Electrizada por este discurso, me arrojo a los brazos de mi amiga; le doy mil gracias por los cuidados que se toma por mi educación.
- ¡Te debo más que la vida, mi querida Delbène! -exclamé- porque ¿qué es la existencia sin la filosofía? ¿Acaso merece la pena vivir cuando se languidece bajo el yugo de la mentira y de la estupidez?
Bien -proseguí con calor- ahora me siento digna de ti, y sobre tu seno juro por lo más sagrado que nunca más volveré a las quimeras que tu tierna amistad acaban de destruir en mí. Sigue enseñándome, dirigiendo mis pasos hacia la felicidad; me entrego a tus consejos; harás de mí lo que quieras, y ten por seguro que nunca habrás tenido una alumna más ardiente, ni más sumisa que Juliette.
La Delbène estaba embriagada: para un espíritu libertino, no hay mayor placer que el hacer prosélitos. Se goza con los principios que se inculcan; se deleitan con mil sentimientos diversos al ver a los otros entregarse a la corrupción que nos mina. ¡Ah_!, ¡cómo se ama esa influencia obtenida sobre su alma, obra únicamente de nuestros consejos y nuestras seducciones! Delbène me devolvió todos los besos con los que yo la colmaba; me dijo que me convertiría en una muchacha perdida, como ella, una muchacha sin costumbres, una atea, y que ella, como única causante de mi desorden, tendría que responder ante Dios del alma que le robaba. Y al ser sus caricias cada vez más ardientes, pronto encendimos el fuego de las pasiones con la llama de la filosofía.
-Toma -me dice Delbène puesto que quieres ser desvirgada, voy a satisfacerte al momento.
Borracha de lujuria, la bribona se arma al punto con un consolador; me excita para adormecer en mí el dolor que, dice ella, va a causarme, y a continuación me embiste tan terriblemente que mi virginidad desapareció al segundo golpe. No puede decirse lo que sufrí; pero, a los punzantes dolores de esta terrible operación, pronto sucedieron los más dulces placeres. Delbène, a la que nada agotaba, estaba lejos de sentirse cansada; abrazada a mí, su lengua sumergida en mi boca, y acariciando mi trasero con sus manos, hacía una hora que yo descargaba en sus brazos, cuando al fin le pedí una tregua. -Devuélveme todo lo que acabo de hacerte -me dijo en seguida-... estoy devorada por la lujuria, yo no he gozado mientras tú te deleitabas; quiero descargar a mi vez.
De querida amada me convertí en el amante más apasionado: encoño a Delbène, la froto. ¡Dios!, ¡qué extravío! Ninguna mujer había sido tan digna de ser amada, ninguna se había dejado llevar por el placer como ella; diez veces seguidas se extasió la bribona en mis brazos, creí que se derretiría en flujo.
-¡Oh amada mía! -le digo-, ¿no es cierto que cuanta más inteligencia se tiene mejor se
saborean las delicias de la voluptuosidad? -Evidentemente -me respondió Delbène- y la razón de eso es muy sencilla: la voluptuosidad no admite ninguna cadena, nunca goza mejor que cuando las ha roto todas; ahora bien, cuanto más inteligente es un ser, más cadenas rompe: luego el hombre inteligente será más propicio que ningún otro para los placeres del libertinaje. -Creo que la extrema delicadeza de los órganos también contribuye mucho a ello respondí. -No hay duda --dice Mme. Delbène-: cuanto más pulido está el espejo, mejor recibe y refleja los objetos que se le presentan.
Por fin, agotadas ambas, recordé a mi instructora la promesa que me había hecho de desvirgar a Laurette. -No la he olvidado en absoluto -me respondió Mme. Delbène-, es para esta noche. En cuanto todas estén en los dormitorios, tú te escaparás, Volmar y Flavie harán otro tanto. No temas por lo demás; ahora ya estás iniciada en nuestros misterios: mantente firme, sé valiente, Juliette, y te haré ver cosas asombrosas. Dejé a mi amiga para volver a la casa; pero pensad cuál no sería mi sorpresa cuando oí contar que una pensionista se había escapado del convento; enseguida pregunté su nombre: era Laurette. -¡Laurette! -exclamé-; escapada: ¡Oh Dios!, con la que yo contaba; ella, que me había encendido hasta tal punto!... Pérfidos deseos, así pues, ¿os habré concebido en vano? Pido más detalles, nadie puede dármelos; vuelo hasta Delbène para informarla, su puerta está cerrada, me es imposible hallarla antes de la hora a la que me ha citado. ¡Cuán larga me pareció esta hora! Por fin suena; Volmar y Flavie se me habían adelantado; estaban ya en el cuarto de Delbène (3).
(3) No olvidemos que Volmar es una encantadora religiosa de veintiún años v que Flavie es tina pensionista de dieciséis, con el rostro más delicioso que pueda imaginarse. -Y bien -digo a la superiora-, ¿cómo cumplirás la palabra que me diste? Laurette no está aquí: ¿por quién sustituirla ahora? Y después, con un poco de acritud: -¡Ah! Ya veo claramente que nunca gozaré del placer que me has prometido. -Juliette -me dice Mme. Delbène con aspecto muy serio--, la primera de las leyes de la amistad es la confianza: si quieres ser de las nuestras, querida, tienes que ser más reservada y menos suspicaz. ¿Sería verosímil que yo te hubiese prometido un placer que no pudiese hacerte saborear? ¿Y no debía creerme con la suficiente habilidad... creerme con el suficiente crédito en esta casa para que, al depender solamente de mí los medios de estas voluptuosidades, nunca tuvieses que temer no gozar de ellos? Síguenos, todo está en orden. ¿Acaso no te había dicho que te haría ver cosas singulares? Delbène enciende una pequeña linterna; va delante de nosotras; Volmar, Flavie y yo la seguimos. Una vez que llegamos a la iglesia, ¡cuál no sería mi asombro al ver que la superiora abre una tumba y penetra en el asilo de los muertos! Mis compañeras la siguen en silencio; doy muestras de un cierto terror, Volmar me tranquiliza; Delbène vuelve a bajar la piedra. Y hénos aquí en los subterráneos destinados a servir de sepultura a todas las mujeres que muriesen en el convento. Avanzamos, levantan una piedra, y después de bajar unos quince o dieciséis escalones, llegamos a una especie de sala con techo bajo artísticamente decorada, que se ventilaba con aire del jardín. ¡Oh amigas mías! Adivinad quién estaba allí...
Laurette, preparada como las vírgenes que antiguamente se inmolaban en el templo de Baco... el abad Ducroz, vicario del arzobispado de París, hombre de unos treinta años, con un rostro muy agradable, encargado especialmente de la vigilancia de Panthémont, y el padre Téléme, religioso, moreno, guapo, de treinta años, confesor de las novicias y las pensionistas.
-Tiene miedo -dice Delbène acercándose a ambos hombres y presentándome a ellosaprende, joven inocente -continuó mientras me besaba- que sólo nos reunimos aquí para joder... para entregarnos a horrores... a atrocidades. Si nos sumergimos en el fondo de la región de los muertos, es para estar lo más lejos posible de los vivos. Cuando se es tan libertino, tan depravado, tan criminal, se desearía estar en las entrañas de la tierra, con el fin de poder huir mejor de los hombres y de sus absurdas leyes. Por muy adelantada que estuviese yo en la carrera de la lubricidad, confieso que este principio me intimidó.
-¡Oh cielos! -digo completamente emocionada ¿qué vamos a hacer en estos subterráneos?
-Crímenes -me dice Mme. Delbène-; vamos a mancharnos con ellos ante tus ojos, vamos a enseñarte a que nos imites... ¿Temes alguna debilidad?... ¿Me habré equivocado al responder de ti?
-No temas -respondí yo con prontitud-, juro entre tus manos que no me aterrorizaré por lo que pueda ocurrir. Enseguida, Delbène ordena a Volmar que me desnude.
-Tiene el culo más bonito del mundo -dice el gran vicario en cuanto me ha visto completamente desnuda. Y enseguida cubren mis nalgas con besos... caricias, después, pasando una de sus manos por mi montecillo, el hombre de Dios trataba de que su miembro pudiese frotarse fuertemente contra mi trasero para excitarse lúbricamente: pronto penetra casi sin trabajo, y en ese mismo momento Télème enfila mi coño. Los dos se corren, y confieso que los sigo enseguida. Juliette -me dice la superiora- acabamos de proporcionarte los dos mayores placeres de los que puede gozar una mujer: es preciso que nos digas con toda franqueza con cuál de los dos te has deleitado mejor.
-En verdad, señora -respondí-, ambos me han dado tanto placer que me sería imposible pronunciarme al respecto. Todavía siento, por reminiscencia, sensaciones al mismo tiempo tan confusas y voluptuosas que difícilmente podría asignarles su verdadero valor.
-Hay que hacerla recomenzar -dice Télème- el abad y yo cambiaremos nuestros ataques, rogaremos a la bella Juliette que examine sus sensaciones, y nos dé un informe más exacto de ellas. -¡Y bien! de buena gana -respondí-, creo como vos que sólo recomenzando me será posible decidir.
-Es encantadora -dice la superiora-; tiene madera para que hagamos de ella la putilla más bonita que hemos formado desde hace mucho tiempo. Pero es preciso disponer todo esto no solamente para que Juliette goce deliciosamente, sino además para que repercuta sobre nosotros algo de los placeres que va a experimentar.
Como consecuencia de estos libertinos proyectos, así es cómo se dispuso el cuadro: Télème, que acababa de joder mi coño, se colocó en mi culo; lo tenía un poco más gordo que su compañero, pero, sin duda la naturaleza me ha creado para estos placeres, porque no sufrí la diferencia, siendo tan novicia como era.
Yo estaba tendida boca abajo sobre la superiora, de forma que mi clítoris reposase sobre su boca, y la bribona, cómodamente tumbada en el suelo, lo chupaba separando los muslos. Entre sus piernas, Laurette, inclinada, le devolvía lo que me hacía a mí, y el placer que la zorra recibía, lo hacía repercutir voluptuosamente sobre Volmar y Flavie, a las que masturbaba a derecha e izquierda. Ducroz, detrás de Laurette, se restregaba ligeramente sobre sus nalgas, pero sin penetrar dentro: el honor del uno y la virginidad del otro, de esta muchacha, me pertenecían exclusivamente.
Todas las escenas de fornicación comienzan con un momento de calma: parece que se quiera saborear la voluptuosidad por entero y que se tema dejarla escapar al hablar. Me habían aconsejado que gozase con atención, con el fin de comparar; yo estaba en un éxtasis delicioso; y tengo que confesar que los increíbles placeres que recibía de las vivas y reiteradas sacudidas del pene de Télème en el agujero de mi culo, las angustias lúbricas en que me sumergían los lengüetazos de la abadesa sobre mi clítoris, las escenas lujuriosas por las que estaba rodeada, por último, tantos episodios lascivos juntos, tenían a mis sentidos en un delirio en el que habría querido vivir eternamente.
Télème fue el primero que trató de hablar, pero sus susurros, sus suspiros entrecortados, expresaban mucho menos sus ideas que su desorden. Todo lo que pudimos comprender es que juraba mucho, y que el extremado calor y la presión de mi ano le hacían saborear grandes placeres.
-¡Estoy listo para correrme en el más divino de los traseros! -exclamó por fin-; no sé si Juliette se deleitará más con el recibimiento de mi semen en su culo que con la eyaculación en su coño; pero en lo que a mí respecta, juro que siento mil veces más sodomizándola de lo que sentí en el fondo de su vagina.
-Es cuestión de gustos -dice Ducroz, que se excitaba con el culo de Laurette y besando a Flavie.
-Es filosofía, es razón -dice Volmar excitada fuertemente por Delbène y lengüeteando a
Ducroz- aunque mujer, pienso igual, y juro que si yo fuese hombre no jodería nunca más que por el culo.
Y la voluptuosa criatura se corre nada más pronunciar estas impuras palabras. Téléme la sigue al momento; se pone furioso; al volver mi cabeza hacia él, sumerge su lengua en mi boca; Delbène me chupa tan voluptuosamente mientras tanto que yo me abandono. Quiero gritar de placer, pero la cosquilleante lengua de Téléme rechaza mis palabras, el libertino se traga mis suspiros; inundo los labios y el gaznate de mi chupadora quien, a su vez, lanza torrentes en la boca de Laurette; pronto se une a nosotros Flavie, y la encantadora libertina pierde su jugo jurando como un carretero.
-Pasemos a otra cosa dice Delbène levantándose-. Ducroz, encoña a Juliette; ella se acostará en vuestros brazos; Volmar, igualmente boca abajo, le acariciará el culo; yo me deslizaré debajo de Volmar para succionarle el clítoris; mientras que Téléme me encoña, Flavie se las arreglará con Téléme, el cual acariciará el coño de Laurette, y todo esto mientras me jode.
Nuevas libaciones a Cypris pusieron fin a esta segunda prueba, y me preguntaron.
-¡Oh amiga mía! -digo a Delbène que me preguntaba- puesto que tengo que responder la verdad, diré, que el miembro que se ha introducido en mi trasero me ha producido sensaciones infinitamente más agudas y más delicadas que el que ha recorrido mi delantero.
Soy joven, inocente, tímida, poco acostumbrada a los placeres con los que acabo de ser colmada; puede ser que me equivoque sobre la especie y la naturaleza de estos placeres en sí mismos, pero me habéis preguntado lo que he sentido y os lo digo.
-Vena besarme, ángel mío -me dice Mme. Delbéne eres una muchacha digna de nosotros.
No hay duda -prosiguió con entusiasmo- no hay duda de que no existe ningún placer comparable al del culo: ¡desgraciadas las muchachas lo suficientemente simples, suficientemente imbéciles, para no atreverse a estos lúbricos extravíos: nunca serán dignas de hacer sacrificios a Venus, y nunca la diosa de Pafos las llenará de favores (4)!
(4) Dulces y voluptuosas criaturas a las que el libertinaje, la pereza o la adversidad reduce a la lucrativa y deliciosa posición de putas, imbuíos de estos consejos; podéis ver que sólo son el fruto de la sabiduría y la experiencia; fornicad por el culo, amigas mías, es el único medio de enriqueceros y de divertiros.
Esposas delicadas y sensibles, recibid el mismo consejo; convertíos en Proteas con vuestro maridos, si queréis retenerlos.
-¡Ah! que me den por el culo -exclama la puta arrodillándose sobre un canapé-. Volmar, Flavie, Juliette, armaos con consoladores; vosotros, Ducroz y Téléme, excitaos, que vuestros pitos se entrelacen con los miembros postizos de estas zorras; aquí está mi culo: ¡jodedlo todos! Laurette estará delante de mí durante este tiempo y le haré todo lo que se me pase por la cabeza.
Se obedecen sus órdenes. Por la forma en que la libertina recibe tales ataques, se ve fácilmente hasta qué punto está acostumbrada a ellos; mientras uno de los actores la trabaja, otro, inclinándose sobre ella, le frota el clítoris o la parte interna del monte.
La voluptuosidad aumenta con la unión de ambos actos; no es completa hasta que una dulce masturbación por delante viene a dar, a las intromisiones del culo, la sal picante que puede resultar de este goce. A fuerza de excitación, Delbène se puso furiosa; las pasiones hablaban impetuosamente en esta mujer ardiente, y no tardamos en darnos cuenta de que la pequeña Laurette servía más bien a sus furores que a sus caricias; la mordía, le daba pellizcos, la arañaba.
- ¡Santo cielo! -exclamó al fin, sodomizada por Teléne, acariciada por Volmar- ¡Oh! ¡joder, me corro!
¡me habéis hecho morir de voluptuosidad! Sentémonos y hablemos. No está todo en sentir emociones, hay que analizarlas además. Algunas veces, es tan dulce saber hablar de ellas como gozarlas, y cuando ya no se puede más en este sentido, es divino lanzarse al otro. Hagamos un círculo. Juliette, cálmate, ya leo tu inquietud en tus miradas; ¿acaso tienes miedo de que faltemos a la palabra? Esta es tu víctima -continuó, mostrándome a Laurette-; la encoñarás, le darás por el culo, no hay ninguna duda: las promesas de los libertinos son sólidas como su desenfreno. Téléme, y vos, Ducroz, poneos cerca de mí; quiero manosear vuestros penes mientras hablo, quiero hacer que se erecten, quiero que la energía que encuentren bajo mis dedos se comunique a mis discursos, y veréis cómo crece mi elocuencia, no como la de Cicerón, en razón de los movimientos del pueblo que rodea la tribuna en las arengas, sino como la de Safo, en proporción al flujo que obtenía de Damofila.
Confieso --nos dice Delbène, una vez que se puso en estado de discurrir- que no hay nada en el mundo que me asombre tanto como la educación moral que se da a las jóvenes: parece que los principios que se les inculca no tienen otro fin que contrariar en ellas todos los movimientos de la naturaleza. Me gustaría que alguno me respondiese para qué sirve una mujer buena en el mundo, y si hay algo más inútil que esas prácticas de virtud con las que no dejan de aturdir a nuestro sexo: existimos en dos situaciones en las que se recomiendan tales prácticas, y voy a intentar probar su inutilidad en ambas épocas de nuestra vida.
¿Para qué sirve, pregunto, que una muchacha conserve su virginidad hasta su matrimonio? ¿Y cómo puede llevarse la extravagancia hasta el punto de creer que una criatura femenina debe valer más por el hecho de que tenga una parte de su cuerpo un poco más o menos abierta? ¿Con qué objeto ha creado la naturaleza a todos los humanos? ¿Acaso no es para ayudarse mutuamente, y por consiguiente para proporcionarse todos los placeres que dependen de ellos? Ahora bien, si es cierto que un hombre debe esperar grandes placeres de una muchacha, ¿no contrariáis las leyes de la naturaleza imponiendo a esta pobre muchacha una virtud feroz que le prohíbe prestarse a los deseos impetuosos de este hombre? ¿Podéis permitiros semejante barbarie sin justificarla con algo? Ahora bien, ¿qué me alegáis para convencerme de que esta muchacha hace bien en guardar su virginidad? ¿Vuestra religión, vuestras costumbres, vuestros hábitos? ¿Y hay algo, por favor, más despreciable que todo esto? No hablo de la religión, os conozco lo suficiente a todos como para estar convencida del poco caso que la hacéis. Pero las costumbres, ¿qué son las costumbres, me atrevo a preguntaros? Me parece que se llama así al tipo de conducta de los individuos de una nación, entre sí y con los otros. Ahora bien, estas costumbres, estaréis de acuerdo con esto, deben estar basadas en la felicidad individual; si no aseguran esta felicidad, son ridículas; si la ahogan, son atroces, y una nación inteligente debe trabajar por la rápida reforma de estas costumbres, desde el momento en que ya no sirven para la felicidad general. Ahora bien, pido que se me pruebe que hay algo en nuestras costumbres francesas que, relativo al placer de la carne, pueda cooperar a la felicidad de la nación: ¡en virtud de qué obligáis a esta joven a conservar su virginidad, a pesar de la naturaleza, que le dicta que la pierda, y a pesar de su salud, que la prudencia trastorna! Me responderéis que es para que llegue pura a los brazos de su esposo: pero esta pretendida necesidad, ¿es otra cosa que la historia de los prejuicios? ¡Qué!, ¿es preciso que esta desgraciada se sacrifique diez años para que un hombre goce del frívolo placer de cosechar primicias; es preciso que apene a quinientos individuos para deleitar tristemente a uno solo? ¡Dónde se ha inmolado el interés general más cruelmente que en leyes tan absurdas! ¡Vivan para siempre las naciones que, lejos de estas puerilidades, no estiman a las jóvenes de nuestro sexo más que en razón de sus desórdenes! Sólo en esta multiplicidad reside la verdadera virtud de una muchacha: cuanto más se entrega, mas digna es de ser amada; cuanto más jode, más felices hace, y más útil es a la felicidad de sus conciudadanos. Por consiguiente, que renuncien, estos bárbaros maridos, al vano placer de coger una rosa, derecho despótico que sólo se arrogan a expensas de la felicidad de los otros hombres; que dejen de subestimar a una muchacha que, al no conocerlos, no pudo esperarlos para hacerles el presente de lo más precioso que tenía, ¡y que ciertamente no lo sería si hubiese consultado a la naturaleza! ¿Examinamos la necesidad de la virtud de los seres de nuestro sexo bajo su segundo aspecto, quiero decir, cuando estamos casadas? Esto nos conduce al adulterio, y quiero tratar a fondo este pretendido delito.
Nuestras costumbres, nuestras religiones, nuestras leyes, todas esas viles consideraciones locales no merecen ninguna consideración en este examen: la cuestión no estriba en saber si el adulterio es un crimen a los ojos del lapón que lo permite, o del francés que lo prohíbe, sino en si la humanidad y la naturaleza se sienten ofendidas por esta acción. Para poder admitir semejante hipótesis, sería necesario desconocer la extensión de los deseos físicos con los que esta madre común de los hombres ha dotado a ambos sexos. Sin duda, si un hombre bastase a los deseos de una sola mujer, o que una mujer pudiese contentar los ardores de un solo hombre, entonces, en esta hipótesis, todo lo que violase la ley ultrajaría también a la naturaleza. Pero si la inconstancia y la insaciabilidad de estos deseos son tales que la pluralidad de hombres sea tan necesaria a la mujer como la de mujeres a los hombres, me confesaréis que, en este caso, toda ley que se oponga a sus deseos se vuelve tiránica y se aleja visiblemente de la naturaleza. Esta falsa virtud a la que se da el nombre de castidad, al ser con toda seguridad el más ridículo de todos los prejuicios, en la medida en que esta manera de ser no coopera en nada a la felicidad de los otros y perjudica infinitamente la prosperidad general, puesto que las privaciones que impone esta virtud son necesariamente muy crueles, esta falsa virtud, repito, al ser el ídolo al que se inciensa, con el temor de que cometa adulterio, debe ser colocada, por todo ser sensato, entre los frenos más odiosos con los que el hombre ha querido cargar a las inspiraciones de la naturaleza. Atrevámonos a descubrir el velo; la necesidad de fornicar no es de menor importancia que la de beber y comer, y estas dos últimas se permiten sin la menor restricción. Estamos completamente seguros de que el origen del pudor no fue más que un refinamiento lujurioso: se estaba de acuerdo con desear durante más tiempo para excitarse más, y en seguida los estúpidos tomaron por una virtud lo que no era más que un refinamiento del libertinaje (5). Es tan ridículo decir que la castidad es una virtud, como lo sería el pretender que también lo es el privarse de alimentación. Que se observe con cuidado: casi siempre es la necia importancia que ponemos en cierta cosa lo que acaba por erigirla en virtud o en vicio; renunciemos a nuestros imbéciles prejuicios sobre esto; que sea tan simple decir a una muchacha, a un muchacho, o a una mujer, que se tiene ganas de divertirse con ella, como lo es, en una casa extraña, pedir los medios de apaciguar su hambre o su sed, y pronto veréis que el prejuicio desaparecerá, que la castidad dejará de ser una virtud y el adulterio un crimen. ¡Y!, ¿qué daño hago, por favor, qué ofensa cometo, al decir a una hermosa criatura, cuando me encuentro con ella: ¿me prestáis un momento la parte de vuestro cuerpo que puede satisfacerme?, y gozad, si eso os complace, de la parte que pueda seros más agradable del, mío.
(5) El hombre no se ruboriza por nada cuando está solo; el pudor empieza en él sólo cuando se le sorprende, lo que prueba que el pudor es un prejuicio ridículo, absolutamente desmentido por la naturaleza. El hombre nació impúdico, la impudicia pertenece a la naturaleza; la civilización puede cambiar estas leyes, pero nunca las ahoga en el alma del filósofo. Huminem planto, decía Diógenes mientras jodía a la orilla de un camino. ¿Y por qué ocultarse cuando se planta a un hombre más que cuando se planta una col?
¿En qué puede dañar mi proposición a esta criatura, cualquiera que pueda ser? ¿En qué medida se perjudicará aceptándola? Si yo no tengo nada de lo que necesita para ser complacida, entonces que el interés sustituya al placer, y que, mediante una compensación convenida, me conceda al instante el goce de su cuerpo, y que se me permita emplear la fuerza y todos los malos tratos que trae consigo, si, satisfaciéndola en la medida que pueda, con mi bolsa o con mi cuerpo, no se atreve a darme al momento lo que estoy en mi derecho de exigirle. Sólo ella ofende a la naturaleza negando lo que puede satisfacer a su prójimo: no la ultrajo yo cuando propongo comprar lo que me conviene de ella, y pagar lo que me cede al precio que ella pueda desear. ¡Y no, no!, una vez más, la castidad no es una virtud; no es más que una convención, cuyo origen primero no fue más que un refinamiento del libertinaje; no está de ninguna manera en la naturaleza, y una muchacha, o un muchacho, una mujer que concediese sus favores al primero que llega, que se prostituyese con descaro en todos los sentidos, en todos los sitios, a cualquier hora, sólo cometería algo contrario, estoy de acuerdo con eso, a los hábitos del país en que quizás habite ese individuo; pero no ofendería en nada ni a su prójimo, al que más que ultrajar lo serviría, ni a la naturaleza, siguiendo a la cual no ha hecho más que complacerla al entregarse a los últimos excesos del libertinaje. Estad bien seguros de qué la continencia no es más que la virtud de los estúpidos y los entusiastas; tiene muchos peligros y ningún efecto bueno; es tan perniciosa para los hombres como para las mujeres; es perjudicial para la salud, en la medida en que acumula en los riñones el semen destinado a ser expulsado, como las demás secreciones. En una palabra, la más terrible corrupción de las costumbres tiene infinitamente menos inconvenientes, y los pueblos más célebres de la tierra, así como los hombres que más la honraron, fueron incontestablemente los más libertinos. La 'comunidad de mujeres es el primer designio de la naturaleza es general en el mundo, los animales nos dan ejemplo de esto; es absolutamente contrario a las inspiraciones de este agente universal unir a un hombre con una mujer, como en Europa, y a una mujer con varios hombres, como en ciertos países de Africa, o a un hombre con varias mujeres, como en Asia y en la Turquía europea; todas estas instituciones son indignantes, contrarían los deseos, fuerzan a los humores, encadenan las voluntades, y, de estas infames costumbres, sólo desgracias pueden resultar. ¡Oh vosotros, que os metéis a gobernar a los hombres, absteneos de unir a ninguna criatura! Dejadla que haga sola sus combinaciones, dejadla que se busque ella misma lo que le conviene y pronto os daréis cuenta de que todo funciona mejor.
Entonces, ¿qué falta hace, dirán todos los hombres razonables, que la necesidad de perder un poco de semen me ligue a una criatura a la que nunca amaré? ¿Qué utilidad puede tener que esta misma necesidad encadene a mí a cien infortunadas que no conozco de nada? ¿Por qué es necesario que esa misma necesidad, con cierta diferencia en la mujer, la someta a una obligación y una esclavitud perpetuas? ¡Y qué!, esta desgraciada muchacha tiene un temperamento ardiente; la necesidad de tranquilizarse la consume, y, para satisfacerla, ¿vais a unir su suerte a la de un hombre... lejos quizás del gusto por estos placeres, y que o no la verá más que cuatro veces en su vida, o se servirá de ella para someterla a placeres en los que no podrá participar esta joven? ¡Qué injusticia por ambas partes'. ¡Y cómo se lograría que se evitase aboliendo vuestros ridículos matrimonios, y dejando en libertad a los dos sexos para que se busquen y encuentren recíprocamente lo que les hace falta! ¿Qué bien instauran los matrimonios en una sociedad? Lejos de reafirmar los lazos de unión, los rompen.
¿Qué sociedad parece la más unida, la de una sola y misma familia, como lo sería cada gobierno de la tierra, o la de cinco o seis millones de individuos, cuyos intereses, siempre personales, dividen necesariamente el interés general y lo combaten eternamente? ¡Qué diferencia de unión... de cariño entre todos los hombres, si todos por igual, hermanos, padres, madres, esposos, intentando pelearse o perjudicarse, perjudicasen o cambatiesen lo que más amasen! Pero esta universalidad, diréis, debilita los lazos; desaparecerían a fuerza de tenerlos. ¿Y qué importa? Es mejor que no haya lazos de ningún tipo a tenerlos con el fin de hacerlos desaparecer. Echemos una ojeada a la historia. ¿Qué habría sido de las ligas, de los diferentes partidos que dividieron a Francia porque cada uno seguía a su familia y se unía a ella para luchar; qué habría sido de todo esto si no hubiese habido en Francia más que una sola familia? ¿Se habría dividido esta familia en grupos para combatirse recíprocamente, para adoptar unos el partido de un tirano y los otros el partido contrario? No más casas de Orleáns contra Borgoñeses, no más Guisas contra Borbones, basta de todos estos horrores que han asolado a Francia, y cuyo único objeto era la ambición y el orgullo de las familias. Estas pasiones se aniquilan con la igualdad que yo propongo; se olvidan con la destrucción de esos vínculos ridículos llamados matrimonios. Sólo un objetivo, sólo un proyecto, sólo un deseo en el Estado: vivir felices juntos, y defender juntos la patria.
Es imposible que la máquina subsista mucho tiempo más con las costumbres adoptadas hasta ahora. Manteniéndose las riquezas y el crédito, que se buscan constantemente, antes de un siglo habrá necesariamente una parte del Estado tan poderosa y tan rica que aplastará a la otra, y entonces he aquí a la patria desolada (6).
(6) Hay que señalar que las memorias de Justine y las de su hermana fueron escritas antes de la Revolución.
Si se analiza bien todo esto, es fácil ver que nunca han tenido otras causas los disturbios. Una potencia aumentada sordamente ha acabado siempre por intentar aplastar a la otra, y lo ha logrado. ¡Cuántos obstáculos suprimidos, cuántos inconvenientes previstos, si se aboliesen los matrimonios: no más cadenas aborrecidas, no más arrepentimientos amargos, no más crímenes, frutos de esos abusos monstruosos, puesto que la ley es la única que comete crímenes, ya que el crimen desaparece en cuanto la ley deja de existir. Ninguna cábala más en el Estado, no más desigualdades chocantes de fortuna. Pero, ¿los niños... la población?... De esto vamos a tratar.
Comenzaremos por establecer un hecho de difícil respuesta, según creemos: y es que, durante el acto del goce, nos ocupamos muy poco de la criatura que puede resultar de él; el que fuese bastante estúpido como para pensar en él, seguramente se perdería la mitad del placer. Es una ridiculez irritante, sin duda, ver a una mujer sólo con esta idea o concebir esta misma idea al verla. Es una equivocación suponer que la propagación es una de las leyes de la naturaleza: sólo nuestro orgullo nos hace concebir semejante estupidez. La naturaleza permite la propagación, pero no hay que confundir la tolerancia con una orden.
Ella no tiene la menor necesidad de la propagación; y la destrucción total de la raza, desgraciada consecuencia de la negación de la propagación, la afligiría tan poco como si la especie entera de los conejos o las liebres desapareciese sobre nuestro globo, y no por ello interrumpiría su curso. De esta manera, ni la servimos con la propagación, ni la ofendemos con la no propagación. Convenzámonos de que esta interesante propagación, que nuestro orgullo erige tontamente en virtud, es, respecto a las leyes de la naturaleza, la cosa más inútil y que menos debe importarnos. Dos seres de sexo diferente, a los que el instinto acerca, deben dedicarse a probar el placer en toda su extensión, y a aplicarle, para aumentarlo y mejorarlo, todos los refinamientos que puedan conseguir; después deben burlarse de las consecuencias, tanto porque éstas no son en absoluto necesarias, como porque la naturaleza carga con ellas (7).
(7) ¡Hombre! crees que cometes un crimen contra la naturaleza cuando te opones a la propagación o cuando la destruyes, y no piensas que la destrucción de tantos hombres como hay en la superficie de la tierra, no le costaría ni una lágrima a esta naturaleza, y no le produciría la más mínima alteración en la regularidad de su marcha. En cuanto al padre, se desentiende por completo del cuidado de esta criatura.
¿Y cómo podría preocuparse por él, con la comunidad que yo imagino? Un poco de semen soltado en una matriz común, no puede convertirse en una obligación de ocuparse del embrión germinado, y no puede imponerle deberes hacia este embrión, como no se los impone el insecto que ha hecho salir con sus excrementos al pie de un árbol: en ambos casos es la materia con su necesidad de liberarse y que se convierte en lo que puede. En el caso supuesto, sólo la mujer se convierte en la dueña del embrión; como único propietario de este fruto ridículamente precioso, puede disponer de él a su antojo, destruirlo en el fondo de su seno, si la molesta, o una vez que haya nacido, si la especie no la conviene, y en cualquier caso nunca se le debe prohibir el infanticidio. Es un bien enteramente suyo, al que nadie reclama, que no pertenece a nadie, que la naturaleza no necesita, y al que, por consiguiente, ella puede alimentar o ahogar, según desee.
¡Y!, no temamos que falten hombres; habrá más mujeres de lasque se desee ansiosas de criar el fruto que llevan dentro; y siempre tendréis más brazos de los que os hagan falta para defenderos y para cultivar vuestras tierras.
Entonces, cread escuelas públicas, donde sean educados los niños, una vez que no necesiten el regazo de su madre; que, depositados allí como niños del Estado, olviden hasta el nombre de esa madre, y que, uniéndose promiscuamente a su vez, hagan como sus padres.
Según estos principios, ved lo que sería el adulterio y si es posible o cierto que una mujer pueda hacer algún mal entregándose a quien mejor le parezca. Ved si no subsistiría todo de la misma forma, incluso con la completa destrucción de nuestras leyes. Pero, por otra parte, ¿son generales estas leyes? ¿Sienten todos los pueblos el mismo respeto por estos vínculos absurdos? Hagamos un rápido examen de aquellos que los han despreciado.
En Laponia, en Tartaria, en América, es un honor que su mujer se prostituya con un extranjero. Los Ilirianos tienen asambleas muy particulares de libertinajes, en las que obligan a sus mujeres a entregarse al recién llegado, ante ellos.
ESTÁS LEYENDO
Juliette - Marqués De Sade
De Todo«El vicio divierte y la virtud cansa», afirma Juliette, la protagonista de esta obra que el marqués de Sade publicó en 1796. En ella, Juliette, que ha visto el amargo final de su hermana Justine -la heroína de Justine o Los infortunios de la virtud...