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Este es el Dios de los hombres, Juliette; esta es la estúpida quimera de su débil imaginación. Ves cuál ha sido el encadenamiento de sofismas con el que han llegado a crearla; y, según la definición particular que te he dado,', ves que este fantasma, al no tener más que una existencia objetiva, no podría estar fuera de la mente de los que lo consideran, y por consiguiente no es más que un puro efecto de la turbación de su cerebro. Sin embargo, ¡este es el Dios de los mortales, este es el ser abominable que han inventado, y en cuyos templos han hecho correr tanta sangre! Si me he extendido -prosiguió Mme. Delbène- sobre las diferencias esenciales entre las existencias reales y las existencias objetivas, es, querida mía, porque era urgente que te demostrase las variedades que se encuentran en las opiniones prácticas y especulativas de los hombres, y para hacerte ver que dan existencia real a muchas cosas que sólo tienen una existencia especulativa: ahora bien, al producto de esta existencia especulativa es a lo que los hombres han dado el nombre de Dios. Si todo esto sólo tuviese como consecuencia falsos razonamientos, el inconveniente sería mínimo; pero desgraciadamente tiene mayor alcance: la imaginación se inflama, se crea la costumbre, y nos habituamos a considerar como algo real lo que sólo es obra de nuestra debilidad. Todavía no nos hemos convencido de que la voluntad de este ser quimérico es causa de todo lo que nos sucede, cuando ya estamos empleando todos los medios para serle agradables, todas las formas de implorarle.
Así pues, sólo podemos decidirnos a adoptar un Dios después de reflexionar sobre lo que acaba de ser dicho, y con la iluminación de reflexiones más maduras, persuadámonos de que, al no poder presentarse la idea de Dios más que de una manera objetiva, sólo pueden resultar de ella ilusiones y fantasmas. Por muchos sofismas que aleguen los partidarios absurdos de la divinidad quimérica de los hombres, no os dicen más que no hay efecto sin causa; pero no os de muestran que sea preciso llegar a una primera causa eterna, causa universal de todas las causas particulares, y que ella misma sea causa creadora e independiente de cualquier otra causa. Estoy de acuerdo con que no comprendemos la relación, la secuencia y la progresión de todas las causas; pero la ignorancia de un hecho nunca es motivo suficiente para creer o determinar otro. Aquellos que quieren convencernos de la existencia de su abominable Dios se atreven con descaro a decirnos que, porque nosotros no podemos asignar la verdadera causa de los efectos, tenemos que admitir necesariamente la causa universal. ¿Se puede razonar tan imbécilmente? ¡Como si no fuese preferible aceptar la ignorancia a admitir una cosa absurda!; ¡o como si la admisión de esta cosa absurda se convirtiese en una prueba de su existencia! La confesión de nuestra debilidad no tienen ningún inconveniente, no hay duda alguna; la adopción del fantasma está lleno de escollos contra los que chocaremos constantemente si somos sabios, pero contra los que nos romperemos la cabeza si ésta se exalta: y las quimeras exaltan siempre. Si se quiere, concedamos por un momento a nuestros antagonistas la existencia del vampiro que les da la felicidad (1). En esta hipótesis, yo les pregunto si la ley, la regla, la voluntad con la que Dios conduce a los seres, es de la misma naturaleza que nuestra voluntad y nuestra fuerza, si Dios, en las mismas circunstancias, puede querer y no querer, si la misma cosa puede gustarle y disgustarle, si no cambia de sentimientos, si la ley por la que se conduce es inmutable. Si es ella la que lo conduce, no hay más que ejecutarla: y desde ese mismo momento, no hay ninguna fuerza superior. Esta ley necesaria, ¿qué es en sí misma?, ¿es distinta de él o inherente a él? Si, por el contrario, este ser puede cambiar de sentimiento y de voluntad, pregunto por qué cambia. Es evidente que necesita un motivo, y un bien más razonable que los que nos determinan, porque Dios debe ganarnos en sabiduría, como nos supera en prudencia; ahora bien, ¿puede imaginarse este motivo sin alterar la perfección del ser que cede a él? Digo más: si Dios sabe de antemano que cambiará de voluntad, ¿por qué, desde el momento en que todo lo puede, no ha dispuesto las circunstancias de forma que esta mutación siempre fatigosa, y que siempre prueba una cierta debilidad, se haga innecesaria?, y si lo ignora, ¿qué es un Dios que no prevé lo que debe hacer? Si lo prevé, y puesto que no puede equivocarse, como hay que creer para tener de él una idea correcta, está obligado entonces, independientemente de su voluntad, a actuar de tal o tal forma; ahora bien, ¿cuál es esta ley que sigue su voluntad?, ¿dónde está?, ¿de dónde saca su fuerza?
(1) El vampiro chupaba la sangre de los cadáveres. Dios hace correr la de los hombres; ambos se muestran quiméricos a un simple examen: ¿nos engañaríamos si diésemos a uno el nombre del otro?
Si vuestro Dios no es libre, si está determinado a actuar siguiendo leyes que lo dominan, entonces es una fuerza semejante al destino, a la fortuna, a la que no afectarán los deseos, no doblegarán las oraciones, no apaciguarán las ofrendas, y a la que es preferible despreciar eternamente que implorar con tan escaso éxito.
Pero si, más peligroso, más malvado y más feroz todavía, vuestro execrable Dios ha ocultado a los hombres lo que era necesario para su felicidad, entonces su proyecto no era hacerlos felices; entonces no los ama, entonces no es ni justo ni bienhechor. Me parece que un Dios no debe querer nada que no sea posible, y no lo es el que el hombre observe leyes que lo tiranizan o que le son desconocidas.
Este Dios villano hace todavía más: odia al hombre por haber ignorado lo que no le ha enseñado; lo castiga por haber transgredido una ley desconocida, por haber seguido inclinaciones que sólo procedían de él. ¡Oh Juliette! --exclamó mi instructora-, ¿puedo concebir a ese infernal y detestable Dios de otra forma que no sea como un tirano, un bárbaro, un monstruo, al que debo todo el odio, toda la furia, todo el desprecio que pueden exhalar a la vez mis facultades físicas y morales?
De este modo, deben llegar a demostrarme... probarme la existencia de Dios; deben lograr convencerme de que ha dictado leyes, que ha elegido hombres para ponerlos de testigos ante los mortales; hacerme ver que reina la más completa armonía en todas las relaciones que proceden de él: nada podría probarme que le complazco siguiendo sus leyes, porque, si no es bueno, puede engañarme, y mi razón, que procede de él, no me tranquilizará, puesto que entonces puede habérmela dado para precipitarme con mayor seguridad al error.
Prosigamos. Ahora os pregunto a vosotros, los deístas, cómo se conducirá ese Dios, que admito por un momento, frente a los que no poseen ningún conocimiento de sus leyes. Si Dios castiga la ignorancia invencible de aquellos a los que no se les han anunciado sus leyes, es injusto; si no puede instruirlos, carece de poder. Es cierto que la revelación de las leyes del Eterno deben llevar en sí caracteres que prueben el Dios del que emanan; ahora bien, yo pregunto, ¿cuál, de todas las re velaciones que nos han llegado, lleva ese carácter tan evidente como indispensable? Así pues, por la religión se destruye el Dios que anuncia esa misma religión; ahora bien, ¿qué ocurrirá con esta religión cuando el Dios que establece sólo tenga ya existencia en la cabeza de los imbéciles?
Poco importa para la felicidad de la vida que los conocimientos humanos sean reales o falsos; pero no ocurre lo mismo cuando se trata de la religión. Cuando los hombres han hecho suyos los objetos imaginarios que ella presenta, se apasionan por estos objetos, se persuaden de que estos fantasmas que revolotean en su mente existen realmente, y, desde ese momento, nada puede contenerlos. Cada día hay nuevos motivos para temblar: tales son los únicos efectos que produce en nosotros la peligrosa idea de un Dios. Esta sola idea causa los males más perniciosos de la vida del hombre; ella es la que lo obliga a privarse de los más dulces placeres de la vida, en el terror de provocar la ira de ese repugnante fruto de su imaginación delirante. Así pues, mi querida amiga, es necesario liberarse lo antes posible de los terrores que infunde esta quimera; y para eso, sin duda, sólo hay que descargar la hoz sobre el ídolo, sólo hay que pulverizarla con energía. La idea que quieren darnos los curas de la divinidad no es otra que la de una causa universal, de la que son efectos todas las otras. Los imbéciles, a los que se han dirigido estos impostores, han creído que existía tal causa... que podía existir separadamente de los efectos particulares que ella produce, como si las modalidades de un cuerpo pudiesen ser separa das de ese cuerpo, como si siendo la blancura una de las cualidades de la nieve fuese posible separar de ésta tal cualidad. ¿Acaso abandonan las modificaciones los cuerpos que modifican? ¡Y bien!, vuestro Dios no es masque una modificación de la materia en perpetua acción por su esencia: esa acción que creéis poder separar de ella, esa energía de la materia, ese es vuestro Dios. ¡Examinad ahora, estúpidos adoradores de un ser semejante, de qué homenaje es digno!
Los que sólo atribuyen a la primera causa el movimiento local de los cuerpos, y dan a nuestras mentes la posibilidad de determinarse, limitan esta causa y la despojan de su universalidad, para reducirla a lo más bajo que hay en la naturaleza, es decir, a la simple función de poner en movimiento a la materia. Pero como todo está relacionado en la naturaleza, porque los sentimientos espirituales provocan movimientos en los cuerpos vivos, y los movimientos de los cuerpos excitan sentimientos en las almas, no se puede recurrir a esta suposición para establecer o defender el culto religioso. Sólo como consecuencia de la percepción de los objetos que se nos presentan tenemos voluntad; sólo con motivo del movimiento excitado en nuestros órganos tenemos percepciones: por lo tanto, la causa del movimiento es la de nuestra voluntad. Si esta causa ignora el efecto que producirá en nosotros el movimiento, ¡qué indigna es la idea de un Dios! Si lo sabe, es su cómplice, y consiente en él; si, sabiéndolo, no consiente en él, se ve obligado a hacer lo que no quiere; por consiguiente, existe algo más poderoso que él: y está obligado a seguir leyes. Como nuestras voluntades provocan algunos movimientos, Dios está obligado a competir con nuestra voluntad; por tanto, está en el brazo del parricida, en la llama del incendiario, en el coño de la prostituta. Dios no lo consiente y entonces ahí lo tenemos, menos fuerte que nosotros, obligado a obedecernos. Por tanto, por mucho que se diga, hay que confesar que no existe causa universal; o si deseáis con todas las fuerzas que exista una, tenemos que convenir que consiente todo lo que nos sucede y nunca quiere nada distinto; tenéis que confesar además que no puede amar ni odiar a ninguno de los seres particulares que emanan de ella, porque todos le obedecen por igual, y que, según esto, las palabras de castigos, recompensas, leyes, prohibiciones, orden, desorden, no son más que palabras alegóricas, sacadas de lo que ocurre entre los hombres.
Si no estamos obligados a considerar a Dios como un ser esencialmente bueno, como
un ser que ama a los hombres, podemos creer que ha querido engañarlos. De esta forma, aunque fuesen verdaderos todos los prodigios sobre los que se basan los que pretenden conocer las leyes que ha revelado a algunos hombres, como todos nos confirman que es un ser injusto, inhumano, no tenemos ninguna seguridad de que no haga tales prodigios con el fin expreso de engañarnos, y nada nos autoriza a creer que la más estricta observación de sus leyes pueda convertirme nunca en amigó suyo. Si no castiga a los que han observado estas leyes, su observación es inútil; y como esta observación es punible, vuestro Dios, al promulgarla, se ha hecho culpable de inutilidad y de maldad: entonces, os pregunto si éste es un ser digno de nuestros homenajes. Por otra parte, estas leyes no tienen nada de respetable: son absurdas, contrarias a la razón, repugnan a la moral, afligen al cuerpo; los que las anuncian, las violan constantemente; y si hay algunos individuos en el mundo a los que se les ocurre poner fe en ellas, escrutemos su espíritu detenidamente: pronto los reconoceremos como imbéciles. Cuando quiero profundizar en las pruebas de ese fárrago de misterios y de leyes dictadas por ese Dios ridículo, no las encuentro apoyadas más que sobre tradiciones confusas, inseguras, y siempre victoriosamente combatidas por los adversarios.
Digámoslo claramente: de todas las religiones establecidas entre los hombres, no hay ninguna que legítimamente pueda prevalecer sobre las otras; ni una que no esté llena de fábulas, de mentiras, de perversidades, y que no ofrezca al tiempo los peligros más inminentes, junto a las contradicciones más palpables. Cuando los locos quieren imponer sus sueños, apelan en su ayuda a los milagros: de donde resulta que, siempre en el mismo círculo, en ese momento el milagro prueba la religión, mientras que hasta entonces la religión probaba el milagro. Como si no hubiese más que una que pudiese apoyarse en prodigios: pero todas los citan, todas los ofrecen.
Y el hermoso cisne de Leda bien vale la paloma de Marta.
A pesar de todo, si aceptamos que todos estos crímenes son ciertos, resulta necesariamente que Dios ha permitido que sean hechos tanto por las falsas religiones como por las verdaderas, y, según esto, el error lo conmueve tanto como la verdad. Lo que es gracioso es que cada secta esté igualmente convencida de la realidad de sus prodigios. Si todos son falsos, tenemos que concluir que naciones enteras han podido creer prodigios supuestos: por consiguiente, en el capítulo de los prodigios, la firme persuasión de una nación entera no prueba su verdad. Pero no tenemos más que la persuasión de los que creen en ellos para probar la verdad. por consiguiente, no hay ninguno cuya verdad esté suficientemente demostrada; y como estos prodigios son los únicos medios que tienen para obligarnos a creer en una religión, debemos concluir que ninguno está probado, y considerarlos como obra del fanatismo, del engaño, de la impostura y del orgullo. -Pero -interrumpí yo, llegado a este punto-, si no hay ni Dios, ni religión, entonces, ¿quién gobierna el universo? MI querida amiga -respondió Mme. Delbene . el universo se mueve por su propio impulso, y las leyes eternas de la naturaleza, inherentes a ella misma, son suficientes, sin una causa primera, para producir todo lo que vemos; el perpetuo movimiento de la materia lo explica todo: ¿qué necesidad hay de suponer un motor para lo que siempre está en movimiento? El universo es un conjunto de seres diferentes que actúan y reaccionan recíproca y sucesivamente unos sobre otros; yo no descubro ninguna limitación en esto, sólo veo un paso continuo de un estado a otro, en relación a los seres que adquieren sucesivamente varias formas nuevas, pero no creo en una causa universal, distinta de él, que le dé su existencia y que produzca las modificaciones de los seres particulares que lo componen: incluso confieso que veo todo lo contrario, y creo haberlo demostrado. No nos inquietemos en absoluto por sustituir las quimeras por otra cosa, y no admitamos nunca como causa de lo que no comprendemos algo que comprendemos todavía menos.
Después de haberte demostrado la extravagancia del sistema deísta -prosiguió esta encantadora mujer- no me costará mucho trabajo, sin duda, destruir en ti los prejuicios inculcados desde la infancia sobre el principio de nuestra vida. En efecto, ¿hay algo más extraordinario que la superioridad que se arrogan los hombres sobre los otros animales? En cuanto se les pregunta en qué se basa esta superioridad, responden estúpidamente: nuestra alma. Pero si les ruegas que te expliquen lo que entienden por esta palabra alma, ¡oh!, entonces los verás balbucir, contradecirse: es una sustancia desconocida, dicen; es una fuerza secreta distinta de su cuerpo; es un espíritu sobre el que nada sabemos. Pregúntales cómo ha podido ese espíritu, al que, como a su Dios, suponen totalmente desprovisto de extensión, cómo ha podido combinarse con su cuerpo extenso y material; os dirán que no saben nada de él, que es un misterio, que esta combinación es producto de la omnipotencia de Dios. Estas son las ideas claras que se forma la imbecilidad sobre su sustancia oculta, o más bien imaginaria, de la que ha hecho el móvil de todas sus acciones.
A esto yo sólo respondo una cosa: si el alma es una sustancia esencialmente diferente del cuerpo y que no puede tener ninguna relación con él, su unión es algo imposible; por otra parte, al ser esta alma una sustancia esencialmente diferente del cuerpo, debería actuar necesariamente de forma diferente a él; sin embargo, vemos que los movimientos experimentados por el cuerpo repercuten sobre esa pretendida alma, y que estas dos sustancias, diversas en su esencia, actúan siempre de común acuerdo. Nos dirán todavía que esta armonía es un misterio, y yo responderé que no veo mi alma, que lo único que conozco y siento es mi cuerpo, que es el cuerpo el que siente, piensa, juzga, sufre, goza, y que todas sus facultades son resultados necesarios de su mecanismo y su organización.
Aunque a los hombres les sea imposible hacerse la menor idea de su alma, aunque todo les pruebe que no sienten, no piensan, no adquieren ideas, no gozan y no sufren más que por medio de los sentidos o de los órganos materiales del cuerpo, sin embargo están convencidos de que esta alma desconocida está exenta de la muerte. Pero, aun suponiendo la existencia de esta alma, decidme, por favor, si puede impedirse reconocer que ella depende totalmente del cuerpo, y que sufre conjuntamente con él todas las vicisitudes por las que éste atraviesa. Y sin embargo, se lleva el absurdo hasta creer que, por su naturaleza, no tiene ningún parecido con él; se pretende que pueda actuar y sentir sin la ayuda de este cuerpo; en una palabra, se pretende que, privada de este cuerpo y liberada de los sentidos, esta alma sublime podrá vivir para sufrir, gozar del bienestar o sentir terribles tormentos. Y sobre parecido montón de conjeturas absurdas es sobre lo que se ha construido la maravillosa opinión de la inmortalidad del alma.
Si pregunto qué motivos hay para suponer al alma inmortal, me responden con prontitud: es que el hombre, por su propia naturaleza, desea ser inmortal. Pero, replicaré yo, ¿se convierte vuestro deseo en una prueba de su realización? ¿Por qué extraña lógica se atreven a decidir que una cosa no puede dejar de suceder solamente porque se la desea? Los impíos-continúan ellos-, privados de las halagüeñas esperanzas de otra vida, desean ser aniquilados. ¡Y bien!, ¿no tienen ellos el mismo derecho que vosotros de concluir que serán aniquilados, así como vosotros os sentís autorizados a creer que existiréis simplemente porque lo deseáis? ¡Oh Juliette! -prosiguió esta mujer filósofa con toda la fuerza de la persuasión- ¡Oh, mi querida amiga!, no te quepa la menor duda de que morimos por completo, y de que el cuerpo humano, una vez que la Parca ha cortado el hilo, no es más que una masa incapaz de producir los movimientos que constituían la vida. No vemos entonces ni circulación, ni respiración, ni digestión, ni palabra, ni pensamiento. Pretenden que, en ese momento, el alma se ha separado del cuerpo; pero decir que esta alma desconocida es el principio de la vida es no decir nada, es decir sólo que una fuerza desconocida es el principio oculto de movimientos imperceptibles. Nada más natural y más sencillo que creer que el hombre muerto ya no existe; nada más extravagante que creer que el hombre muerto está todavía en vida.
Nos reímos de la simpleza de algunos pueblos cuya costumbre es enterrar provisiones junto con los muertos: así pues, ¿es más absurdo creer que los hombres comerán después de la muerte, que imaginarse que pensarán, que tendrán ideas agradables o molestas, que gozarán, sufrirán, sentirán arrepentimiento o alegría, cuando los órganos, propios para proporcionarles sentimientos o ideas, estén disueltos y reducidos a polvo? Decir que las almas humanas serán felices o desgraciadas después de la muerte es como pretender que los hombres podrán ver sin ojos, oír sin oídos, gustar sin paladar, oler sin nariz, tocar sin manos, etc. Sin embargo, naciones que se creen muy razonables adoptan ideas parecidas. El dogma de la inmortalidad del alma supone que el alma es una sustancia simple, en una palabra, un espíritu: pero seguiré preguntando qué es un espíritu. -Me enseñaron -respondí a Mme. Delbène- que un espíritu era una sustancia privada de extensión, incorruptible, y que no tiene nada en común con la materia. -Pero si es así -respondió vivamente mi institutriz-, ¿cómo nace tu alma, crece, se fortalece, se altera, envejece, en las mismas proporciones que tu cuerpo? Siguiendo el ejemplo de todos los imbéciles que tuvieron los mismos principios, me responderás que todo eso son misterios. Pero, imbéciles, si son misterios, entonces no comprenderéis nada de ellos, y si no comprendéis nada, ¿cómo podéis decidir afirmativamente una cosa de la que sois incapaces de formaros una idea? Para creer o afirmar algo, hace falta saber al menos en qué consiste lo que se cree o se afirma. Creer en la inmortalidad del alma es decir que se está convencido de la existencia de algo de lo que es imposible formarse una verdadera idea, es creer en palabras sin poder darles ningún sentido; afirmar que algo es tal como se ha dicho es el colmo de la locura y de la vanidad. ¡Cuán extraños razonadores son los teólogos! En cuanto no pueden adivinar las causas naturales de las cosas, inventan causas sobrenaturales, imaginan espíritus, dioses, causas ocultas, agentes inexplicables, o más bien palabras más oscuras que las cosas que se esfuerzan por explicar. Permanezcamos en la naturaleza cuando queramos darnos cuenta de los efectos de la naturaleza; no nos alejemos de ella cuando queramos explicar sus fenómenos; ignoremos las causas demasiado separadas de nosotros para ser comprendidas por nuestros órganos, y convenzámonos de que, si nos salimos de la naturaleza, nunca encontraremos la solución de los problemas que la naturaleza nos presenta. En la hipótesis misma de la teología, es decir, suponiendo un motor omnipotente de la materia, ¿con qué derecho negarían los teólogos a su Dios el poder de dar a esta materia la facultad de pensar? ¿Le sería más difícil crear esas combinaciones de materia, de las que resulta el pensamiento, que espíritus que piensan? Al menos, suponiendo una materia que pensase, tendríamos algunas nociones del sujeto del pensamiento o de lo que piensa en nosotros; mientras que al atribuir el pensamiento a un ser inmaterial, nos es imposible hacernos la menor idea de él.
Se nos objeta que el materialismo hace del hombre una pura máquina, lo que se considera muy humillante para la especie humana; pero, ¿será más honrada esta especie humana porque se diga que el hombre actúa por impulsos secretos de un espíritu o de un cierto no sé qué que sirve para animarlo sin que se sepa cómo?
Es fácil darse cuenta de que la superioridad que se ha dado al, espíritu sobre la materia, o al alma sobre el cuerpo, se basa sólo en la ignorancia que se tiene de la naturaleza de esta alma, mientras que se está más familiarizado con la materia o el cuerpo, que se cree conocer y cuyos resortes se imaginan descubiertos; pero los movimientos más simples de nuestro cuerpo son, para todo hombre que los medite, enigmas tan difíciles de adivinar como el pensamiento.
El aprecio que tiene tanta gente por la sustancia espiritual no parece tener otro motivo que la imposibilidad en que se encuentran de definirla de una manera inteligible; el poco caso que prestan los teólogos a la materia no procede más que del hecho de que la familiaridad engendra el desprecio. Cuando nos dicen que el alma es mejor que el cuerpo no nos dicen nada, sólo que aquello que no conocen de ninguna manera debe ser mucho más hermoso que aquello de lo que tienen alguna idea.
Constantemente nos enorgullecemos de la utilidad del dogma de la otra vida; se pretende que, aunque sea una ficción, sería ventajosa porque se impondría a los hombres y los conduciría a la virtud. A esto yo pregunto si es verdad que ese dogma hace a los hombres más prudentes y más virtuosos. Por el contrario, me atrevo a afirmar que no sirve más que para volverles locos, hipócritas, malvados, atrabiliarios, y que se encuentran más virtudes, mejores costumbres en los pueblos que no tienen ninguna de estas ideas que en aquéllos en que constituyen la base de las religiones. Si los que están encargados de enseñar y de gobernar a los hombres tuviesen luces y virtudes, los gobernarían mucho mejor con realidades que con quimeras; pero bribones, ambiciosos, corrompidos, los legisladores han encontrado más fácil adormecer a las naciones mediante fábulas que enseñándoles verdades... que desarrollarles su razón, que impulsarles a la virtud por motivos sensibles y reales... que gobernarles, en fin, de una forma razonable.
No hay ninguna duda de que los curas han tenido sus motivos para imaginar la ridícula fábula de la inmortalidad del alma: ¿hubiesen puesto a los moribundos a contribución sin estos sistemas? ¡Ah! si estos espantosos dogmas de un Dios... de un alma que nos sobrevive, no son de ninguna utilidad para el género humano, convengamos que al menos son de una necesidad imperiosa para aquellos que se han encargado de infectar con ellos la opinión pública (2).
(2) ¿Sobrevivirían sin estos medios? Sólo dos clases de individuos deben adoptar los sistemas religiosos: primero, la de aquéllos que maquinan estos absurdos y, la de los imbéciles que creen eternamente todo lo que se les dice sin profundizar nunca en nada. Apuesto a que ningún ser razonable y espiritual puede afirmar que cree de buena fe en las atrocidades religiosas. -Pero -objeté a Mme. Delbène- ¿no es consolador para el desgraciado el dogma de la inmortalidad del alma?, ¿no es un bien para el hombre creer en que podrá sobre vivirse a sí mismo, y gozar algún día en el cielo de la felicidad que se le ha negado en la tierra? -En verdad -me respondió mi amiga- no veo que el deseo de tranquilizar a algunos imbéciles desgraciados valga la pena de envenenar a millones de gentes honradas. Por otra parte, ¿es razonable hacer de sus deseos la medida de la verdad? Tened un poco más de valentía, doblegaos a la ley general, resignaos al orden del destino cuyos decretos son que, al igual que todos los seres, caeréis en el crisol de la naturaleza para salir de él bajo otras formas. Porque, en realidad, nada perece en el seno de esta madre del género humano; los elementos que nos componen se unirán bajo otras combinaciones; un eterno laurel crece sobre la tumba de Virgilio. Esta transmigración gloriosa, ¿no es, imbéciles deistas, tan dulce como vuestra alternativa del infierno o el paraíso? Porque si este último es consolador, tendréis que estar de acuerdo conmigo en que el otro es terrible. Imbéciles cristianos ¿acaso no decís que para salvarse se necesitan gracias que vuestro Dios no concede más que a muy poca gente? Por cierto que son ideas muy consoladoras; ¿y no es cien veces preferible ser aniquilado que arder eternamente? Según esto ¿quién se atreverá a sostener que la opinión que libera de estos temores no es mil veces más agradable que la incertidumbre en que nos deja la admisión de un Dios que, dueño de sus gracias, no las concede más que a sus favoritos, y que permite que todos los demás se hagan dignos de los suplicios eternos? Sólo el entusiasmo a la locura puede hacer que se prefieran conjeturas improbables que desesperan a un sistema evidente que tranquiliza. -Pero ¿qué será de mí? -digo todavía a Mme. Delbène-; esta oscuridad me aterra, ese eterno anonadamiento me atemoriza. -¿Y qué eras tú, por favor, antes de nacer? -me respondió esta mujer genial-. Unas porciones llenas de materia no organizada, que no había recibido todavía ninguna forma, o que habían recibido una de la que no puedes acordarte. ¡Y bien! Volverás a las mismas porciones de materia, listas para organizar nuevos seres, en el momento en que las leyes de la naturaleza lo crean conveniente. ¿Gozabas? No. ¿Sufrías? No. Entonces ¿es un estado tan penoso, y ¿cuál es el ser que no estaría de acuerdo en sacrificar todos sus goces a la certeza de no tener nunca penas? ¿Qué sería si pudiese concluir este trato? Un ser inerte, sin movimiento. ¿Qué será después de la muerte? Positivamente lo mismo. Entonces, ¿de qué sirve afligirse, puesto que la ley de la naturaleza nos condena positivamente al estado que aceptaríais de buena gana, si tuvieseis la posibilidad? ¡Y bien! Juliette, la certeza de no existir siempre ¿es más desesperante que la de no haber existido siempre? Ya, ya, tranquilízate, ángel mío; el terror de dejar de existir no es un mal real más que para la imaginación creadora del absurdo dogma de otra vida.
El alma, o, si se quiere, ese principio activo... vivificante, que nos ama, que nos mueve, nos determina, no es otra cosa que la materia sutilizada hasta un cierto punto, medio por el que ha adquirido las facultades que nos maravillan. Es evidente que todas las porciones de materia no serían capaces de producir los mismos efectos; pero combinadas con las que componen nuestros cuerpos, se hacen susceptibles de ello, de la misma manera que el fuego puede convertirse en llama cuando se combina con cuerpos grasos o inflamables. En una palabra, el alma no puede ser considerada más que bajo estos dos sentidos, como principio activo y como principio pensante; ahora bien, bajo uno u otro aspecto, vamos a demostrar que es materia por dos silogismos sin réplica. 1° Como principio activo, se divide; porque el corazón conserva su movimiento mucho tiempo después de su separación del cuerpo. Ahora bien, todo lo que se divide es materia; el alma, como principio activo, se divide: luego es materia. 2° Todo lo que periclita es materia; lo que fuese esencialmente espíritu no podría periclitar. Ahora bien, el alma sigue las impresiones del cuerpo: es débil en la tierna edad, agobiada en la edad decrépita; luego siente las influencias del cuerpo; sin embargo, todo lo que periclita es materia: el alma periclita, luego es materia.
Atrevámonos a decirlo y volverlo a decir constantemente no hay nada asombroso en el fenómeno del pensamiento, o al menos nada que pruebe que este pensamiento sea distinto de la materia, nada que demuestre que la materia, sutilizada o modificada de tal o cual forma, no pueda producir el pensamiento; esto es infinitamente menos difícil de comprender que la existencia de un Dios. Si este alma sublime fuese efectivamente la obra de Dios ¿por qué sufriría todos los diferentes cambios o accidentes del cuerpo? Me parece que, como obra de Dios, esta alma debería ser perfecta y no lo es el modificarse al igual que una materia tan llena de defectos. Si esta alma fuese la obra de un Dios, no tendría que sentir ni experimentar sus gradaciones; ni podría ni debería; se uniría al embrión totalmente formado, y desde la cuna, habrían podido componer Cicerón sus Tusculanas, Voltaire su Alcira, etc. Si esto no ocurre ni puede ocurrir, entonces el alma observa las mismas gradaciones que el cuerpo. Luego, tiene partes, puesto que crece, baja, aumenta o disminuye; ahora bien, todo lo que tiene partes es materia: luego el alma es materia, puesto que está compuesta de partes. Convengamos en que es absolutamente imposible que el alma pueda existir sin el cuerpo, y éste sin la otra.
Por lo demás, no hay nada de maravilloso en el poder absoluto del alma sobre el cuerpo; no es más que un mismo todo, compuesto de partes iguales, estoy de acuerdo, pero en el que, sin embargo, las partes groseras deben estar sometidas a las partes sutiles, por la misma razón del poder que tiene la llama, que es materia, sobre el cirio que consume, que es igualmente materia; y éste es el ejemplo, como en nuestro cuerpo, de dos materias enfrentadas, en las que la más sutil domina a la más grosera.
Y aquí tienes, Juliette, más de lo que te hace falta para convencerte, me imagino, de la nada de la existencia de Dios y del dogma de la inmortalidad del alma. ¡Qué habilidad la de aquellos que inventaron estos dos monstruosos dogmas! ¡Y qué no emprenderían sobre un pueblo, erigiéndose en los ministros de un Dios cuyo odio o amor poseía tanto interés para la vida futura! ¡Qué crédito debían tener sobre el espíritu de las gentes que, temiendo las penas o las recompensas futuras, estaban obligadas a recurrir a estos bribones, como a los mediadores de un Dios, únicos capaces de evitar unas y conseguir otras! Así pues, todas estas fábulas no son más que el fruto de la ambición, del orgullo y de la demencia de algunos individuos, alimentadas por la absurdidad de otros, pero que sólo merecen nuestro desprecio... la extinción... absorbidas por nosotros, hasta el punto de que nunca más vuelvan a aparecer. ¡Oh!, ¡hasta qué punto te exhorto, mi querida Juliette, a que las detestes conmigo! Se dice que estos sistemas conducen a la degradación de las costumbres. ¡Y!, luego, ¿son más importantes las costumbres que las religiones? Sometidas de un modo absoluto al grado de latitud de un país, sólo dependen de la arbitrariedad. Nada nos está prohibido por la naturaleza: sólo las leyes se creen autorizadas a imponer ciertos límites al pueblo, relativos a la temperatura del aire, a la riqueza o pobreza del clima, a la especie de hombres a los que dominan. Pero estos frenos, puramente populares, no tienen nada de sagrado, de legítimo a los ojos de la filosofía, cuya luz disipa todos los errores, y sólo deja en el hombre sabio las inspiraciones de la naturaleza. Ahora bien, nada es más inmoral que la naturaleza: ella nunca nos impuso frenos; nunca nos dictó leyes. ¡Oh Juliette! me encontrarás tajante, enemiga total de todas las cadenas; pero voy a rechazar completamente esta obligación tan infantil como absurda que nos dice no hacer a los otros lo que no quieras que te hagan a ti. Es precisamente todo lo contrario de lo que nos aconseja la naturaleza, puesto que su único precepto es deleitarnos, no importa a costa de quien. Puede suceder, sin duda, que nuestros placeres turben la felicidad de los otros: ¿serán menos intensos por eso? Esta pretendida ley de la naturaleza, a la que quieren someternos los estúpidos, es, pues, tan quimérica como la de los hombres, y nosotros sabemos convencernos íntimamente de que no hacemos mal en pisotear a unas y a otras. Pero volveremos sobre estos temas, y me enorgullezco de convencerte en moral como creo haberte persuadido en religión. Ahora, pongamos nuestros principios en práctica, y después de haberte demostrado que puedes hacer cualquier cosa sin incurrir en un crimen, cometamos alguna villanía para convencernos de que lo podemos hacer todo.

Juliette - Marqués De SadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora