Libro XI

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Entretanto la Aurora naciente abandonó el Océano.

Eneas, aunque su cuidado le inclina a dar un tiempo para enterrar

a los compañeros y su corazón está turbado por la muerte,

rendía sus votos a los dioses, victorioso, al despuntar el día.

Una enorme encina bien pelada de ramas

levantó sobre el túmulo y la vistió con armas relucientes,

despojos del caudillo Mecencio, un trofeo para ti,

gran señor de la guerra; cuelga los penachos chorreando sangre

y los dardos arrancados del héroe y la coraza golpeada

y perforada por doce sitios, y ata a la izquierda el escudo

de bronce, y cuelga del cuello la espada de marfil.

Luego, así comienza a arengar a sus compañeros

que le aclamaban (pues apretado le rodeaba el grupo de los jefes):

«Hemos logrado algo grande, soldados; dejad todo temor

en cuanto a lo que resta. Éstos son los despojos y las primicias

de un rey orgulloso, y éste es Mecencio, por mis manos.

Ahora, el camino hacia el rey y los muros latinos nos espera.

Disponed las armas, animosos aguardad la guerra;

que ningún retraso nos sorprenda cuando quieran los dioses

que alcemos las enseñas y saquemos a los jóvenes del campamento,

ni nos retrase con el miedo una opinión cobarde.

Confiemos entretanto a la tierra los cuerpos insepultos

de nuestros camaradas, única honra en el Aqueronte profundo.

«Id -dice-. Adornad con los tributos postreros a esas almas

egregias que con su sangre nos han deparado

esta patria, y el primero a la afligida ciudad de Evandro

sea enviado Palante, a quien no falto de valor

se llevó el negro día y lo sepultó en una muerte amarga.»

Así dice lleno de lágrimas y encamina sus pasos al umbral

donde el cuerpo expuesto sin vida de Palante velaba

el anciano Acetes, quien primero llevara las armas al parrasio

Evandro y fue asignado luego como acompañante

de su amado pupilo, con auspicios no igualmente felices.

Alrededor todo el grupo de siervos y la turba troyana

y las mujeres de Ilión con el triste pelo suelto según la costumbre.

En cuanto Eneas cruzó las altas puertas,

un profundo gemido con golpes de pecho lanzaron

a los astros y resonó el lugar de triste duelo.

Él mismo, cuando vio la cabeza abatida del níveo Palante

y su cara y la herida de la lanza ausonia abierta

y el delicado pecho, así dice rompiendo a llorar:

«¿Te me ha arrebatado Fortuna, desgraciado muchacho,

cuando empezaba a sernos favorable, a fin de que no vieras

La EneidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora