19.-EL TESTAMENTO DE AMY

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Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía March. Se le hacía muy duro el destierro, y por primera vez en su vida apreció lo mimada que la tenía en su casa. La tía March no mimaba a nadie (no lo creía bueno), pero quería ser amable, porque le gustaba mucho la bien educada niña, y la tía March conservaba alguna ternura en su corazón anciano para las niñas de su sobrino, aunque no creyese conveniente demostrarlo. En realidad, hacía cuanto podía para hacer feliz a Amy; pero, ¡qué equivocaciones cometía! Hay ancianos que se mantienen jóvenes de corazón a pesar de sus arrugas y canas; pueden comprender los pequeños cuidados y alegrías de los niños; hacerlos sentirse a gusto y esconder lecciones sabias bajo juegos agradables, haciéndose amigos de la manera más dulce. La tía March no tenía este don. Fastidiaba a Amy con sus reglas y mandatos, sus modales rígidos y sus discursos largos y pesados. Al descubrir que la niña era más dócil y complaciente que su hermana, la anciana se sintió en el deber de contrarrestar en lo posible los malos efectos de la libertad e indulgencia del hogar. Tomó a su cargo a Amy y la educó como la habían educado a ella hacía sesenta años; procedimiento que desanimó a Amy, dándole la sensación de una mosca prendida en una tela de araña muy severa. Todas las mañanas tenía que fregar tazas y frotar las cucharillas, la tetera gruesa de plata y los vasos, hasta sacarles brillo. Después, limpiar la tierra del cuarto. Ni una mota escapaba a los ojos de la tía March, y todos los muebles tenían patas torneadas y talladas que nunca se habían limpiado a la perfección. Después había que dar de comer al loro, peinar al perro y subir y bajar las escaleras doce veces para buscar cosas o recados, porque la anciana señora era muy coja y rara vez dejaba su butaca. Terminadas estas aburridas tareas, debía estudiar. Entonces le permitía tomar una hora para hacer ejercicio o jugar, y ¡cómo se divertía! Laurie venía todos los días, y con mucha habilidad lograba que la tía March dejara salir a Amy con él, y entonces paseaban, iban a caballo y se divertían mucho. Después de la comida tenía que leer en voz alta y sentarse inmóvil mientras dormía su tía, lo cual solía hacer por una hora, porque se quedaba dormida con la primera página. Entonces aparecía la costura de retacitos o de toallas, y Amy cosía con humildad exterior y rebeldía interior hasta el crepúsculo, cuando tenía permiso para divertirse hasta la hora del té. Las noches eran lo peor de todo, porque la tía March se ponía a contar cuentos de su juventud, tan pesados que Amy deseaba acostarse, con la intención de llorar su suerte cruel, aunque generalmente se dormía sin haber derramado más que una o dos lágrimas. Sin la ayuda de Laurie y de la vieja Ester, la doncella, no hubiera podido aguantar aquel tiempo terrible. El loro bastaba para volverla loca, porque pronto descubrió que no agradaba a la niña y se vengó con toda clase de travesuras. Cada vez que se acercaba a e1 le tiraba del cabello; volcaba el pan con leche para enojarla cuando acababa de limpiar su jaula; hacía ladrar al perro, picoteándolo, mientras dormitaba la señora; le daba nombres poco gratos delante de los demás, y se portaba, en fin, como un pajarraco insoportable.

Tampoco podía ella aguantar al perro, animal regordete e irritable, que le gruñía mientras lo cepillaba, y solía echarse al suelo patas arriba cuando quería algo de comer, lo que ocurría una docena de veces al día. La cocinera tenía mal genio, el viejo cochero era sordo y Ester era la única persona que hacía algún caso de la señorita. Ester era francesa, había vivido con "Madame" —como solía llamar a su señora — por muchos años, y dominaba a la anciana, que no podía prescindir de ella. Simpatizó con la señorita y la divertía mucho con cuentos curiosos de la vida en Francia, cuando Amy estaba sentada a su lado, mientras ella planchaba los encajes de la señora. Ella le permitió vagar por la casa grande para examinar las cosas bonitas y raras colocadas en armarios espaciosos y cofres antiguos, porque la tía March almacenaba artículos como una urraca. Lo que más le gustaba a Amy era un bargueño lleno de cajoncitos y lugares secretos, en los cuales había toda clase de algunas de gran valor, otras nada más que curiosas, todas joyas más o menos antiguas. Examinar y poner en orden aquellas cosas agradaba mucho a Amy, sobre todo los estuches de joyas en los cuales, sobre almohadillas de terciopelo, estaban éstas, que habían adornado a una dama hermosa hacía cuarenta años. Allí se encontraba el juego de granates que la tía March había llevado cuando se puso de largo; las perlas, regalo de boda de su padre; los diamantes de su novio; las sortijas y prendedores de luto de azabache; los medallones con fotografías de amigas ya difuntas y mechones de cabello dentro de ellos; las pulseras pequeñas, que habían pertenecido a su única hija; el gran reloj de bolsillo del tío March con el dije rojo, y en un cofrecito, solo el anillo de boda, ahora demasiado pequeño para su dedo gordo, pero puesto cuidadosamente allí como la joya más preciosa de todas.

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora