III

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Cuando la aurora apareció tras los árboles que rodeaban la mansión Phantomhive, la lluvia cesó y la opacidad del cielo hizo lo mismo. Era un cielo raso azul pastel lo que se plantó sobre Londres y sus afueras. El sol no era intenso, siendo el otoño, y un plácido viendo andaba en sus vaivenes entre las hojas anaranjadas.

Mey-Rin se hallaba tensa desde la tarde anterior, pero pareciese que el sosiego se le dio tenuemente tras confidenciar a sus compañeros su descubriendo aquella mañana.

Se encontraban fuera de la mansión los tres, Finnian y Brad sentados en los escalones principales; al tiempo, Mey-rin, expectante a las respuestas, les miraba acongojada, siendo la única de pie frente a las escaleras.

Desde que la sirvienta había expuesto sus inquietudes, un largo silencio se posicionó entre ellos. El jardinero y el chef no estaban convencidos, se les figuraban débiles las pruebas que su compañera les presumió, y veían su conjetura como un oprobio hacia su amo y hacia el más diligente de los sirvientes.

Bard cerró los ojos al suspirar con cansancio, luego se puso de pie y bajó los escalones que le distanciaban de la pelirroja; ya a su lado, le dijo:

—¿Cómo les injurias así, Mey-rin?

—¡No es mi intensión, sólo digo lo que me parece! —respondió molesta, con los puños por delante.

—A tu hipótesis le faltan fundamentos, ¿no te parece? ¿Qué son unas simples manchas y rasguños en los cuellos? Debe haber una explicación a esas cosas.

—¿Te... te parece? —La calma y la esperanza se reflejaron en el rostro de la joven.

—¡Por supuesto! Hay que ir ahora mismo a preguntarles, seguro que no es nada.

—S-sí... Seguro no es nada —sonrió débilmente, con la punta del índice sobre su barbilla, reconsiderando las cosas. «¡Estos juegos que hace mi cabeza!», se decía a sí misma.

Sin perder tiempo y sin que la mañana se despidiera aún, los tres sirvientes se encaminaron hasta la habitación de su joven amo, mas no se adentraron en ella, sino que frenaron sus pasos al llegar a la puerta cerrada, pues a esa hora aquél habría de estar cambiándose apenas.

—¿Le esperamos aquí? Sebastian debe de estar vistiéndolo aún, no deberíamos interrumpir—comentó la sirvienta.

—Claro, claro —afirmó el chef.

Quedaron en silencio unos segundos, no tenían palabras que intercambiar, y es que en realidad, pese a tener la certeza de ser todo un malentendido de la sirvienta, querían saber el porqué de esas marcas en los cuellos. Pero, de pronto, escucharon un alarido de su amo. Los tres se sobresaltaron, la preocupación les llegó presto y casi estaban por abrir la puerta de golpe.

—¿Está bien, joven a...? —Los vocablos de Finnian fueron interrumpidos con otro quejido de su amo. Pareciese que no le había escuchado.

—¿Deberíamos entrar? —preguntó Bard a sus compañeros.

—¡El joven amo podría estar herido, así que...! —Pero nuevamente el jardinero fue interrumpido por los gemidos del joven Phantomhive.

La confusión dominó a la preocupación cuando cayeron en la cuenta que Sebastian estaba ahí dentro con el joven señor. Si estaba este último lastimado, ¿por qué el lacayo no le ayudaba? Y se sabía que no le ayudaba, pues las quejas se hacían cada vez más fuertes.

—¡Ah, Sebastian, no lo hagas tan fuerte!

Los sirvientes se congelaron al oír aquellas palabras. ¿Qué era lo que hacía Sebastian, que le provocaba tanto dolor a su amo, y por qué éste le dejaba obrar sin freno?

—Joven amo —se escuchó la grave voz del mayordomo—, lo hago lo más gentil que mis facultades...

—Cállate, sólo prosigue pero intenta no hacerlo tan tosco. Ugh... ¡Ah!

—Quizás... si lo hiciese de una vez, sin contemplaciones, habría acabado hace rato.

—Tsk... Bien. Sebas...¡TIAN! ¡No, para! No puedo.

—¿Cómo podré satisfacerle, joven amo? No le agrada que le prepare, no le agrada que vaya directo al asunto. Veamos... Permita que introduzca mis dedos nuevamente.

Los sirvientes que escuchaban fuera de la alcoba no se quedaron para apreciar el resto de la conversación. Corrieron medrosos y agitados hacia las escaleras principales de la mansión, llegados ahí, una histeria imperiosa se impregnó en ellos.

—¡¿En qué momento fue que comenzaron esas prácticas deshonrosas?! —prorrumpió la alterada Mey-rin, llevándose las manos a las mejillas.

Los ojos de Finnian se anegaron de lágrimas, la cantidad de éstas era tal que resbalaban abundantemente por su faz.

—¡¿Qué va a decir Lady Elizabeth?! ¡Tanto que ama al joven amo! —decía con los puños enjugando inútilmente sus ojos, pues no tardaban mucho en crear nuevas lágrimas.

—¡En cierto! ¡Pobre de ella! —confirmaba la sirvienta.

—¡Olviden eso! —gritó el chef— ¡¿Qué será de ellos?! ¡Si la policía llegase a saber...!

—¡Cierto, el pobre joven amo y el Señor Sebastian! —lamentó el menor de los concurridos—. ¡¿Qué haremos?! ¡No podemos abandonarles! ¡Alguien ajeno a nosotros se enterará y...!

El llanto ahogó el discurso, la sirvienta no demoró mucho en acompañar a su compañero con más lágrimas. Éstos entrelazaron sus manos y cayeron de rodillas mientras continuaban sus gimoteos. El mayor de los tres les contempló apesadumbrado, pero transcurridos los segundos les llamó súbita y furibundamente:

—¡Oigan!

Y los otros dos sirvientes concluyeron de inmediato el llanto, mirando perplejos al excombatiente.

—¿De qué sirve que nos quedemos aquí lamentando? —siguió—. Como sirvientes de la familia Phantomhive, tenemos la obligación de cuidar esta casa y a quienes viven en ella, ¿no? Nadie se enterará de esto. No dejaremos que esos dos caigan en la ignominia.

—¿Qué es lo que haremos? —preguntó el jardinero rubio.

Una sonrisa decidida se extendió en la cara de Bard, mientras su mano derecha formaba un puño que alzó a brazo a medio levantar.

—Vamos a encaminarlos, por supuesto. No es demasiado tarde, no hay que resignarnos. ¿No tenemos, acaso, los medios para ayudarles?

Mey-rin se levantó animada, sonriente, profiriendo:

—¡En verdad! ¡Hay que recordarle al joven amo lo mucho que Lady Elizabeth lo ama! Y si le recordamos sus virtudes, y lo que han pasado juntos...

—¡Sí! —afirmó Finnian, poniendo los brazos al cielo—. ¿No le regaló ella en su última visita un hermoso ramillete de flores que reposa en una mesita en el corredor? Si lo ve de nuevo quizás... ¡Podemos hacerlo!

—Y no creo que Sebastian sea difícil de persuadir —completó Bard. Y en un ufano ademán, se apuntó a sí mismo con el dedo pulgar—. Yo mismo le haré ver lo craso de su error al... eso. Para el final del día, todo habrá de ser como debe ser.

—¡Claro! —exclamaron contentos la sirvienta y el jardinero.

Los tres colocaron sus manos derechas en el centro, luego de un segundo, jubilosos las levantaron al sol. 

Kuroshitsuji; Porque la curiosidad mata la inocencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora