Yo, escritor

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‹‹¡Está ahí! ¡Es la loca que me creó!  ››

Estaban todos reunidos en una pequeña habitación. Jamás habían estado allí antes pero el lugar les resultaba realmente familiar. Tal vez era porque parecía la típica habitación de adolescente de clase media; llena de peluches, con algunos pósteres realmente cutres distribuídos por la pared (probablemente sacados de alguna revista comprada por ese regalo estúpido que traen las revistas de promoción). Es más, el regalo estúpido estaba sobre un extraño mueble mitad cama, mitad estantería producto de alguna mente pervertida de la calaña del inventor del post-it. Eran unos dados de los X-men muy mal hechos.

—¡Pero si ni siquiera te gustan los X-men!—gritó uno de los presentes, mientras cotilleaba algunos libros de aquella perversión de estantería.

De repente se escucharon unas pisadas procedentes del fondo de la habitación. Una joven cruzó el estrecho pasillo que separaba el canapé del armario y se colocó justo detrás del pequeño cotilla que estaba registrando la estantería. Era una chica delgada, no demasiado alta y con una mirada penetrante que parecía provenir de la dimensión del dolor y la desolación.

—¡Son las siete de la mañana!—vociferó—¡Largo de aquí!

Todos desviaron la mirada hacia ella. Tenían la tez pálida y los ojos fuera de órbita, como si acabasen de ver a un fantasma.

—¡Es ella! ¡Está ahí! ¡Es la loca que me creó!—gritó otro de los presentes, llevándose una mano a la boca. No podía creerse aquello. Saltó de la cama y comenzó a tocarla por todas partes. ¡Era de carne y hueso! Y estaba ahí, con ellos. Era increíble.

La chica alzó una ceja y apartó con suavidad a su creación. Estaba muy cansada para que viniesen a visitarla tan temprano. ¡Menudas horas para aquella aventura! Se sentó en su silla beige del Ikea y apoyó el peso de su cabeza en la palma de su mano izquierda. Los ojos se le estaban cerrando así que decidió hablar antes de que el sueño pudiese con ella y se quedase durmiendo encima de su escritorio.

—Aprovechad la ocasión, esto no durará demasiado—dijo con aquella voz suave marcada por su peculiar acento andaluz.

El pequeño cotilla de la estantería tomó asiento en la cama y la miró fijamente. Nunca había visto a su creadora en persona, así que no quería perderse detalle. Era una chica atractiva, de unos veinte años. Tenía los ojos castaños y unas pobladas pero bonitas cejas negras. Su pelo era del color de sus pupilas y lo llevaba muy corto, con un estilo bastante masculino. Iba vestida con un pijama suave y mullido, con la cara de un koala coronando el centro. Si no fuese por aquellas ojeras y la cara de idiota que tenía debido al sueño, hasta parecería adorable.

—¿Puedo preguntarte algo?—dijo el pequeño que no le quitaba ojo.

—Lo que quieras—respondió la chica.

—¿Cómo es tu vida? Osea, tú creaste la nuestra pero... ¿cómo va eso de existir y tal?

La joven soltó una carcajada y se acomodó en la silla, echando el respaldo de la misma un poco hacia atrás, colocando los pies sobre su escritorio.

—Aburrida. Me levanto cada mañana, voy a la universidad y estudio durante toda la tarde. Bueno, intento creer que estudio. Y así un día tras otro hasta que llego por la noche a casa con ganas de meterme un tiro y os dedico un ratito a vosotros.

—Eso explicaría muchas cosas—respondió el pequeño con aire gandul.

—¿Qué cosas?—dijo la chica alzando una ceja.

—Nuestros trastornos mentales.

—No tenéis ningún trastorno...—dijo con una sonrisa un tanto macabra, tornando sus ojos hacia el techo.

Otro de los presentes se levantó con tono serio, mirando a su alrededor de forma altanera, como si los objetos que lo rodeaban fuesen excrementos de ratón.

—Para ser universitaria tienes cosas bastante infantiles—dijo cogiendo con cierto asco la nintendo 3ds de la chica (edición animal crossing, faltaría más).

—¡Qué coño infantil ni qué perro muerto!—gritó con aquella entonación tan característica. El chico que le habló se limitó a alzar una ceja sorprendido y soltó la consola donde estaba.

—Yo no he dicho nada de ningún perro—respondió extrañado. No sabía que la frase que acababa de decir la chica era un dicho popular en España, al menos en la zona donde ella vivía—. Aunque hablando de perros... ¿Qué son estas sudaderas de animales? ¿Acaso te va la zoofilia o algo así?

La chica se puso muy roja y guardó toda sus prendas con forma de animal muy MUY al fondo de su canapé.

—Eso sólo fue una fase... Ya sabes... «esa fase».

—Ah, vale: «La fase»—respondió con socarronería, exagerando un guiño cómplice.

Entonces el pequeño que empezó el interrogatorio se interpuso entre la joven y el chico, haciendo señales para que cerrasen el pico.

—Callaos. Quiero hacer preguntas importantes—el pequeño cogió aire, alzó la cabeza y sacó pecho—. ¿Por qué no soy un sex symbol como el resto de protagonistas de novelas románticas? ¿Qué te costaba, eh? ¿QUÉ? Al menos unos centímetros más alto, maldita...

La chica sonrió con una dulzura sobrecogedora, acercándose al pequeño con los ojos muy abiertos. Era una de esas miradas de psicópata enmascarada que a veces usaba la castaña y que nadie había podido descifrar  hasta el momento.

—Verás—dijo pellizcando uno de los mofletes de su creación—, no me gustan los tópicos ni los estereotipos y menos los típicos de la novela romántica. La gente de verdad es como tú; aunque sin menos dramas en sus vidas, te lo aseguro. Además, ¿no te gusta ser la dama en apuros? Si es muy divertido.

—Jódete. Yo quiero ser más alto—el pequeño se cruzó de brazos y lanzó una mirada asesina a su creadora.

Ella suspiró, atusándose el pelo con una de sus manos. Tenía muchísimo sueño así que descansó su cabeza sobre dicha mano y deslizó su mirada hacia el resto de los presentes.

—¿Alguien más tiene alguna queja? Soy una escritora benevolente. Tal vez pueda hacer vuestros sueños realidad—dijo dando un fuerte bostezo, como un león cansado observando correr a unas inocentes gacelas.

Alguien se atrevió a levantar la mano y la castaña hizo un gesto a lo césar romano para que hablase. Estar ahí con todos sus personajes era maravilloso, era casi como hacer realidad una de sus fantasías: Ser el dios de los sims. Sí, sin duda alguna aquello era lo más parecido a ser una deidad virtual con respecto a lo que podía aspirar en su soporífera vida atrapada en el mundo real. Podía hacer realidad en ellos todo tipo de pensamientos perversos; un detalle bastante gratificante para alguien con aquel complejo de dios sádico.

—A mí me gustaría narrar algo alguna vez—se atrevió a decir otra de las creaciones desde el fondo de la habitación, mientras miraba extrañada el ebook de su creadora.

—Lo siento, permiso denegado. Eso es un privilegio de escritor. Tú ni siquiera existes. Sólo yo puedo controlar vuestras vidas.

—¿Ah, sí? ¿Y quién está narrando ahora si tú estás aquí?

Aquella era muy buena pregunta. Era tan buena pregunta que ni siquiera supo contestarla. Empezó a barajar distintas teorías a cerca de cómo podía estar sucediendo aquello. Era imposible existir y no existir al mismo tiempo. Descartes ya se rompió mucho la cabeza con el tema en su momento. Así que únicamente quedaba una opción...

(...)

La melodía por defecto de su smarthphone comenzó a sonar y tuvo la misma sensación que cuando soñaba con que era rica y se levantaba sin nada. ¡Malditas jugarretas del subconsciente! Abrió los ojos y suspiró con pesadez. Estaba sola con sus pósteres, sus peluches y sus zapatillas de monstruo rosa. Además aquel impetuoso teléfono no paraba de vibrar y sonar cada vez más fuerte: era hora de despertarse y volver a la vida real. Tenía que llegar a tiempo a la universidad.



Desafío colorsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora