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Justine y yo fuimos educadas en el convento de Panthemont. Ustedes ya conocen la celebridad de esta abadía, y saben que, desde hace muchos años, salen de ella las mujeres más bonitas y más libertinas de París. Es este convento tuve como compañera a Euphrosine, esa joven cuyas huellas quiero seguir y quien, viviendo cerca de la casa de mis padres, había abandonado la suya para arrojarse en brazos del libertinaje; y como de ella y de una religiosa amiga suya fue de quienes recibí los primeros principios de esta moral que han visto con asombro en mí, siendo tan joven, por los relatos de mi hermana, me parece que, antes de nada, debo hablaros de la una y de la otra... contaros exactamente estos primeros momentos de mi vida en los que, seducida, corrompida por estas dos sirenas, nació en el fondo de mi corazón el germen de todos los vicios.
La religiosa en cuestión se llamaba Mme. Delbène; era abadesa de la casa desde hacía cinco años, y frisaba los treinta cuando la conocí. No podía ser más bella: digna de un retrato, una fisonomía dulce y celeste, rubia, con unos grandes ojos azules llenos del más tierno interés, y el porte de las Gracias. Víctima de la ambición, la joven Delbène fue encerrada en un convento a los doce años, con el fin de hacer más rico a un hermano mayor al que ella detestaba. Encerrada a la edad en que comienzan a desarrollarse las pasiones, aunque Delbène no hubiese elegido todavía, amando el mundo y los hombres en general, sólo después de inmolarse a sí misma, después de triunfar en los más rudos combates, había conseguido que naciese en ella la obediencia. Muy avanzada para su edad, habiendo leído a todos los filósofos, habiendo reflexionado prodigiosamente, Delbène, al tiempo que se condenaba al retiro, había conservado dos o tres amigas. Venían a verla, la consolaban; y como era muy rica, seguían proporcionándole todos los libros y caprichos que pudiese desear, incluso aquéllos que debían excitar más una imaginación... ya muy exaltada, y que no enfriaba el retiro.
En cuanto a Euphrosine, tenía quince años cuando me uní a ella.; llevaba ya dieciocho meses como alumna de Mme. Delbène cuando me propusieron ambas que entrase en su sociedad, el día en que yo acababa de cumplir mis trece años. Euphrosine era morena, alta para su edad, muy delgada, con unos ojos muy bonitos, mucha gracia y vivacidad, pero menos bonita, mucho menos interesante que nuestra superiora.
No necesito deciros que la inclinación a la voluptuosidad es, en las mujeres recluidas, el único móvil de su intimidad; no es la virtud lo que las une; es el vicio; gustas a la que se inclina hacia ti, te conviertes en la amiga de la que te excita. Dotada del temperamento más vivo, desde la edad de nueve años había acostumbrado a mis dedos a que respondiesen a los deseos de mi cabeza, y, desde esta edad, no aspiraba más que a la felicidad de encontrar la oportunidad de instruirme y lanzarme a una carrera cuyas puertas me abría ya con tanta complacencia la naturaleza precoz. Euphrosine y Delbène me ofrecieron pronto lo que yo buscaba. La superiora, que quería hacerse cargo de mi educación, me invitó un día a comer... Euphrosine se hallaba allí, hacía un calor insoportable, y este ardor excesivo del sol les sirvió de excusa a ambas para el desorden en que las encontré: hasta tal punto era así que, excepto una blusa de gasa, sujeta simplemente con un gran lazo rosa, estaban prácticamente desnudas.
-Desde que entrasteis en esta casa -me dice Mme. Delbène, besándome negligentemente en la frente- estoy deseando conoceros íntimamente. Sois muy bella, parecéis inteligente, y las jóvenes que se parecen a vos tienen derechos seguros sobre mí... Enrojecéis, pequeño ángel; os lo prohíbo: el pudor es una quimera, resultado únicamente de las costumbres y de la educación, es lo que se llama un hábito; si la naturaleza ha creado al hombre y a la mujer desnudos, es imposible que al mismo tiempo les haya infundido aversión o vergüenza por aparecer de tal forma. Si el hombre hubiese seguido siempre los principios de la naturaleza, no conocería el pudor: verdad fatal que prueba, querida hija mía, que hay virtudes cuya cuna no es otra que el olvido total de las leyes de la naturaleza. ¡En qué quedaría la moral cristiana si escrutásemos de esta forma todos los principios que la componen! Pero ya charlaremos de todo esto. Hablemos hoy de otra cosa, y desvestíos como nosotras.
Después, acercándose a mí, las dos bribonas, riéndose, me pusieron pronto en el mismo estado que ellas. Entonces los besos de Mme. Delbène tomaron un carácter muy diferente... -¡Qué bonita es mi Juliette! -exclamó con admiración-; ¡cómo empieza a hincharse su delicioso y pequeño seno! Euphrosine: lo tiene más grande que el tuyo... y, sin embargo, apenas tiene trece años.
Los dedos de nuestra encantadora superiora acariciaban los pezones de mi seno, y su lengua se agitaba en mi boca. En seguida se dio cuenta de que sus caricias actuaban sobre mis sentidos con tal ímpetu que casi me sentía mal. -¡Oh, joder! -dijo, sin contenerse ya y sorprendiéndome por la energía de sus expresiones-. ¡Dios santo, qué temperamento! Amigas mías, dejemos de entorpecernos: ¡al diablo todo lo que todavía vela a nuestros ojos atractivos que la naturaleza no creó para que estuviesen ocultos!
A continuación, tirando las gasas que la envolvían, apareció a nuestra vista bella como la Venus que inmortalizaron los griegos. Imposible estar mejor hecha, tener una piel más blanca... más suave... unas formas más hermosas y mejor pronunciadas. Euphrosine, que la imitó casi en seguida, no me ofreció tantos encantos; no estaba tan rellena como Mme. Delbène; un poco más morena, quizás debía gustar menos en general; pero ¡qué ojos! ¡qué ingenio! Emocionada con tantos atractivos, muy solicitada por las dos mujeres que los poseían a que renunciase, como ellas, a los frenos del pudor, podéis creer que me rendí. Dentro de la más dulce embriaguez, la Delbène me lleva hasta su cama y me devora a besos. -Un momento -dice, toda encendida- un momento, mis buenas amigas, pongamos un poco de orden en nuestros placeres, sólo se goza de ellos planeándolos.
Tras estas palabras, me estira las piernas separándolas, y, acostándose en la cama boca abajo, con su cabeza entre mis muslos, me besa el sexo mientras que, ofreciendo a mi compañera las nalgas más hermosas que puedan contemplarse, recibe de los dedos de esta bonita muchacha los mismos servicios que me presta su lengua. Euphrosine, conocedora de los gustos de la Delbène, alternaba sus escarceos con vigorosos golpes sobre el trasero, cuyo efecto me pareció seguro sobre el físico de nuestra amable institutriz. Vivamente electrizada por el libertinaje, la puta devoraba el caudal que hacía brotar constantemente de mi pequeño coño. Algunas veces se paraba para mirarme... para observarme en el placer.
- ¡Qué hermosa es! -exclamaba la zorra-... ¡Oh! santo Dios, ¡qué interesante es! Sacúdeme, Euphrosine, menéame, amor mío; quiero morir embriagada de su jugo! Cambiemos todo -exclamaba un momento después-; querida Euphrosine, debes querer lo mismo de mí; no pienso devolverte todos los placeres que tú me das... Esperad, mis pequeños ángeles, voy a masturbaros a ambas a la vez.
Nos pone en la cama, una junto a la otra; siguiendo sus consejos, nuestras manos se cruzan, nos acariciamos mutuamente. Su lengua se introduce primero dentro de la crica de Euphrosine, y con sus manos nos cosquillea el agujero del culo; de vez en cuando deja la crica de mi compañera para venir a succionar la mía, y recibiendo cada una de esta forma tres placeres a la vez, podéis imaginar hasta qué punto echábamos copiosamente. Al cabo de unos momentos, la bribona nos da la vuelta. Le presentábamos nuestras nalgas, nos meneaba por debajo acariciándonos el ano. Alababa nuestros culos, los estrujaba, y nos hacía morir de placer. Saliendo de allí como una bacante: -Hacedme todo lo que yo os hago -decía- meneadme las dos a la vez; estaré entre tus brazos, Juliette, besaré tu boca, nuestras lenguas se juntarán... se apretarán... se chuparán. Me hundirás este consolador en la matriz -prosigue mientras me da uno-; y tú, Euphrosine mía, tú te encargarás de mi culo, me lo menearás con este pequeño instrumento; infinitamente más estrecho que mi crica, es todo lo que le hace falta... Tú, putuela mía continuó mientras me besaba- tú no abandonarás mi clítoris; éste es la verdadera sede del placer en las mujeres: frótalo hasta que salte, soy dura... estoy agotada, necesito cosas fuertes; quiero destilar mi flujo con vosotras, quiero descargar veinte veces seguidas, si puedo.
¡Oh Dios! ¡cómo le devolvimos lo que nos prestaba! Es imposible trabajar con más ardor para proporcionar placer a una mujer... imposible encontrar otra que lo saborease mejor. Nos entregamos. -Angel mío -me dice esta encantadora criatura- no puedo expresarte el placer que tengo en haberte conocido; eres una muchacha deliciosa; voy a asociarte a todos mis placeres, y verás que pueden saborearse algunos muy fuertes, aunque estemos privadas de la sociedad de los hombres. Pregunta a Euphrosine si está contenta conmigo. -¡Oh, amor mío!, ¡mis besos te lo probarán! -dice nuestra joven amiga precipitándose sobre el seno de Delbène-; a ti te debo el conocimiento de mi ser; tú has formado mi espíritu, lo has liberado de los estúpidos prejuicios de la infancia: sólo por ti existo en el mundo; ¡ah! ¡cuán feliz será Juliette, si te dignas tomarte las mismas molestias por ella. -Sí -respondió Mme. Delbène- sí, quiero encargarme de su educación, quiero disipar en ella, como lo hice en ti, esos infames vestigios religiosos que turban toda la felicidad de la vida, quiero reducirle a los principios de la naturaleza, y hacerle ver que todas las fábulas con las que han fascinado su alma no están hechas más que para ser despreciadas. Comamos, amigas mías, recuperémonos; cuando se ha descargado mucho, hay que reponer lo que se ha perdido.
Una comida deliciosa, que hicimos desnudas, nos devolvió enseguida las fuerzas necesarias para volver a empezar. Volvimos a masturbarnos... volvimos a sumergir nos las tres, mediante mil nuevas posturas, en los últimos excesos de la lubricidad. Cambiando constantemente de papel, algunas veces éramos las esposas de las que un momento después nos convertíamos en maridos, y, engañando de este modo a la naturaleza, la forzamos un día entero a coronar con sus voluptuosidades más dulces todos los ultrajes a los que la sometimos.
Pasó un mes de esta forma, al cabo del cual Euphrosine, enloquecida de libertinaje, dejó el convento y su familia para lanzarse a todos los desórdenes del putanismo y de la crápula. Volvió a vernos, nos pintó el cuadro de su situación y, demasiado corrompidas nosotras mismas para encontrar equivocado el camino que había tomado, nos abstuvimos de compadecerla o de aconsejarla que cambiase de rumbo. -Ha hecho bien -me decía Mme. Delbène-; he querido cien veces lanzarme a esa misma carrera, y lo hubiese hecho sin duda alguna si hubiese sentido dentro de mí que el gusto de los hombres superaba el gran amor que tengo por las mujeres; pero, mi querida Juliette, el cielo, al destinarme a una eterna clausura, me ha hecho muy feliz al no inspirarme más que un deseo muy mediocre por otro tipo de placeres que no sean los que me permite este retiro; es tan delicioso el placer que se dan las mujeres entre sí que no aspiro a casi nada más. Sin embargo, comprendo que pueda amarse a los hombres; entiendo a las mil maravillas que se haga cualquier cosa para conseguirlos; lo concibo todo en lo que se refiere al libertinaje... ¿Quién sabe si incluso no estaré por encima de lo que puede captar la imaginación? -Los primeros principios de mi filosofía, Juliette -continuó Mme. Delbène, que estaba muy apegada a mí desde la pérdida de Euphrosine- consisten en desafiar la opinión pública; no puedes imaginarte, querida mía, hasta qué punto me burlo de todo lo que puedan decir de mí ¿Y, por favor, cómo puede influir en la felicidad esta opinión del vulgo imbécil? Sólo nos afecta en razón de nuestra sensibilidad; pero si, a fuerza de sabiduría y de reflexión, llegamos a embotar esta sensibilidad hasta el punto de no sentir sus efectos, incluso en las cosas que nos afectan más directamente, será totalmente imposible que la opinión buena o mala de los otros pueda influir en nuestra felicidad. Esta felicidad debe estar dentro de nosotros mismos; no depende más que de nuestra conciencia, y quizás todavía un poco más de nuestras opiniones, que son las únicas en las que deben apoyarse las inspiraciones más firmes de la conciencia. Porque la conciencia -prosiguió esta mujer llena de inteligencia- no es algo uniforme; casi siempre es el resultado de las costumbres y de la influencia de los climas, puesto que es evidente que los chinos, por ejemplo, no sienten ninguna repugnancia por acciones que nos harían temblar en Francia. Luego, si este órgano flexible puede llegar a tales extremos, sólo en razón del grado de latitud, la verdadera sabiduría reside en adoptar un medio razonable entre extravagancias y quimeras, y en formarse opiniones compatibles a la vez con las inclinaciones que hemos recibido de la naturaleza y con las leyes del gobierno en que se vive; y tales opiniones deben crear nuestra conciencia. Por ello nunca es demasiado pronto para adoptar la filosofíaque se quiere seguir, ya que sólo ella forma nuestra conciencia, y a nuestra conciencia le corresponde regular todas las acciones de nuestra vida. -¡Cómo! -digo a Mme. Delbène- ¿habéis llevado esta indiferencia al punto de burlaros de vuestra reputación?
-Totalmente, querida mía; incluso confieso que interiormente gozo más con la convicción que tengo de que esta reputación es mala, que si supiese que es buena. ¡Oh Juliette! grábate bien esto: la reputación es un bien sin ningún valor, nunca nos compensa de los sacrificios que hacemos por ella. La que está celosa de su gloria experimenta tantos tormentos como la que la descuida: una tiene constantemente el temor de que se le escape, la otra tiembla por su despreocupación. Así pues, si hay tantas espinas en la carrera de la virtud como en la del vicio, ¿a qué viene atormentarse tanto por la elección, y a qué viene no entregarse plenamente a la naturaleza en lo que nos sugiere? -Pero, al adoptar estas máximas -objeté yo a Mme. Delbène- yo tendría miedo de romper demasiados frenos. -En verdad, querida mía -me respondió- ¡me gustaría tanto que me dijeras que tienes miedo de obtener demasiados placeres! Y entonces ¿cuáles son esos frenos? Atrevámosnos a considerarlos con sangre fría... Convenciones humanas, casi siempre promulgadas sin la sanción de los miembros de la sociedad, detestadas por nuestro corazón... contradictorias con el buen sentido: convenciones absurdas, que no tienen ninguna realidad más que para los tontos que quieren someterse a ellas, y que sólo son objeto de desprecio a los ojos de la sabiduría y de la razón... Charlaremos sobre todo esto. Te lo dije, querida mía: yo te educaré; tu candor e ingenuidad me demuestran que necesitas un guía en la espinosa carrera de la vida, y soy yo quien te serviré de guía. En efecto, no había nada más deteriorado que la reputación de Mme. Delbène. Una religiosa a la que yo estaba encomendada, disgustada por mis relaciones con la abadesa, me advirtió que era una mujer perdida; había corrompido a casi todas las pensionistas del convento, y mas de quince o dieciséis habían seguido, de acuerdo con su consejo, el mismo camino que Euphrosine. Me aseguraban que era una mujer sin fe, ni ley, ni religión, que pregonaba impúdicamente sus principios, y habrían tomado represalias contra ella de no ser por su dinero y su nacimiento. Yo me reía de estas exhortaciones; un sólo beso de la Delbène, uno sólo de sus consejos ejercían más fuerza sobre mí que todas las armas que pudiesen emplearse para separarme de ella. Aunque me llevase a un precipicio, me parecía que preferiría perderme con ella a instruirme con otra. ¡Oh amigos míos! Es delicioso alimentar este tipo de perversidad; arrastradas por la naturaleza hacia ella... si la razón fría nos aleja de ella por un instante, la mano de la voluptuosidad nos devuelve a esa perversidad y ya no podemos abandonarla.
Pero nuestra amable superiora no tardó en hacerme ver que no era yo la única que atraía su atención, y pronto me di cuenta de que había otras que compartían placeres en los que había más libertinaje que delicadeza. -Ven mañana a merendar conmigo -me dijo un día-; Elisabeth, Mme. de Volmar y Sainte-Elme estarán allí, seremos seis en total; quiero que hagamos cosas inconcebibles. -¡Cómo! digo yo- ¿así que te diviertes con todas esas mujeres? -Claro. ¡Y qué! ¿Acaso crees que me limito a esto? Hay treinta religiosas en esta casa; veintidós han pasado por mis manos; hay diecinueve novicias: sólo una me es todavía desconocida; vosotras sois sesenta pensionistas: solamente tres se me han resistido; las voy poseyendo a medida que llegan, y no les doy más de ocho días para pensarlo. ¡Oh Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia, ¡tiene que corromper todo lo que me rodea! Y la sociedad tiene una gran suerte en que yo me limite a esta dulce manera de hacer el mal; con mis inclinaciones y mis principios, quizás adoptase otra que sería mucho más fatal para los hombres. -¿Y qué harías tú, amada mía? -¡Y yo qué sé! ¿Acaso ignoras que los efectos de una imaginación tan depravada como la mía son como las riadas de un río que se desborda? La naturaleza quiere que provoquen desastres y lo hacen, no importa de qué manera. -¿No estarás atribuyendo -respondo a mi interlocutora- a la naturaleza lo que sólo es obra de la depravación? -Escúchame, ángel mío -me dice la superiora-, no es tarde y nuestras amigas no llegarán hasta las seis; quiero responder a tus frívolas objeciones antes de que lleguen. Nos sentamos. -Como no conocemos las inspiraciones de la naturaleza -me dice Mme. Delbène- más que por este sentido interno que llamamos conciencia, sólo mediante el análisis de la conciencia podremos llegar a profundizar con sabiduría en qué consisten los movimientos de la naturaleza que cansan, atormentan o hacen gozar a tal conciencia. Se llama conciencia, mi querida Juliette, a esa especie de voz interior que se eleva en nosotros por la infracción de algo prohibido, sea de la naturaleza que sea: definición muy simple y que, a primera vista, ya demuestra que esta conciencia no es más que la obra del prejuicio recibido por la educación, hasta tal punto que todo lo que se le prohíbe al niño le causa remordimientos en cuanto lo viola, y conserva esos remordimientos hasta que el prejuicio vencido le haya demostrado que no existía ningún mal real en la cosa prohibida. De la misma forma, la conciencia es pura y simplemente la obra de los prejuicios que nos infunden o de los principios que nos creamos. Esto es hasta tal punto cierto que es posible formarse con principios enérgicos una conciencia que nos atormentará, nos afligirá, siempre que no hayamos cumplido, en toda su extensión, todos los proyectos de diversiones, incluso viciosas... incluso criminales que nos habíamos prometido realizar para nuestra satisfacción. De aquí nace ese otro tipo de conciencia que, en un hombre por encima de todos los prejuicios, se eleva contra él cuando, para llegar a la felicidad, ha tomado un camino contrario al que debía conducirle a ella de una forma natural. Así, según los principios que nos hayamos construido, podemos arrepentirnos igualmente o de haber hecho demasiado mal o de no haberlo hecho en un grado suficiente. Pero tomemos la palabra en su acepción más simple y más común; en este caso, el remordimiento, es decir, el órgano de esta voz interior que acabamos de llamar conciencia, es una debilidad totalmente inútil, y cuya influencia debemos ahogar con toda la fuerza de que seamos capaces; porque el remordimiento, una vez más, sólo es obra del prejuicio engendrado por el temor de lo que puede sucedernos después de haber hecho algo prohibido, sea de la naturaleza que sea, sin examinar si está bien o mal. Eliminad el castigo, cambiad la opinión, aniquilad la ley, eliminad la influencia del clima en el sujeto, él crimen seguirá existiendo, pero el individuo no tendrá ya remordimientos. Así pues, el remordimiento no es más que una reminiscencia fastidiosa, resultado de las leyes y de las costumbres adoptadas, pero que de ninguna manera depende de la especie del delito. Y si no fuese así, ¿sería posible apagarlo? Y, sin embargo, ¿no es muy cierto que se consigue esto, incluso con las cosas que pueden tener las más graves consecuencias, en razón de los progresos del espíritu y de la forma en que se esfuerza uno por la extinción de sus prejuicios; de suerte que, a medida que estos prejuicios desaparecen con la edad, o que la costumbre de las acciones que nos hacían temblar llega a endurecer la conciencia, el remordimiento, que era tan sólo el efecto de la debilidad de esta conciencia, se aniquila completamente, y se llega así, en la medida que se desee, a los excesos más terribles? Pero quizás se me objete que la clase de delito debe hacer más o menos fuerte el remordimiento. Sin duda, porque el prejuicio de un gran crimen es más fuerte que el de uno pequeño... el castigo de la ley más severo; pero aprended a destruir todos los prejuicios por igual, aprended a poner todos los crímenes al mismo nivel, y, al convenceros de su igualdad, sabréis conformar el remordimiento a éstos, y, como habréis aprendido a hacer frente al más pequeño remordimiento, pronto aprenderéis a vencer el arrepentimiento más fuerte y a cometer todos los crímenes con igual sangre fría... Mi querida Juliette, el hecho de que estemos persuadidos del sistema de la libertad y digamos: ¡qué desgraciado soy por no haber actuado de manera diferente!, es lo que hace que sintamos remordimientos después de una mala acción. Pero si quisiésemos convencernos de que este sistema de libertad es una quimera, y que una fuerza más poderosa que nosotros nos empuja a todo lo que hacemos, si quisiésemos convencernos de que todo es útil en el mundo, y que el crimen del que nos arrepentimos se ha hecho para la naturaleza tan necesario como la guerra, la peste o el hambre con las que ella asola periódicamente los imperios, nos sentiríamos infinitamente más tranquilos acerca de todas las acciones de nuestra vida, y ni siquiera concebiríamos el remordimiento; y mi querida Juliette no diría que me equivoco atribuyendo a la naturaleza lo que sólo debe ser efecto de mi depravación. Todos los efectos morales -prosiguió Mme. Delbène responden a causas físicas. a las que están encadenados irresistiblemente. Es el sonido que resulta del choque del palillo con la piel del tambor: si no hay causa física, no hay choque, y, necesariamente, no hay efecto moral, es decir, no se produce el sonido. Ciertas disposiciones de nuestros órganos, el fluido nervioso más o menos irritado por la naturaleza de los átomos que respiramos... por el tipo o la cantidad de partículas nitrosas contenidas en los alimentos que tomamos, por el curso de los humores, y por otras mil causas externas, determinan a un hombre al crimen o la virtud y a ambos a la vez, con frecuencia en un mismo día: este es el choque del palillo, el resultado del vicio o de la virtud; cien luises robados del bolsillo de mi vecino, o dados del mío a un desgraciado, es el efecto del choque, o el sonido. ¿Somos dueños dé estos segundos efectos, cuando los necesitan las primeras causas? ¿Puede ser tocado el tambor sin que resulte de aquí un sonido? ¿Y podemos oponernos nosotros a este choque cuando él mismo es el resultado de cosas tan extrañas a nosotros, y tan dependientes de nuestra organización? Así pues, es una locura, una extravagancia, no hacer todo lo que nos apetece, y arrepentirnos de lo que hemos hecho. Según esto, el remordimiento no es más que una pusilánime debilidad que debemos vencer, en la medida que dependa de nosotros, por la reflexión, el razonamiento y la costumbre. Por otra parte, ¿qué cambio puede aportar el remordimiento a lo que se ha hecho? No puede disminuir su daño, puesto que nunca llega más que una vez cometida la acción; rara vez impide que se cometa de nuevo, y, por consiguiente, no sirve para nada. Una vez que se ha hecho el daño, suceden necesariamente dos cosas: o es castigado o no lo es. En esta segunda hipótesis, el remordimiento sería con toda seguridad una tontería vergonzosa: porque ¿de qué serviría arrepentirse de una acción, fuese de la naturaleza que fuese, que nos haya aportado una satisfacción muy intensa y que no haya tenido ninguna consecuencia enojosa? En un caso así, arrepentirse del daño que esta acción haya podido causar al prójimo sería amarlo más que a uno mismo, y es totalmente ridículo sentir lástima por la pena de los otros, cuando esta pena nos ha proporcionado placer, cuando nos ha servido, agradado, deleitado, en el sentimiento que sea. Consiguientemente, en este caso, el remordimiento no tiene razón de ser. Si la acción es descubierta y castigada, entonces, si queremos realmente analizarnos, tendremos que reconocer que no nos arrepentimos del daño causado al prójimo con nuestra acción, sino de la torpeza con que la hemos realizado para que haya sido descubierta; y entonces, sin duda, nos entregamos a las reflexiones resultantes de la lamentación de esta torpeza... sólo para aprender de ellas una mayor prudencia, si el castigo os deja vivir; pero estas reflexiones no son remordimientos, porque el remordimiento real es el dolor producido por el que se ha ocasionado a los otros, y las reflexiones de las que hablamos no son mas que los efectos del dolor producido por el daño que se hace uno mismo: lo que hace ver la extrema diferencia que existe entre cada uno de estos sentimientos, y, al mismo tiempo, la utilidad de uno y la ridiculez del otro. Cuando llevamos a cabo una mala acción, por muy atroz que pueda ser, ¡cómo nos compensa del daño que ha producido sobre nuestro prójimo la satisfacción que nos proporciona, o el beneficio que obtenemos de ella! Antes de cometer esta acción, ya habíamos previsto el daño que resultaría para los otros; sin embargo, este pensamiento no nos ha detenido: al contrario, con frecuencia nos produce placer. La mayor tontería que puede hacerse es insistir sobre este pensamiento una vez cometida la acción, o dejarle que actúe dentro de nosotros de manera diferente. Si esta acción influye en que nuestra vida sea desgraciada, porque ha sido descubierta, pongamos todo nuestro empeño en descubrir, en analizar las causas que han permitido que fuese descubierta; y sin arrepentirnos de algo que no podíamos hacer de otra forma, pongamos todo en práctica para que en el futuro no nos falte la prudencia, extraigamos de la desgracia que ha podido sobrevenirnos por esta equivocación la experiencia necesaria para mejorar nuestros medios, y asegurarnos en adelante la impunidad, corriendo un tupido velo sobre el involuntario desorden de nuestra conducta. Pero nunca llegaremos a extirpar los principios por vanos e inútiles remordimientos, porque ésta mala conducta, esta depravación, estos extravíos viciosos, criminales o atroces, nos han complacido, nos han deleitado, y no debemos privarnos de algo agradable. Sería como la locura de un hombre que porque un día le hubiese sentado mal la cena, quisiera dejar de cenar para siempre. La verdadera sabiduría, mi querida Juliette, no consiste en reprimir los vicios, porque, siendo los vicios casi la única felicidad de nuestra vida, sería un verdugo de sí mismo el que quisiera reprimirlos; la sabiduría consiste en entregarse a ellos con tal misterio, con tan grandes precauciones, que nunca *nos puedan sorprender. Y que nadie tema que esto disminuirá sus delicias: el misterio aumenta el placer. Por otra parte, una conducta semejante asegura la impunidad, ¿y no es la impunidad el alimento más delicioso de los libertinajes?
Una vez que te he enseñado a dominar el remordimiento nacido del dolor de haber hecho el mal con demasiada evidencia, es esencial, mi querida amiga, que ahora te indique la manera de extinguir totalmente en uno esta voz confusa que, en los momentos de reposo de las pasiones, viene todavía algunas veces a protestar contra los extravíos a 'os que nos condujeron aquéllas; ahora bien, esta manera es tan segura como dulce, puesto que consiste en repetir tan a menudo lo que nos ha provocado los remordimientos que la costumbre de cometer esta acción, o de combinarla, impida toda posibilidad de lamentarse por ella. Esta costumbre, al aniquilar el prejuicio, al obligar a nuestra alma a moverse con frecuencia en la forma y la situación que primitivamente le desagradaban, acaba por hacerle fácil el nuevo estado adoptado, e incluso delicioso. El orgullo sirve de ayuda; no sólo hemos hecho algo que nadie se atrevería a hacer, sino que además nos hemos acostumbrado de tal forma a ello que ya no podemos existir sin esa cosa: éste es un primer goce. La acción cometida engendra otra; ¿y quién duda de que esta multiplicación de placeres no acostumbra pronto al alma a plegarse a la forma de ser que debe adquirir, por muy penoso que haya podido parecerle, al comenzar, la situación forzada en la que le ponía esta acción?
¿No sentimos lo que te digo en todos los pretendidos crímenes presididos por la voluptuosidad? ¿Por qué no nos arrepentimos nunca de un crimen de libertinaje? Porque el libertinaje pronto se convierte en una costumbre. Lo mismo puede decirse de todos los otros extravíos; como la lubricidad, todos pueden transformarse fácilmente en hábito, y, como la lujuria, todos pueden provocar en el sistema nervioso una excitación que, muy semejante a esta pasión, puede llegar a ser tan deliciosa como ella, y por consiguiente, como ella, metamorfosearse en necesidad.

Juliette - Marqués De SadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora