Entré en el despacho sin encender las luces. Me limité a adentrarme en la conocida habitación, únicamente iluminada por las desgastadas bombillas de las farolas que se colaban por la ventana, a través de las persianas de madera. Me recliné en mi asiento, frente a mi escritorio, provocando un molesto chirrido. Sin embargo, mis músculos estaban tan agarrotados y mi cabeza tan rebosante de cansancio, que no le di importancia. En lugar de molestarme, emití un sutil y casi imperceptible suspiro de placer al permitirme descansar, por primera vez, en 24 horas. Cerré los ojos, disfrutando de la sensación, del confort que suponía el suave acogimiento del asiento de cuero para mi cansado cuerpo.
Tanteé las gavetas de mi escritorio, sin ni siquiera dirigirles una mirada, manteniendo los párpados cerrados, intentado hacer desaparecer la desagradable irritación que los inundaba, casi como si la tensión de las últimas horas los arañara. Encontré la botella de whisky y el pesado vaso de cristal. Los puse a ambos en la mesa y me serví una copa. Me guie por el sonido del líquido cayendo, como una cascada. Cuando sospeché que el vaso estaba prácticamente lleno, volví a dejar la botella en la mesa, haciendo un ruido sordo al chocar el duro cristal con la madera de roble. Tomé un ligero trago, dejándolo reposar en mi boca durante unos segundos antes de dar otro. Dejé que el alcohol, acompañado con los matices propios de mi whisky escocés favorito, me inundara las papilas gustativas. Permití que la bebida me calentara el cuerpo por dentro y me relajara.
Entreabrí los ojos, estudiando mi despacho en la penumbra, tan sencillo y estoico. La estantería, repleta de libros, que había a mi espalda; el armario empotrado que estaba justo a su lado; el escritorio de madera, tintado al agua de un tono muy oscuro, brillaba gracias a la capa de barniz. Estaba perfectamente organizado. La lámpara de escritorio de bronce a un extremo, a la derecha, emitiendo constantes reflejos opacos ante la traviesa luz de la noche de Manhattan. Una pila de libros a la izquierda, el teléfono de esmalte azabache justo encima, el tapete verde pardo al centro, la botella en medio. Observé el vaso en mi mano. Al igual que la lámpara, la tenue luz anaranjada que se filtraba desde el exterior parecía divertirse jugando con su superficie.
Dejé que el vaso hiciera compañía a la botella. Indagué en uno de los bolsillos de mi gabardina con pereza, buscando mi pitillera. Mis dedos acariciaron la superficie suave de la plata, sin grabados. Extraje un cigarrillo de ella y me lo puse en los labios. Prendí uno de los fósforos que guardaba junto a los cigarros y me lo acerqué al que mantenía entre mis labios. La pequeña llamarada refulgió en aquella habitación en penumbras y le añadió al humo que exhalé, suavemente, una connotación siniestra, casi fantasmal.
Desperté con un gruñido ante el estridente sonido del teléfono. Me estremecí, gracias a la jaqueca provocada por la resaca, ante ese sonido salido del peor de los infiernos.
Cuadré los hombros y me estregué los ojos, obligándome a mí misma a recobrar los sentidos, por muy perezosos que estuvieran y por muy espesa y malhumorada que estuviera yo. Al menos, para mi trabajo, esa frustración podía llegar a ser útil.
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Mortal Night
Science FictionManhattan, Estados Unidos. Años 40. Desde que empezó su vida como detective, Astrid Hofferson jamás imaginó que se vería implicada en algo semejante. Todo comenzó el fatídico día en que salvo la vida a Hiccup Horrendous Haddock III, uno de los ma...