El desierto de la vida

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Un hombre vestido con sotana marrón y en los pues unas humildes sandalias negras, llegó al rancho cuando el día despuntaba. Era un vejete octogenario y venía con un báculo en la mano, pero caminaba con firmeza. Ismael se sorprendió al reconocer en aquel hombre al cura que lo había confirmado treinta y dos años atrás. "Que busca el padre Marcelo en el rancho" , llegó a pensar.
    Se levantó del tronco del almendro en el que estaba sentado y después de besar el anillo del clérigo, lo abrazó como el hijo que encuentra a su padre. Miró al cura a los ojos y su alma de entristeció. Ya no sentía a Dios en su corazón. El padre estaba cumpliendo un promesa hecha a Marina, su esposa, quien buscaba consolación por el maltrato que él le daba tanto a ella como a su hijo, llegó al templo parroquial unos días atrás.
   _Padre Marcelo, Dios ha muerto en mi interior, he perdido la fe _dijo Ismael, agobiado por su vacío existencial.
   _Ni Dios ha muerto en tu corazón ni tú en el suyo.
   _¿Por qué no puedo verlo para saber que existe?
   _¿Necesita un ciego ver el sol para saber que existe? _ Preguntó el padre Marcelo, como cuando lo adoctrinaba en la fe junto a otros niños, para confirmarlos, por orden del obispo.
  _ Si, pero un ciego puede sentir los rayos del sol quemar su cuerpo.
  _ Deja, entonces que el fuego de Dios queme tu espíritu y lo verás cara a cara.
     Ismael miro al cielo y dejó perder a su mirada en el infinito. Su vida atravesaba por un desierto. Quería encontrar el sentido la vida.
  _ En el camino de la vida perdí la fe en Dios, con el tiempo la perdí en los hombres, ahora no creo ni en mí mismo.
     Ismael sintió ganas de llorar, pero los hombres no lloran y prefirió permanecer callado. El cura lo miro con ternura y vio en su rostro al niño que una vez confirmara en la iglesia del pueblo. Puso una mano en su hombro y le dijo:
   _ Todos tenemos momentos en que perdemos la fe y creemos que Dios se aleja, sólo los que perseveran lo encuentran. La última vez que fuiste a tu casa maltrataste a tu mujer movido por la pasión de los celos, ella estaba en el templo, buscando una respuesta, como tú la buscas ahora.
   _¿Y qué debo hacer en este desierto de lo vida?
  _ Confiar y esperar _ dijo el cura y se levantó para retirarse. Ismael se paró, también, y lo interpeló:
  _¿Cómo puede Dios en mi interior si ni siquiera yo misma puedo hacerlo?
  _ En la cabaña del abuelo as a encontrar la respuesta. Allí pasarás siete días y siete noches con el abuelo y él responderá todas tus interrogantes existenciales, luego volverás como tu mujer que espera por ti _ respondió el padre Marcelo y se marchó.
     Ismael se quedó observando al reverendo en cada paso que daba, pensando qué cabaña y qué abuelo eran aquellos de los que le habló. "Al padre a veces se le cruzaban los cables", pensó, como aquella vez que para quitarse a los niños de encima, en el catecismo, se invirtió el cuento de que en el río estaban dando dulces y éstos se dirigieron corriendo hacia allá, gritando por las calles que en el río estaban dando de todo, según el padre y mucha gente se sumó a la algarabía. El padre al ver tanta gente detrás de los niños me preguntó a uno del grupo:
  _¿Adónde va tanta gente, corriendo?
  _ Al río, que están dando dulces y otras cosas.
  _¡Ah, pero parece que es cierto! _ dijo el cura ingenuamente y se sumó al grupo que corría hacia el río.
    "Hay mentiras que hasta uno mismo se las cree", pensó Ismael, mirando perplejo al curar mientras se alejaba del rancho.
     A lo lejos percibió que el padre comenzaba se ascender a los cielos, rodeado por una aureola como la mágica burbuja y se borraba de su vista. Se llenó de estupefacción y sintió miedo. El curaba subía en cuerpo y alma al cielo. Se dejó caer, de nuevo, en el tronco del almendro, conciente de que era una alucinación.

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