sólo tendría un par de inviernos más que yo. La chica, que dormía plácidamente sobre una vieja tela que mi madre me prestaba cuando salía de casa, tenía una grave herida en la pierna justo debajo de la rodilla. Eso le iba a impedir andar así que se la cubrí con algo de nieve para aliviar el dolor y le improvisé un vendaje bien apretado.

Para cuando Minerva hubo despertado ya había amanecido y el sol esclareció su roja melena hasta hacerla parecer anaranjada. Yo, mientras tanto, llevaba desde el ulular de los búhos tratando de encontrar el camino de vuelta al poblado.

La pierna de la chica hundía todo su peso en la nieve provocándole calambres que le llegaban a los verdes ojos traducidos en dolor. El frío invernal también hizo su parte y la piel de Minerva se tornaba cada vez más blanca. Sus mejillas, salpicadas por más pecas que estrellas hay en el cielo, enrojecieron al contacto con el viento. No había dicho nada desde que despertó, de sus labios sólo salían nubes de niebla que se congelaban al instante. Debía de apresurarme si no quería que a Minerva se la tragase aquel siniestro bosque.

La frágil paz no duró más de una milla, el viento comenzó a aullar y las copas de los chopos danzaban cada vez más amenazantes, anunciando la llegada de lo que sería un escalofriante camino de vuelta. Bajé la mirada y observé gigantes marcas dibujadas en el suelo... El inefable encanto de la montaña durante el día había sido corrompido por un terror que traía consigo algo más que meras ramas crujiendo a causa del hielo.

Y de repente, ese aullido consiguió lo que el frío había sido incapaz de hacer; aquel aullido surgido de las sombras que danzaban monstruosamente más allá del arroyo, hizo que se me erizara el vello de la nuca. Los ojos de Minerva estaban clavados en los míos en un brillante intento de pedir auxilio, las sombras seguían con su mortal danza avanzando hacia nosotras.

Desvié la mirada dirigiéndola al arroyo. Un escalofrío recorrió mis piernas y un fuerte dolor en el pecho floreció por lo que vi saltando sobre el hielo.

- Licántropos... - susurré bajo, muy bajo, lo suficiente para que Minerva agarrase mi mano y poder así arrastrarla lejos de aquella peligrosa posición. Corría y corría, pero los hombres lobo conocían cada rincón de la montaña, el pelaje grisáceo claro que cubría sus lomos revelaba una larga vida de invierno y supervivencia.
Las zancadas de los lobos provocaban un temblor que me taladraba los oídos.

- ¡Nos pisan los talones, tenemos que - Y antes de terminar la frase monté a Minerva sobre mi espalda y corrí a través de los arbustos en un intento de perder a nuestros perseguidores. Las piernas me ardían y las finas ramas de los arbustos me dejaron innumerables cortes en el rostro.

Me desplomé sobre el suelo de la cueva justo después de bajar a Minerva y, tras una ansiada bocanada de aire, escuché lo que sería la primera palabra en salir de la boca de mi compañera:

- Gracias...

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