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Siempre se comía los huevos al revés: empezaba por la yema y acababa por la clara.
Siempre mordía los bolígrafos por la punta, por eso solía tener la lengua azul.
Siempre tomaba los apuntes empezando por la cara de atrás.
Era eso lo que la hacía especial.
Pero ahora, tenía que hacer las cosas bien.
El último experimento no había ido bien. Su enfermedad avanzaba sin remedio, y ella se negaba a tomar las pastillas.
Salí al escenario. Ahora ella seguramente estaría en el quirófano. Tenía que superar su enfermedad. No podía dejarme solo, no ahora.
Un par de segundos bastaron para saber cuál era mi puesto. Aquel piano de cola brillaba como la noche más pura. Las teclas, impecables, representaban la alegría y la tristeza, y que si alguna de las dos faltaba la melodía no sería la misma.
Tras ajustar la banqueta, me senté frente a él. Me preparé para lo que venía, nada más y nada menos que Chopin.
Volví a pensar en ella. Si hubiera estado aquí, sus ojos negros, iguales que el piano, me hubieran infundido confianza, y su alegre violín habría animado a mi melancólico piano a tocar.
"- Va por tí. Volveremos a tocar juntos, aunque sea por última vez."
Inspiré, y entonces empecé.
Era un principio tranquilo. Me deleitaba con la música que mis dedos producían en el piano. Los tonos graves relajaban al público, preparándolo para un magnífico final.
De una ojeada, pude ver a mis amigos. Erik, jugando al baloncesto, o Mía, que destacaba en las matemáticas. Cada uno con su talento habían apoyado al mío a continuar.
Miré al techo. ¿Lluvia? Pequeñas gotas resbalaban sobre mi rostro, y rebotaban contra las teclas.
Y a mi lado, estaba ella. Ya no estábamos en el auditorio. Ahora, nos encontrábamos en la sala de Música, donde siempre practicábamos.
Su vestido, largo hasta los pies, se balanceaba al compás de la música. Mejor dicho, se balanceaba al ritmo de su cuerpo. Su pelo oscuro acariciaba sus hombros, y no parecía molestarla en lo más mínimo mientras daba saltos, tocando pizzicatos.
En ningún momento dejé de tocar. Me alegraba verla así, transformando con su música todo a nuestro alrededor. Si hubiera parado, habría estropeado su presentación. No quería eso.
Atesoré en mi memoria el tiempo que tocamos juntos. Pero, minutos después, paró de tocar. También quise parar, preguntarle el porqué de ese repentino silencio que no aparecía en la partitura. De verdad quería parar, pero mis manos estaban ancladas a las teclas.
Empezó a desaparecer. La voz del piano aceleraba mucho, como si complementara la ausencia de la parte de violín.
Miré con horror cómo sus pies dejaban un brillante rastro en el aire.
"- No te vayas, ¡no puedes irte! ¡No me importa que siempre tenga que pagarte la comida, que me llames cuando te aburres o que me pongas apodos estúpidos! ¡Ni siquiera me importa que aceleres el tempo cuando te emocionas, o que sólo sea un simple acompañante, pero no te vayas!"
Ella me miró. Algo en sus ojos llorosos parecía rogarme que la perdonara. No podía negarle su último deseo.
- Nunca dejes de tocar -Me pidió.- Que mi imagen perdure en tu memoria.
Y finalmente desapareció. Observé el lugar donde segundos antes estaba su cuerpo. El violín también había desaparecido, pero su sonido seguía resonando en mis oídos.
Sonreí. Lágrimas calientes rodaban por mis mejillas, acabando en el piano, pero no le dí importancia.
Al menos, mi música le había llegado.
Su imagen perduraría en la memoria de todos, por siempre.
Un par de notas picadas y una cadencia perfecta remarcaron el gran final. Levanté la cabeza, cansado. La lluvia que caía del techo había cesado, y sólo podía significar una cosa.
A ella le encantaba la lluvia.
"Hasta siempre"
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