Te daré la Tierra

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«Te daré la Tierra»

Aquel día, su promesa quedó sellada bajo la luz de la Luna, bajo las estrellas. Aquella noche, me prometió un todo, un infinito.

Él era la promesa. Pero no la mantuvo.

Era una cara bonita. Con sus falsas promesas, había cautivado a más de una. Era consciente, pero no pude resistirme a la tentación, al placer.

- Te daré la Tierra -Me dijo aquella noche. También se lo dijo a otra chica.

Y a otra. Y a otra.

Y a muchas más.

Incontables, las había conocido a todas. Según pasaba el tiempo con él, sus caras habían pasado a ser un recuerdo, y posteriormente, una persona sin cara.

Recordaba palabras. Acciones. Pero no recordaba sus caras. Me recriminaba a mi misma tal falta de respeto. Olvidar a personas que quizá en algún momento fueron importantes.

Ya no lo sé. Ya me olvidé.

«Te daré la Tierra»

Me lo decía con relativa frecuencia. Yo, esperaba expectante a que cumpliera sus palabras. Cada vez que me lo decía, era una daga para mi corazón. Porque pensaba en cuántas mujeres habrían escuchado eso ya. En cuántas habrían visto esa promesa cumplirse.

Al cabo de un tiempo, caí en la cuenta de que no era más que un farsante. Con falacias, había engatusado a ingenuas. Supongo que yo también me encontraba en ese grupo.

Para cuando me di cuenta, no era del todo tarde. Podía evitarlo. Podía tener un futuro mejor, y una persona al lado que cumpliera sus palabras.

Que me diera la Tierra.

Pero en el fondo, me picaba la curiosidad. Me iba lo misterioso, por eso continué a su lado. Quería ver si acababa haciendo verdad su promesa.

Quizá también era porque me daba miedo el cambio.

Y así siguió. Fuimos felices, o al menos él lo fue. Nunca le recriminé sus aventuras. No quería disgustarle. Pero yo quería ser plenamente feliz. Y a su lado no lo era.

Por eso, cuando le dije que ya no quería seguir así, se enfadó. Y mucho. Tiró muebles, rompió platos.

Pero cuando se le acabaron los objetos, lo único que vio fui yo. Mi cuerpo, era más débil y frágil que el suyo. Aprovechó la situación.

Me pegó. Me hirió, no sólo físicamente, sino también mentalmente. Me amenazó. Y aunque no fuera feliz, ya no podía irme.

Me siguió pegando. La relación había empeorado mucho. Yo tenía miedo de él, y él lo sabía. Él ya no confiaba en mí, y aquello era lo único que habría podido salvarme.

Así que aquí estoy, escribiéndote esta nota a la ti, quienquiera que seas. Leyendo una nota ajena, ¿no eres un poco cotilla? Da igual, ya nada importa.

Nada importa cuando la Muerte te espera con los brazos abiertos, como una vieja amiga.

Kiev, a 13 de febrero de 1906

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