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Cuando Lillian cumplió los quince años, sus padres le hicieron prometer que después de estos podría ir a cualquier lado siempre y cuando cumpliera con sus deberes para con la escuela como para la casa

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Cuando Lillian cumplió los quince años, sus padres le hicieron prometer que después de estos podría ir a cualquier lado siempre y cuando cumpliera con sus deberes para con la escuela como para la casa. Ahora, en su cumpleaños número dieciséis decidió juntar a sus amigos e ir a acampar a la luz de las estrellas muy lejos de la ciudad, ahí donde la contaminación lumínica no les estorbaría y podrían hablar de chicos, constelaciones y del tiempo que transcurría de amar a odiar a una persona.

Se trataba de disfrutar la vida, la juventud en la cual el reloj biológico se había tomado unas vacaciones antes de avanzar, quería deleitarse a través de las pupilas de los jóvenes en los errores, las consecuencias y todo lo demás que los envolvían, detendría su andar porque el crecer rápido trae demasiados problemas y las manecillas podrían romperse y volverse inservibles.

En el auto deportivo, sintiendo el viento besar su mejilla, Lillian se limitó a extender los brazos hacia el cielo y fundir su mente en la nada.

Era apenas una niña cuando decidió que podría convertirse en un desastre o ser tan temple como el mar aun en sus momentos agitados, pero aun siendo una niña no podría imaginarse justo como era ahora, una joven decidida a ser diferente de los demás. Sus pensamientos era tan propios y sólo el aire era testigo de eso.

Llegaron a la bahía de la ciudad, se descalzaron y caminaron sobre la suave arena mientras miraban aquella luna reflejada en las suaves ondas del mar.

—¿Y bien? —preguntó su amiga Charlotte con el cabello en la cara.

No pudo evitar carcajearse al ver que esta escupía el cabello que se había introducido en su boca.

—Anunciaron hoy lluvia de estrellas, así que decidí que ese sería mi regalo de cumpleaños. Lamento sí no es algo que disfrutaran.

—Descuida —musitó Charlie mientras colocaba su brazo en sus hombros—. Sabes que eres nuestra consentida.

Lillian rió. Con aquellas palabras supo que no se equivocó en elegirlos como sus mejores amigos, Charlotte y Charlie eran diferentes a pesar de ser hermanos mellizos, sí, el par eran hermanos y a pesar de ser de diferentes géneros en realidad no habían roces entre ellos. Se llevaban tan bien que ella se sintió una hermana más junto a ellos.

Charlie se comportó como un caballero durante la noche, colocándoles un cobertor a sus pies, sacando la nevera llenas de bebidas alcohólicas —en eso Lillian no tenía problema alguno, no sería una adolescente sino lo hacía de vez en cuando—, cacahuates y papas. Definitivamente esto se había convertido en una cena de chucherías a la luz de la luna.

Charlotte se recostó en las piernas de su hermano quien miraba el cielo y trataba de hacer figuras con estas, Lillian reía al escuchar las sandeces de Charlie quien no tenía ni idea del mapa estelar.

Lillian podía sentir toda esa emoción en su corazón, aquellas palpitaciones nerviosas le hacían sonreír y reírse de cualquier cosa, dieciséis años habían llegado para demostrarle que no todo en la vida eran fiestas, eran drogas, eran besos, eran desastres. Cerró los ojos y deseó fervientemente ser diferente de los demás adolescentes, deseó ser extraordinaria, deseó ser la portada universal de un mensaje importante, esa de ser adolescente responsable, deseó ser una Lillian respetable, deseó ser mejor hija, deseó ser mejor amiga, deseó ser realmente ella.

Sus labios se movieron sin formular palabra alguna, por fin se había abandonado a las sensaciones de enunciar en susurros lo que su corazón demandaba por expresar, mientras las estrellas cruzaban en el cielo negro-azul. Charlotte miraba embelesada la luna mientras que Charlie tenía los ojos cerrados disfrutando el aire de aquella pacífica noche.

Ambos hermanos le cantaron el feliz cumpleaños mientras le regalan un cup cake alegando que en casa tendría un pastel enorme sólo para ella, ella sopló aquella vela a medio apagar, brindaron con cervezas, hablaron del colegio, hablaron de las chicas, hablaron de los chicos mientras que Charlie se tapaba los oídos diciendo que no quería escuchar nada de eso, pero no se resistió cuando mencionaron a la chica de primer año que se miraba mucho mayor a pesar de ser tan joven, de los profesores malhumorados y de otros que se veían demasiado jóvenes.

Las botellas pasaban de mano en mano, estas estaba vacías y otras llenas. Pronto fue hora de regresar cuando la mañana despuntaba en el borde y era un claro indicio que debían volver a casa, pero al ponerse los tres de pie, el mundo les jugó feo, todo les daba vuelta; con cuerpos demasiados relajados se subieron al auto con el capirote puesto, no quería exponerse a los primeros rayos del sol aun con la mente perdida aun en la noche anterior.

Charlie manejaba en zigzag a alta velocidad mientras las otras dos jóvenes se reían de su imprudencia sin una gota de culpabilidad. Lillian trataba de nadar en su insensatez para buscar su consciencia, pero era imposible, una corriente la arrastraba contra mera diciéndole que era joven y que tenía derecho a divertirse.

Pero aquel segundo en que el reloj biológico avanzó tan lentamente, fueron lo suficientemente rápidos para hacer que los párpados de aquella joven se abrieran y se entregara a una oscuridad que no buscaba ser amable con ella ni con sus acompañantes.

El auto se volcó, haciendo que su interior se sintiese como una licuadora, sin cinturones de seguridad, con el alcohol en las venas, la imprudencia le estaba cobrando una gran factura: la vida.

En el borde de la carretera, con los rayos ardientes del sol como llamadas de atención sobre su rostro, sintió el ardor en cada uno de sus poros, el dolor moviéndose por todo su cuerpo, con la vista nublada, sin poder moverse, se sintió culpable.

Aun podía sentir que todo le daba vueltas, pero ahora lo único que le daba vueltas en la cabeza era el qué había hecho con todos esos deseos hechos. Había hecho justamente lo contrario a lo que se había prometido. No era una joven responsable, no era la hija que quería ser para sus padres.

No pudo moverse y mientras la corriente la arrastraba, aquel reloj biológico se resquebrajó, porque en su interior había un intruso, uno que le carcomería su interior hasta podrirlo.

El deseo deshonesto de la estrella fugazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora