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2 de Mayo de 1971, Vietnam.

Mi corazón.

Hace dos días se enviaron las cartas en dirección a California. No tengo idea de cuánto tardarán en llegarte. He intentado escribir mejor, una mejor caligrafía para que me entiendas. Sabes que mi letra es horrorosa. En fin...

Hace dos días te conté acerca de las niñas que Eddie y yo encontramos en las afueras del campamento. Son dos pequeñas nativas de los alrededores. Una de trece años, tal vez, y la otra de unos cuatro. Siento que debo contarte lo que sucedió después, Dalia. De cierta forma, lo debo.

Ayer, un día después de encontrarlas, las visité demasiado temprano por la mañana. Aquella noche me había tocado la guardia nocturna. Por esa razón fue sencillo escabullirme y encontrarlas sin levantar sospechas. Al menos eso creí en el momento.

Llevaba mi cantimplora desbordando agua limpia y fresca. Las descubrí dormidas, acurrucadas para sobrellevar la noche fría. Desperté a la mayor, en silencio para que nadie notara mi presencia, y le coloqué el agua en las manos. Ella bebió de inmediato y le corrió una linea acuosa por la comisura de los labios hasta la barbilla. Pero se detuvo casi riñéndose a sí misma, tapó la botella, la dejó a un lado de su hermana y, luego me abrazó. Balbuceaba algo en su lengua extraña y frotaba mi espalda con sus diminutas manos.

Me despedí de ella y le entregué un par de barras de chocolate del campamento central, supongo que nunca había probado el chocolate, porque, cuando le brindó la primera mordida, mostró una amplia sonrisa y siguió comiendo.

—Volveré más tarde— le dije entre dientes—, cuídate, pequeña, y cuida a tu hermana.

Antes de darme la vuelta y regresar a donde se suponía que montaba la guardia, ella me dio un beso en la mejilla y regresó a su escondite. De alguna forma, me sentía revitalizado, como si el beso hubiera sido de la pequeña hermana que nunca tuve. Sentía que aquella guerra sangrienta no podría detenerme y que pronto estaría de nuevo, y para siempre, entre tus brazos.

La felicidad no duró mucho, fue sustituida por una abrasadora ansiedad.

Cuando terminé mi turno, me encaminé hacia la tienda compartida y me tendí de bruces en la manta. Seguramente eran las siete de la mañana cuando quedé dormido. Y a las diez, sólo tres horas después, desperté súbitamente y con el vello de la nuca y los brazos erizados como lomo de felino. Alguien, dentro del campamento, estaba disparando su arma.

Salí aterrorizado mientras me ponía la chaqueta. Afuera, los demás se concentraban justo en el centro, donde se encontraba el General Hanscom apuntando su revólver al cielo. Eddie estaba junto a otros dos cabos: Thomas Worth y Alexander Hills, y a ellos me acerqué.

—¿Qué ocurre, chicos?— pregunté.

—El general está muy cabreado— dijo Eddie casi susurrando: Todos temían al General Hanscom—, tal vez hubo alguna baja de pelotón.

Todos lo miraban en sepulcral silencio, nadie abrió la boca otra vez. De pronto azotó una oleada de viento caliente con olor a muerte. Me quité la chaqueta y la enrollé en mi brazo. Pasaron unos cinco minutos antes de que Hanscom comenzara a hablar. Sus primeras palabras fueron un navajazo frío en mi estómago:

—¡Richards, tráigala ya!— surgió de su garganta una voz gutural y seca.

Entonces Eric Richards obedeció. Apareció entre los árboles y matorrales con un bulto en sus brazos. Un bulto que pataleaba y atacaba con las manos atadas, un bulto con los labios separados por una venda que le impedía hablar. Un bulto de unos trece años. Eric la tendió a los pies del General y se apartó unos metros por detrás. Yo sentía que el viento ya no sólo estaba caliente, sino que empezaba a carcomerme la piel hasta dejarme en los huesos. Como si hubieran dejado caer aceite hirviendo en mis hombros.

—¿Alguien la reconoce?— así comenzó la tortura—. Estoy seguro que sí. Alguien de este maldito pelotón ha estado alimentando a esta perrita desnutrida.

Todos estaban atónitos. Muertos de miedo. Unos comenzaron a susurrar y comentar suavemente, se aumentó el murmullo. Hanscom sacó unas envolturas de chocolate y barras energéticas de su pantalón y las arrojó a la cara de la niña. Luego, de las bolsas interiores de su chaqueta, surgió mi cantimplora. Aquel hombre la tiró contra el ojo derecho de la pequeña nativa, pero erró por poco y sólo se impactó en su pómulo, dejándolo rojizo.

—Esta indígena no pudo entrar por su cuenta hasta el campamento y tomar cosas de nuestro suministro— gotas de saliva volaban de su boca—. ¡Algún idiota malnacido tuvo que ayudarla!, ¿quién coños fue?

En ese momento, alguien se adelantó e hizo frente al general. Pésima idea. Abrió la boca y argumentó que era un barbarie hacerle daño a la niña indefensa, pero el argumento de Hanscom fue más definitivo. El general vació uno de los cañones de su revólver, con un estruendo, contra la pierna izquierda del cabo que se interpuso. Estuve a punto de saltar en su auxilio, pero mis piernas no respondieron, ni mi voz. Nada.

—Saquen a esta basura de mi vista—. Ordenó. Y Eric Richards llevó al hombre en brazos a la enfermería. Eric era un tipo bastante corpulento.— Quien quiera que sea el culpable, tiene hasta mañana en la mañana para hablar o no le irá tan bien como a ese idiota. En caso de que esa rata traidora no salga de su sucia madriguera y confiese, mataré a esta niñita.

Hanscom y su escolta se dirigieron a la tienda principal con la niña a rastras y no salieron el resto del día.

Dalia, hoy es "mañana en la mañana" y no puedo permitir que le hagan más daño a la pequeña. Tengo que hablar. Si me ocurre algo, quiero que sepas que te amo y que en mis últimos momentos sólo podré pensar en ti.

Te amo con todo mi corazón, Dalia, no lo olvides.

Ron.

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⏰ Última actualización: Jun 27, 2016 ⏰

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