Una tarde nublada se presentaba en el conocido Londres, en un aire fresco, quizás llegando a lo frío, el sol se ocultaba tras aquellas nubes grises. El aire mecía las ramas de los árboles, también llevaba arrastrando por el suelo a las hojas de los mismos; y para marcar la llegada del otoño, estaban tornadas de naranja.
La mansión Phantomhive se presentaba prestigiosa, en alto, como en todo el resto del año, en todas las estaciones, soportando fuera cual fuera la estación. Las ventanas del sitio se mantenían cerradas para el impedimento del viento a entrar; pareciese que, realmente, ninguna persona dentro de la mansión le apetecía probar el frío abrazo del otoño presente ante Londres. Y es que, tanto el dueño de la mansión, Ciel Phantomhive, como sus sirvientes estaban situados en aquel ambiente cálido que se presentaba dentro de las paredes de la residencia.
Ciel, el conde Phantomhive, estaba sentado en el comedor, teniendo frente a él la rectangular y larga mesa con mantel blanco; mesa que llevaba encima, al menos, tres exquisitos platos que de la forma más precisa y metódica el mayordomo principal de la vivienda, Sebastian, había preparado a guste de su amo.
En tanto el joven conde comía, los tres sirvientes: Mey-rin, Finnian y Bard se encontraban detrás de él, sonrientes, gustosos y con el único deseo de poder -de alguna forma- ayudar a su amo, ya sea en cualquier tarea que él les diera a instruir, pues ellos estarían dispuestos a hacerla sólo para demostrar lo útiles que podían llegar a ser para su joven amo. Era de saber, además, que también estaban parados ahí por la razón de no tener nada que hacer, sino hasta más tarde, cuando llegara la hora de preparar la cena, hasta entonces, solo querían cualquier orden para darle gusto a su joven amo, agregando que Sebastian no se encontraba cerca del niño, puesto que tenía otros asuntos que atender, los cuales los 3 criados no tenían idea de a qué podía tratarse.
Cualquiera diría que no era necesaria aquella dedicación de los 3, pues el mayordomo no tardaría en regresar; pero por ahora ellos estaban allí, detrás de la silla del joven amo, pegados a la pared, observando a detalle los movimientos de peli-azul, únicamente para ver en qué podrían ser de utilidad. No obstante, las visiones eran un tanto decepcionantes, pues no ocurría nada para que los fueran a necesitar.
Ciel comía con tranquilidad, tomando los cubiertos correctos el joven se llevaba a la boca los alimentos cautelosamente. Entonces fue en aquel momento donde requirió un poco de agua y, observando que su vaso estaba vació, optó por agarrar de la jarra hallada a unos centímetros de él. El objeto quedaba algo lejos, por tanto el conde estiró la mano un poco más, pero no llegaba a alcanzar la jarra de agua.
«¡Mi oportunidad!», pensó la joven Mey-rin.
Fue así que, en un paso rápido, casi por los cordones desatados calleándose por el camino, Mey-rin corría hacia la jarra, y en un arranque trató de tomarla entre sus manos.
—¡Joven amo, espere, yo se lo alcanzo!
Pero el cálculo fue lamentable, y no causó más que sólo una resbalada de la chica pelirroja, yéndose de largo por el camino al lado de la mesa, ni siquiera pudiendo tentar la jarra de agua. La caída pudo haber sido violenta, sin embargo, una vez más el mayordomo de la mansión había llegado para rescatar el día, puesto que en un estoico movimiento, Sebastian llegó a atrapar a la torpe sirvienta entre sus brazos. Esta joven, ruborizada, se le quedaba mirando al mayordomo peli-negro.
—Se...Sebastian-san.
La respuesta del hombre fue una simple sonrisa.
—Mey-rin, ¿qué le he dicho de amarrar sus cordones antes de salir corriendo de esta forma?
Ho, pero qué movida de mundo le causó a la joven sirvienta, simple bochorno por sus inútiles esfuerzos para impresionar a su joven amo y a Sebastian. La escena respecto a ella no pasó a mucho, Sebastian la puso de pie sobre el suelo de la mansión, y una vez así, el mayordomo se encaminó hacia la cabeza de la mesa, donde yacía el conde.
—Llegaste tarde, Sebastian. Mira, la jarra se cayó al piso —dijo el joven peli-azul, frunciendo el ceño, mirando tanto al recipiente caído como el agua vertiéndose por el suelo.
Mey-rin se sentía mal por la línea que su amo pronunció, pues claro, era su culpa por lo cual la jarra se había caído, pero su amo no podía culparla, ella era así: torpe, siempre tirando todo al suelo; por ello, Ciel ya no podía sorprenderse, y en vez de regañar a Mey-rin por sus errores, regañaba a Sebastian, ya que siendo un mayordomo perfecto con estándares altos, se suponía que no debiera dejar pasar errores como esos, aunque ella o los otros sirvientes fueras quienes lo hayan causado.
Sebastian, por su parte, estaba en un gesto tranquilo, dando su calmada sonrisa de siempre, ocultando sus verdaderos sentimientos.
—Mis disculpas, Joven amo. Limpiaré en seguida.
—¡No! —interrumpió la sirvienta, provocando que su amo, el mayordomo y los otros 2 sirvientes se voltearan a mirar con pasmo—. Yo...yo lo haré, yo limpiaré, joven amo.
La sirvienta sacó de uno de los bolsillos del mandil un pañuelo, y con más tartamudeos pidió que se le diera la tarea de limpiar el desastre, algo que fue completamente superfluo, no fue necesaria ninguna aprobación, ya que era más que correcto que ella lo hiciera. Entonces fue así, Mey-rin se acercó a donde su amo se encontraba y, con mucha timidez, la joven se posicionó en el piso, arrodillada, con algo de vergüenza por la torpeza anterior, simplemente para pasar el trapo por el agua derramada. Y mientras que la sirvienta limpiaba, el joven amo se dispuso a comer nuevamente.
—¿Y ustedes? —llamó Sebastian, provocando la atención del cocinero y el jardinero, chicos que se habían distraído por la sirvienta y su labor, por tanto, sus miradas captaron cierto susto por el llamado hacia ellos.
—¿Nosotros? —preguntó Finnian, mostrado cierta adorable ignorancia y apuntándose a sí mismo con el dedo índice.
—Sí —habló el mayordomo—, no deberían estar perturbando el almuerzo del joven amo, y no les escusa el hecho de que no tengan alguna tarea pendiente por el mal clima, de hecho, ya deberían estar en la cocina preparando la cena.
Bard y Finnian corrieron a la cocina, algo asustados por la llamada de atención de Sebastian. Y es que aunque estuvieran más que expuestos a los constantes regaños del mayordomo, no podían acostumbrarse. Sebastian suspiró con cansancio y se dirijo a la cocina, con un paso más calmado a comparación de los primeros dos que se habían dispuesto a dejar al joven amo comer en solitario.
La escena había dejado al conde comiendo, mientras que la torpe sirvienta seguía limpiando el suelo. En realidad fluía un momento tenso, con algo de vergüenza creada en el rostro de la sirvienta, tal que ella se preguntaba cuál era el gesto que su amo estaba dando en ese instante, y, siendo prisionera de la curiosidad, Mey-rin dio si acaso unos cuantos vistazos al rostro de su amo.
Un vistazo, dos, tres, cuatro. Se había hecho una actividad hacerlo cada 10 segundos, ¿y por qué no? Parecía que su amo no se daba cuenta, sólo continuaba con su comida, sin una expresión en particular. Y viendo que no ocurría nada, Mey-rin estaba dispuesta a terminar con su trabajo y retirarse a la cocina con los demás sirvientes. No obstante, a la sexta mirada, la sirvienta pelirroja había captado algo extraño en su amo; distrayéndose un poco del rostro serio del joven, más de bajo, por el cuello pálido que se asomaba del cubre del de la camisa blanca, ahí se veía algo que, a la primera vista, no era cosa notable. El joven amo tenía unas manchas extrañas en su delicado cuello de niño; unas manchas rojas, en un borde disuelto, muy parecido a los piquetes de mosquitos, aunque esa teoría de "podrían ser pequeños piquetes de mosquitos" era muy inverosímil, pues no era una época en la que los mosquitos dieran mucho revuelo, y si lo dieran, no era posible que le picaran sólo a su joven amo, menos que le picaran muchos, y sólo en su cuello.
Entonces... ¿esos eran... ¡¡chupetones!!?
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Kuroshitsuji; Porque la curiosidad mata la inocencia.
FanfictionAcontecimientos extraños han ocurrido en la prestigiosa mansión Phantomhive, y es que los sirvientes: Finnian, Mey Rin y Bard han notado ciertas extrañezas tanto en su amo, Ciel Phantomhive, como en el mayordomo Sebastian. Tanto es así, que los tres...