La niña maldita

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Menfis, capital del antiguo Egipto, primera dinastía

Un grupo de niños corretean por las calles de Menfis jugando a ser dioses, uno de ellos extiende sus brazos fingiendo tener alas al grito de: ¡Mirad, soy Horus, dios de los cielos!, la potente luz del sol impacta sobre sus delgados brazos proyectando una alargada sombra en el suelo de piedra; el crío ríe y corre a mayor velocidad, imaginando las plumas emergiendo de su piel. De pronto las risas cesan y los niños se detienen en seco, todos miran con temor hacia la puerta de una de las casas, pues sentada sobre el poyete de piedra hay una niña, va vestida con una larga túnica, y su cabeza está cubierta por una gran caperuza blanca. Tiene la mirada perdida y un rostro inexpresivo.

—Es la niña maldita... —susurra acongojado uno de los niños.

—Dicen que al nacer mató a su madre y que por eso los dioses la han castigado —advierte otro de los críos.

—¿Por qué va tapada? —la única niña del grupo se atreve a hablar.

—No lo sé, averigüémoslo —el niño que fingía tener alas, en un intento de hacerse el valiente, toma una manzana de un cesto que hay a su espalda y la lanza enérgicamente contra la cabeza de la niña encapuchada.

Pero la niña no reacciona, sigue quieta e inerte, como si fuera de piedra.

—Oye, creo que no deberías haber hecho eso... —la niña del grupo advierte a su amigo con un tono de voz asustado.

—Eh, tú, ¿por qué vas así vestida? —pregunta el agresor a la niña misteriosa.

No obtiene respuesta alguna, la niña continua en total silencio.

—¿Qué te pasa, estás sorda?, te he hecho una pregunta —alza la voz y su tono se torna amenazante.

Se voltea y toma otra manzana del cesto, pero al girarse se percata de que la niña maldita le está mirando fijamente, es una mirada gélida y aterradora.

—¡¡No dejes que te mire, no dejes que te mire!! —gritan el resto de niños al mismo tiempo.

El chico que soñaba con ser Horus se queda petrificado, con su mano derecha alzada en el aire y la fruta lista para ser lanzada como proyectil, acto seguido comienza a gritar y a retorcerse de dolor, su mano se abre y la manzana sale rodando calle abajo. La niña misteriosa continua mirando al chico fijamente, éste yace tendido en el suelo, pataleando y quejándose de dolor.

—¡¡Ay, me duele mucho, para!! —suplica el niño entre abundantes lágrimas.

Pronto un gran revuelo se forma en torno al crío, varios adultos llegan al lugar pero no saben cómo ayudarlo, de pronto, la puerta del hogar donde la niña misteriosa está sentada se abre de par en par, un hombre alto y delgado sale vociferando.

—¡¡Ámbar, maldita sea, te dije que no salieras fuera!! —toma a la niña del brazo con violencia, la lanza hacia el interior de la casa y cierra con un fuerte portazo.

                                                                                             ***

Ámbar llegó al mundo una gélida noche de verano, los estruendosos gritos de su madre se podían oír a kilómetros, el alumbramiento estaba teniendo más complicaciones de lo normal. El médico hizo todo lo que estaba en sus manos pero lamentablemente la madre falleció debido a un parto distócico. Milagrosamente el bebé estaba fuerte y sano, su llanto era enérgico y sonaba por todos los rincones del árido desierto. El padre observaba a la niña con semblante serio y los ojos vidriosos, su querida esposa acababa de fallecer a causa de ella, no se lo perdonaría nunca.

El tiempo pasó y la niña fue creciendo, pero algo en ella no iba bien, Ámbar era muy diferente al resto. La gente de su raza solían ser de tez morena, pelo azabache, grandes ojos y robustos cuerpos, los hijos del Sol, así les llamaban. Pero Ámbar era menuda, sus facciones finas y afiladas, su cuerpo del color de la sal, y sus cabellos sedosos y pálidos, definitivamente no era una hija del Sol.

Los habitantes del pueblo pronto la empezaron a marginar, los rechazos y los insultos eran continuos. El sacerdote dijo que ella estaba maldita, pues provocó la muerte de su madre el día de su nacimiento y los dioses se encargaron de castigarla por ello, y puede que fuera verdad, pues Ámbar no soportaba la luz del Sol. El impacto de los rayos en su piel hacía que esta le comenzara a arder, el dolor era insoportable. Ámbar sólo podía salir con el cuerpo totalmente cubierto. La revelación del sacerdote no hizo sino acrecentar el odio y el rencor que su padre le guardaba desde el mismo día en que nació.

Fue entonces, a la edad de ocho años, cuando Ámbar descubrió que algo extraño le estaba sucediendo. Siempre que estaba triste algo malo sucedía a su alrededor, las flores se marchitaban a su paso y cuando se enfadaba, con una sola mirada era capaz de provocarle dolor a quien quisiera. Su padre la confinó dentro de su casa, tenía prohibida la salida, ya que era posible que hiciese daño a alguien. Tras hablar seriamente con Narmer, el faraón, éste dictaminó que era demasiado arriesgado que Ámbar viviera entre ellos, además, la niña maldita no tenía lugar dentro de la sociedad, no serviría para nada, así lo dictó el Faraón. No podría casarse, ni tener descendencia, sólo los hijos del Sol gozaban de ese privilegio, y ella no era una de ellos. Era como un parásito, nadie la quería, su padre, que trabajaba como artesano, renegaba de ella y, al cumplir los doce años de edad, la abandonaría a su suerte.

Ámbar no podía evitar sentirse mal consigo misma. La gente se apartaba a su paso, la evitaban, no querían ser tocados por la niña maldita, no era posible que de la tierra del Sol naciera un ser así; sabía muy bien lo que era el dolor y el rechazo. No tenía amigos, ni nadie que se preocupara por ella. La ira y el rencor se fueron haciendo lugar dentro de ella, sólo se alimentaba de malos sentimientos. Se volvió un ser frío e impasible, jamás sonreía, no tenía un propósito en la vida, Ámbar deseaba morir.


Nota: en el antiguo egipto la esperanza de vida era muy corta, las mujeres solían casarse con doce o catorce años.


Ámbar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora