Siluetas

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       La ansiedad comenzaba a carcomer su mente, la oscuridad invadía cada rincón de sus sentimientos y pensamientos. Oscuridad, eso era lo que rondaba en su vida desde hace meses atrás. Y, por más que la viera todos los días, ella simplemente ya no podía recordar cómo era la luz.

       Todo comenzó una tarde de enero cuando su mejor amigo se ahorcó en el árbol de su casa, ella vio cómo el alma le abandonaba, y se quedó por horas viendo el cuerpo, en un estado de shock, del cual salió gracias al grito de terror que pegó la mamá de él al verlo más tarde.

       No recuerda más de ese día, no recuerda si llegó primero la ambulancia o lo dieron de una vez por muerto llamando al carro fúnebre. No recuerda si asistió a su funeral y mucho menos recuerda su entierro. Sus recuerdos vuelven una semana más tarde, sentada en frente de un señor de edad avanzada, canoso y serio, que la miraba fijamente mientras apoyaba su barbilla en sus manos.

       Alzó una ceja al verla reaccionar y dijo:

       —Ya era hora, jovencita.

       Ella lo miró en silencio, sin querer responderle. Algo en ese hombre le hacía desconfiar terriblemente. Así que prefirió quedarse en silencio, en un duelo de miradas, hasta que la hora de la sesión terminó y llegó su papá a recogerla.

       Pasaron los días y se volvió una monotonía: iba al colegio por las mañanas, almorzaba en su casa y salía al psicólogo, de donde salía ya casi finalizada la tarde y se sentaba en la plaza de enfrente a ver la gente pasar y los niños jugar; volvía a su casa a las ocho menos quince y se iba directo a su cuarto a hacer deberes para, luego, ir a dormir.

       Un día que prometía ser lo mismo, su hermana fue atropellada mientras cruzaba la calle camino al trabajo. Llegó con graves heridas al hospital y sólo no resistió. Las visitas al psicólogo se duplicaron y se convirtieron en el propio infierno.

       Ése fue el día en que las voces empeoraron, la acompañaban no sólo a la hora de dormir sino todo el día y sólo cuando estaba realmente ocupada era que desaparecían. Y con cada día que pasaba todo empeoraba, su vida se iba derrumbando y nadie a su alrededor se daba cuenta.

       Tres meses más tarde a la muerte de su mejor amigo, su casi hermano, se miraba al espejo de cuerpo completo que tenía en su cuarto; había adelgazado como jamás llegó a imaginar, tenía grandes ojeras coronando sus ojos tan negros como la noche; sus dos grandes orbes oscuras no demostraban ningún sentimiento en particular, era como entrar a una habitación oscura y sin fin.

       Entonces, las voces empeoraron. Ahora le gritaban, le reclamaban, le hacían creer que ella no servía para nada. Las sentía como una manada de lobos encerrada en su mente que peleaban por quién sería el alfa y a quién se mataría primero.

       Gritó, gritó hasta que no pudo más. Su puño se estrelló contra la que era una superficie lisa, sus nudillos comenzaron a sangrar por los vidrios incrustados y comenzó a llorar.

       Lloró como nunca antes lo había hecho. Se dejó caer en la pared. Las voces se burlaron de ella, por su forma de reaccionar, alegaban que no soportaba nada; quería callarlas, quería callar todo. Así que, decidida e impulsada por las voces dentro de ella, tomó uno de los vidrios que estaban en el suelo y, presionando, lo pasó de forma vertical en cada uno de sus brazos.

       Cerró los ojos soltando el vidrio, respiraba profundamente ignorando el dolor. Las voces reían, le daban la bienvenida a su lado. La sangre manaba de sus heridas; nada la pararía. Minutos más tarde comenzó a perder la conciencia; entró en una especie de limbo, era un gran y frondoso bosque oscuro, caminó a través de él guiándose por las voces que prometían ser sus amigas, fue alejándose de la luz hasta que sólo veía sombras.

       Y se convirtió en una de ellas. Sus enemigas se volvieron sus amigas. Se convirtió en una sombra y atormentó como la atormentaron a ella.

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