La condena del ángel

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Una gota roja cayó sobre el océano,
Demasiado quieto,  demasiado calmo,
Y lo agitó, lo agitó y se expandió,
Una sola gota, una sola,  se tragó todo el océano,
Lo devoró, 
Reemplazando la calma por pena y dolor.
Una pluma,  blanca, muy blanca,
Cayó lentamente,  meciéndose calma, pero desesperadamente,
Y rápidamente, vertiginosamente se tiñó.
El rojo es atracción,  fuerza, vida, valentía y vigor,
Pero aquel rojo era lamentable,
Aquel océano no se había teñido de vida,
A aquel océano lo estaba sucumbiendo una tormenta.

Sus cabellos salvajes parecían fuego,
Un fuego que la estaba consumiendo, 
Y ella,  con una calma casi inquietante,
Se dejaba envolver por sus destructivas llamas,
Sus blancas plumas huían de ella,
Vana e inútilmente,
Debajo las esperaban sus lágrimas,
Su dolor,  su tormenta,
Sus penas manifestadas en la tierra.

Fuego la consumía,  la devoraba,
Su dolor,  por tanto tiempo apresado,  Encadenado en lo más profundo de sí,
Por tanto tiempo retenido,  cautivo...
Se adueñaba de ella a un ritmo frenético,
Ella flaqueó por un momento,  dudó,  titubeó,
Y aunque fue a penas por un instante,  en ese mismo instante firmó su condena,
Su dolor la envolvió en sus llamas,
Y como un fénix,  aquel bello ángel desapareció en el cielo, 
Dejando tras de sí un silencioso ocaso, Reflejado en un tormentoso y roto espejo.

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