Los inviernos en San Pedro de Lloc no son, por así decirlo, tan fríos como los limeños. Es cierto que al mediodía el cielo se despeja, sin embargo corre aire fuerte, pero de ahí a arroparse mucho, no es para tanto. Lo más triste de ese invierno de dos mil tres era lo mucho que había recaído la salud de mi abuelo. Solo paraba echado en su cama durmiendo, pues el derrame cerebral que tuvo un año antes le había postrado ahí. Tía Pascuala lo despertaba únicamente para que tomara sus alimentos. Mi Papá Manuel usó hasta aquel día su juego de cubiertos y su taza o tazón, uno nunca sabe cuando lo ve porque es muy grande para ser una taza normal y muy chica para ser un tazón, de un inacabable acero. La cuchara parecía una pequeña pala y el tenedor junto al cuchillo eran más grandes de lo habitual. Todo esto se lo regaló mi tío Telmo quien murió en Lima cuando estaba en el cuartel. Un carro lo arrolló mientras iba en retroceso. Yo jamás le conocí. Ni siquiera estaba en proyecto, pero le había visto en una foto muy vieja y en el cuadro en el que está junto a tío Cervantes de jóvenes. Había muerto el mayor de los seis hijos de mis abuelos.
Estaba estudiando en el instituto pedagógico de allá llamado "David Sánchez Infante", en honor a uno de los propulsores de la educación en el valle del Jequetepeque. Mi aspecto había cambiado mucho y tenía una pequeña barriga que no sabía cómo desaparecer. Me había dejado crecer la barba y lucía demacrado. Acaso por las malas noches estudiando para exposiciones y exámenes además de hacer trabajos inacabables. También estaban las noches de fiestas y las veces que me iba al instituto sin desayunar.
La noche anterior a la muerte de mi Papá Manuel había sido muy agitada. Mi abuelo estaba muy grave y ya no respondía ante nuestros llamados. Yo llegaba de la reunión de animadores de Catequesis Familiar cuando vi que todas mis tías estaban reunidas alrededor de la cama de él, rezaban para que Dios dispusiera de lo que quisiera. La cara de mi abuelo expresaba el dolor que había soportado durante sus noventa y seis años y, mas que nada, los últimos cinco años. Mi abuelita ya lo llamaba. La persona con quién se casó tres veces: matrimonio civil, católico y la reafirmación de sus votos matrimoniales cuando cumplieron cincuenta años de casados. Días antes mi abuelo había recibido los santos óleos y cada semana recibía la comunión en manos de la quien era la asesora de Catequesis Familiar en San Pedro, la hermana Juliana, una ancianita espigada delgada con una carita bonachona, pero cuando se amargaba, se amargaba en serio. Después de la oración quedó más tranquilo y con esa motivación nos acostamos esperando que todo fuera un simple susto.
Aquella mañana del veintisiete de agosto todo era gris y triste. Callado y sin ninguna bulla lejana que interrumpiera la inquietante paz reinante. Mi abuelo recibió sus alimentos de manera normal. Pensé en la noche anterior esperando un nuevo día sin que hubiera ninguna calamidad.
En la mañana veía televisión, estaban transmitiendo el mundial de fútbol sub-17 en Filipinas. Jugaban Estados Unidos y Turquía. El primero iba ganando por dos goles a uno y estaban en los últimos minutos del segundo tiempo. Anunciaban el siguiente partido entre Escocia y Argentina. Al ver sus estaturas, me costaba trabajo creer que eran aún unos niños. Hacía frío y de rato en rato entraba al cuarto de mi abuelo a ver si había algo raro. Nada, felizmente.
Por la tarde el frío seguía avanzando, regresaba de la calle y el ambiente lo noté muy tenso, mi Papá Manuel había recaído otra vez. Dentro de su cuarto estaban mis tías y unas señoras que rezaban el rosario de La Divina Misericordia, estaban por el último misterio repitiendo devotamente "Por tu dolorosa Pasión, ten piedad de nosotros y los del mundo entero", hasta que murió. Murió de una manera tranquila, a pesar de que reflejaba dolor. Murió sin que nadie le moleste. "Carajo, déjenme descansar", habría dicho y pasó hacia ese túnel que dicen está lleno de una bendita luz resplandeciente sin escuchar nuestros llantos, quejidos y nuestras indignaciones. Murió y no podía creer que hubiera visto aquella dramática escena. Simplemente cerró sus desgastados ojos y no los volvió a abrir para así terminar con su vida y empezar con la eterna. Lloré sin poder explicarme por qué nos había dejado mi Papá si sólo faltaban tres años para su centenario. Mi superman con canas me dejó y yo no tenía consuelo para eso.