5.- EXPERIENCIAS DOMÉSTICAS

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Como casi todas las recién casadas, Meg comenzó su vida de señora con la determinación de ser un ama de casa ejemplar: Jhon debía encontrar un paraíso en su hogar, ver siempre una
cara sonriente al llegar a casa, comer magníficamente todos los días y no saber lo que es perder un botón. Tanto amor, energía y buen ánimo aportó Meg a la tarea que no podía tener
más que buen éxito, a pesar de algunos obstáculos. Su paraíso, sin embargo, estuvo lejos de ser tranquilo, pues la mujercita se agitaba demasiado, se ajetreaba inútilmente, ponía excesivo
empeño en complacer y bullía sin parar. A veces estaba demasiado cansada aun para sonreír, a Jhon le atacó dispepsia de tantos "platitos" delicados que le hacía Meg, y con absoluta ingratitud masculina clamaba por comidas simples. En cuanto a los botones perdidos, pronto aprendió Meg a preguntarse dónde iban a parar tantos como faltaban de la ropa de su amo y señor, y amenazaba a Jhon que se los haría coser a él cuando volviera a perder otros.
Eran muy felices, naturalmente, aun después de descubrir que no podían vivir únicamente de amor. Jhon no encontró disminuida la belleza de Meg aun viendo a esa carita sonreírle radiante por detrás de la doméstica y poco romántica cafetera. Tampoco Meg echó de menos el tan mentado romanticismo cuando al irse de casa Jhon se despedía con un beso seguido de: "¿Necesitas, querida, que te haga mandar algo para la comida, ternera o un poco de cordero?..." La casita dejó de ser glorieta celestial para convertirse en hogar y los jóvenes esposos pronto se dieron cuenta de que el cambio era en realidad una mejora. En un principio, lo que hacían era jugar a las muñecas, como chicos retozones, hasta que Jhon se puso seriamente a trabajar, sintiendo sobre sus hombros las preocupaciones propias de un jefe de
familia. En cuanto a Meg, dejó a un lado los delantalitos de cambray de los primero días, se puso un gran delantal a rayas y se sumergió en el trabajo doméstico con más energía que discreción.
Mientras le duró la manía culinaria se recorrió todo un famoso libro de cocina, descifrando sus recetas como si se tratase de ejercicios matemáticos. A veces debían invitar a toda la familia a comerse una excesiva abundancia de éxitos; otras, despachar a Lotty en
secreto con una tanda de fracasos, que los acomodaticios estómagos de los pequeños Hummel ocultarían a todos los ojos curiosos. Revisando con Jhon sus libretas de cuentas disminuían
sus entusiasmos culinarios, y durante esa temporada de frugalidad el pobre Jhon debía conformarse con budín de pan, picadillo, café recalentado y otras cosas que ponían a prueba su "aguante", aunque sabía soportarlo todo con fortaleza digna de elogio. Antes de alcanzar el feliz "término medio", Meg agregó a sus experiencias domésticas aquello de que pocas
parejas escapan: una pelea.
Llena de entusiasmo por ver su despensa bien provista de dulces caseros, emprendió la confección de la jalea de grosella. Le pidió a Jhon que le enviase unos doce tarritos y una cantidad adicional de azúcar, pues las grosellas de su huerta estaban maduras y había que recogerlas en seguida. Como Jhon estaba convencido de que "mi mujer" era capaz de realizar
cualquier cosa, y sentía orgullo por las habilidades de ella, resolvió complacerla y así lograrían aprovechar ese invierno en forma muy simpática su primera cosecha de fruta... A
casa llegaron, pues, cuatro docenas de tarritos monísimos y medio barril de azúcar, además de un chico para juntar las grosellas sin que Meg se molestara. Con su precioso pelo escondido en una cofia, los brazos arremangados y un delantal a cuadritos muy coqueto se puso a trabajar la joven ama de casa, sin la menor duda respecto de su éxito. ¿Acaso no había visto a Ana hacer la jalea más de cien veces? El número de tarritos la asustó en un principio, pero
como a John le gustaba tanto la jalea de grosella y los tarritos iban a quedar tan bien en el estante superior de la despensa, Meg resolvió llenarlos todos y pasó un largo día juntando grosellas, hirviéndolas, colocándolas y ajetreándose con el bendito dulce. Hizo las cosas lo mejor que pudo, consultó su libro de cocina, se devanó los sesos para recordar qué es lo que hacía Ana y que ella evidentemente había omitido: volvió a hervir, añadió azúcar, volvió a colar, pero aquel matete terrible "no quiso" cuajarse.
La pobre Meg suspiraba por correrse hasta la casa de su madre, con delantal y todo, a pedir ayuda. Pero Jhon y ella habían acordado que nunca molestarían a nadie con sus problemas, ni con sus experiencias, ni con sus peleas. Y se habían reído mucho al decir esta última palabra, como si la sola idea les pareciese absurda. Pero habían sabido mantener su resolución. De modo que Meg siguió luchando por su cuenta con aquel refractario dulce todo ese largo día de verano, y a las cinco de la tarde no pudo más y se sentó en su cocina vuelta patas arriba, y elevó la voz para... ¡llorar!
Debemos consignar que en el primer entusiasmo de su vida matrimonial Meg había dicho, no una sino muchas veces: "Mi marido se sentirá siempre libre para traer un amigo a casa cuantas veces quiera y siempre me encontrará lista... nada de agitaciones, de regaños, sino que la casa estará siempre arreglada, la esposa de buen ánimo y una buena comida preparada... Jhon, querido, nunca te detengas a pedirme permiso, invita a quien quieras y puedes estar seguro de mi acogida."
¡Qué encantador era todo aquello, por cierto! John resplandecía de orgullo al oírselo decir  y consideraba una bendición tener una mujer superior. Sin embargo, aunque varias veces tuvieron invitados, nunca fueron inesperados y Meg no había tenido hasta ahora la oportunidad de lucirse.
De no olvidarse Jhon completamente de la bendita jalea, hubiese sido imperdonable de su parte elegir aquel día fatídico para traer un invitado a comer sin anunciarlo. Felicitándose
interiormente de que se había encargado por la mañana una espléndida comida para la noche y
segurísimo de que iba a estar todo listo al minuto de entrar en casa, anticipaba el efecto encantador que iba a hacer al amigo cuando su bonitísima esposa saliera corriendo a recibirlos.
Pero este mundo está hecho para los desencantos, como Jhon lo descubrió al aproximarse al Palomar. La puerta del frente, casi siempre abierta y hospitalariamente invitante, hoy no
sólo estaba cerrada sino ¡con cerrojo! Y el barro de ayer adornaba todavía los escalones. Las ventanas de la sala estaban cerradas y las cortinas corridas sin que apareciera por ninguna parte la visión de la bonita esposa cosiendo en el porche, toda de blanco con un moñito enloquecedor en el pelo. Nada de todo eso apareció a la vista y sí, únicamente, un muchachito sospechoso dormido entre los matorrales de grosella.
—Mucho me temo que haya ocurrido algo. Pasa al jardín, Scott, mientras busco a la señora... —dijo Jhon alarmado.
Dando la vuelta a la casa corrió Juan tras un acre olor a azúcar quemada y el señor Scott lo siguió con una mirada extrañada en los ojos. Discretamente, se detuvo al desaparecer Brooke, pero alcanzaba a ver y a oír y, siendo soltero, se divirtió mucho con la situación.
En la cocina reinaba la confusión y la grima: una edición de la jalea chorreaba de cacerola a cacerola, otra yacía ignominiosamente en el suelo, y la tercera se quemaba tranquilamente en el fuego sin que nadie se preocupase. Con su flema teutona, Lotty comía pan con vino de grosella, pues la jalea estaba aún en estado irremisiblemente líquido. A todo
esto, la señora de Brooke, sentada, sollozaba, lúgubremente.
—;Queridísima muchacha! ¿Qué es lo que pasa? —gritó Jhon con visiones terribles de malas noticias, sin contar la consternación al pensar en el invitado que había quedado en el jardín.
—;Ay, Jhon, estoy cansadísima, enojada y preocupada! ¡Me he pasado todo el día luchando hasta quedar exhausta! —Y la agotada amita de casa se arrojó sobre el pecho dándole una dulce
bienvenida en todo el sentido de la palabra.
—Pero ¿qué es lo que te pasa, querida? ¿Ha ocurrido algo malo? —preguntaba inquieto Jhon, besando con ternura la punta de la cofia de su mujer.
—¡Sí! —suspiró Meg con tono de desesperación.
—Dímelo pronto, entonces. ¡No llores, porque puedo soportar todo menos eso! ¡Vamos! ¡Dímelo, amor mío! —insistió Jhon, con muy poca elegancia.
—;La... jalea no... cuaja y yo no sé ya qué hacer!...
Jhon Brooke se rió en aquel momento como nunca se atrevió a hacerlo después y el burlón del señor Scott sonrió involuntariamente al oír aquella carcajada estruendosa que puso  el toque final a la desesperación de la pobre Meg.
—¿Eso es todo, querida? Pues tírala por la ventana y te la compraré por kilos si la deseas, pero, por Dios, no te pongas histérica, porque he traído a Jack Scott a comer y .. .
Juan no pudo continuar, pues Meg lo rechazó y cruzó las manos con gesto trágico, exclamando con tono en que se mezclaban la indignación, el reproche y la pena:
—¡Un hombre a comer y todo patas arriba! Jhon Brooke. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¡Sh... silencio, que está en el jardín!... Me olvidé completamente de la maldita jalea, y ahora no me puedo echar atrás —expresó John contrito, pero contemplando inquieto aquel barullo.
—Debías haberme hecho avisar o habérmelo dicho esta mañana... Y de todos modos, debiste acordarte de la faena que tenía yo hoy —continuó Meg con aspereza—, pues aun las
palomitas pican cuando se las irrita.
—Maldito si lo sabía esta mañana y no había tiempo de mandarte avisar, pues me lo encontré cuando salía del trabajo. Ni se me ocurrió pedirte permiso. Siempre me has dicho
que hiciese como quisiese en eso de traer invitados. Nunca lo había hecho antes, y que me ahorquen si lo vuelvo a hacer nunca más —agregó Jhon con aire agraviado.
—¡Pues no faltaría más que lo hicieras! ... ¡No quiero ni ver a ese hombre!... Y no hay comida preparada.
—;Ésta sí que es buena! ¿Qué pasó con la carne y las verduras que hice mandar esta mañana y con el budín que prometiste hacer? —gritó Jhon precipitándose a la despensa.
—No tuve tiempo de cocinar nada: te iba a proponer que comiésemos en casa de mamá... ¡Lo siento, pero estuve tan ocupada! —Y comenzaron de nuevo las lágrimas de Meg. Jhon era un hombre manso pero era también humano, y después de un largo día de trabajo, venir a casa con hambre, cansado y lleno de esperanzas y encontrarse la casa hecha un caos, la mesa vacía y una esposa histérica no son incentivos para la serenidad de ánimo o de modales. Se contuvo sin embargo y la cosa no hubiese pasado de un chubasco sin
consecuencias de no haber sido por una sola palabra desgraciada.
—Es un lío, lo reconozco, pero si tú colaboras saldremos del paso y todavía nos vamos a divertir... Haz un esfuerzo e improvísanos algo para comer. Tenemos los dos hambre de cazadores y no nos vamos a fijar en lo que sea. Danos carne fría y pan y queso... te aseguro que no vamos a pedirte jalea.
Jhon no tenía otra intención que la de hacer un chiste inofensivo, pero esa palabrita selló su destino. Meg la interpretó como una pulla cruel sobre su triste fracaso y mientras hablaba
se desvaneció el último átomo de su paciencia:
—Tú puedes salir de este lío por tu cuenta y como puedas. Por mi parte, estoy demasiado agotada para esforzarme por nadie. Sólo a un hombre se le ocurriría proponer que dé pan y queso a invitados. En mi casa no haré nada semejante. Llévate a ese Scott a casa de mamá y explícales que estoy ausente, enferma, muerta... cualquier cosa... y..los dos se pueden reír de mí y de mi jalea todo lo que quieran; pero aquí no se les dará nada más. —Y habiendo lanzado
su desafío sin respirar, Meg arrojó su delantal y abandonó precipitadamente el terreno para ir a desahogarse sola en su cuarto.
Lo que aquellos dos individuos hicieron en su ausencia nunca lo supo, pero el señor Scott no fue "llevado a casa de mamá", y cuando Meg bajó por fin, después que los dos se habían marchado, encontró restos de un piscolabis de emergencia que le causó horror. Lotty informó que habían comido "muy mucho, reído muy mucho" y que el patrón le había mandado que tirase todo el dulce y escondiese los tarritos.
Con todo su corazón Meg deseaba ir a contarle todo a su madre, pero la detuvo un sentido de vergüenza de sus deficiencias y de lealtad hacia John, "que podía ser cruel, pero nadie tenía
por qué saberlo". Después de un arreglo sumario de la casa se vistió Meg con
toda coquetería y se sentó a esperar que John volviese a ser perdonado.
Desgraciadamente, John no veía el asunto igual que ella, y no apareció. Con su amigo había tratado el asunto como una broma, había disculpado a su mujercita lo mejor que pudo y se había desempeñado como anfitrión con tan sincera hospitalidad que a Scott le gustó la improvisada comida y prometió volver otro día. Pero aunque no lo demostró, John estaba enojado, pues, según él lo veía, Meg lo había metido en un apuro abandonándolo luego. "No es justo -pensaba- decirle a uno que puede traer gente a comer cuando quiera, con entera libertad, y cuando se lo toma al pie de la letra enojarse y echarle a él toda la culpa, dejándolo
en la estacada para que un tercero lo compadezca o ridiculice... No, Señor, por todos los santos del cielo, ¡que no es justo!" Comiendo y bromeando con Scott estaba furioso por dentro, pero cuando pasó la agitación y mientras marchaba de vuelta a su casa, después de despedir a Scott, su humor se apaciguó algo: "¡Pobrecita! -musitaba-. También fue muy duro para ella, que se había empeñado tanto en complacerme... Estuvo mal, es cierto, pero ¡es tan joven! Debo ser paciente y enseñarle." Esperaba que Meg no hubiese "ido a su casa a contar", pues detestaba los chismes y la interferencia ajena. Luego, el pensamiento de que Meg enfermase de tanto llorar lo aplacó de nuevo y aceleró el paso, resuelto a estar sereno y bondadoso con Meg pero firme, bien firme, y mostrarle dónde había fallado en sus deberes para con su marido.
Por su parte, Meg también había resuelto estar "serena y bondadosa con John, pero firme" para mostrar a él cuál era su deber. Por momentos anhelaba correr a recibirlo y pedirle perdón, y ser besada y consolada, como estaba segura de que ocurriría, pero, naturalmente, no lo hizo, y cuando vio venir a John comenzó a canturrear con toda naturalidad mientras se hamacaba y cosía como si fuese una dama de fortuna sentada en su gran salón.
John sufrió algún desencanto al no encontrar a una tierna Niobe; pero seguro de que su dignidad exigía la primera disculpa entró muy reposado, sentándose en el sofá con la siguiente
observación, especialmente pertinente:
—Vamos a tener luna nueva, querida.
—No tengo ningún inconveniente —fue la respuesta de Meg, igualmente serena.
Otros cuantos temas fueron introducidos por el señor Brooke y cortados por lo sano por la señora de Brooke, de modo que la conversación languideció lamentablemente. John se
acercó a una ventana y desplegó su periódico. Meg se aproximó a la otra y cosió, como si ponerle rosetas nuevas a sus chinelas fuese una de las necesidades urgentes de la vida.
Ninguno de los dos hablaba y ambos tenían aspecto "sereno y firme".
"¡Dios mío! -pensaba Meg-, la vida de casada es muy exasperante y, como dice mamá con mucho acierto, necesita de infinita paciencia, además de amor."
La palabra "madre" sugirió otros consejos maternales dados hace mucho tiempo y recibidos con protestas de incredulidad.
—John es un hombre -decía la madre-, pero tiene sus defectos y debes aprender a verlos y a soportarlos con el recuerdo de los tuyos. Es muy decidido, pero no va a ser nunca obstinado si
razonas con bondad las cosas con él en lugar de oponerte impaciente a ellas. Es también muy exacto y exigente en lo que se refiere a la verdad: un rasgo muy bueno de carácter. No lo engañes nunca, ni de palabra ni de acto, Meg, y recibirás de él la confianza que mereces.
Tiene su poquitín de mal carácter, no como el nuestro, un relámpago que pronto pasa, sino esa ira calma y sin arrebatos, rara vez encendida pero que una vez provocada es difícil de calmar.
Ten cuidado, querida, de no despertar esa clase de ira contra ti, pues la felicidad y la paz dependen de conservar su respeto. Vigílate, sé la primera en pedir perdón si ambos han estado mal y guárdate de los resentimientos, las malas interpretaciones y las frases precipitadas.
Estas palabras, especialmente las últimas, volvieron a la memoria de Meg mientras cosía a la luz del crepúsculo. Éste había sido el primer desacuerdo serio entre los dos y sus propias
palabras apresuradas le sonaban ahora tan tontas como duras y desprovistas de bondad.
También su cólera le pareció infantil y se le ablandó el corazón completamente cuando pensó en el pobre Juan llegando a casa para encontrarse con semejante escena. Miró a su marido con lágrimas en los ojos, pero él no las vio; entonces dejó la costura y se levantó pensando: "Seré
yo la primera en decir: ;Perdóname!", pero él pareció no oírla; cruzó entonces el cuarto muy lentamente, pues el orgullo es difícil de acallar, y se paró al lado de él, pero John no volvió la
cabeza. Por un minuto Meg creyó que no iba a poder pedirle perdón, ya que tan difícil se le hacía, pero después pensó: "Es sólo el principio, yo haré mi parte y luego no tendré nada que
reprocharme." Y agachándose besó a su marido en la frente con toda suavidad. Naturalmente que eso bastó, y aquel beso penitente valió más que un mundo de palabras. John la sentó en
las rodillas y al minuto le decía con ternura:
—Fue perverso reírme de tus pobres tarritos de jalea; perdóname, querida, nunca lo volveré a hacer...
Pero lo hizo, y muchas veces más, lo mismo que Meg, y ambos declararon que aquella jalea era la más dulce que nunca se fabricara, ya que la paz familiar se conservó en ese pequeño pote familiar.
Más adelante Meg invitó especialmente al señor Scott a comer y le sirvió un banquete muy agradable sin que una esposa a punto de ebullición fuese el primer plato. Tan alegre y amable estuvo Meg en esta ocasión que todo transcurrió de modo encantador, y el señor Scott dijo a John que lo consideraba un tipo muy feliz, lamentándose de los sinsabores de la soltería durante todo el camino de vuelta.
Ese otoño Meg experimentó nuevas tribulaciones y adquirió aún más experiencias. Renovada la amistad con Sarita Moffat, ésta siempre se corría hasta la casita a chismorrear un
poco o a invitar a "esa pobre querida" a pasar el día en su gran casa. A Meg le resultaba eso agradable, pues con el mal tiempo se sentía sola muchas veces con John ausente de la casa todo el día. Así, pues, fue bastante natural que Meg cayera en la ronda de vida social y
chismorreo en que actuaba Sally. Al ver las bonitas cosas que tenía su amiga no podía menos de compadecerse a sí misma porque no las tenía iguales. Sally era muy generosa y a menudo
le ofrecía codiciadas bagatelas, pero Meg las rehusaba, sabiendo que a John no le gustaría que las aceptase; pero después esta mujercita tonta hizo algo que disgustaría a John muchísimo
más. Bien enterada de cuál era la entrada de su marido, estaba muy orgullosa de que John se la confiase. Meg sabía dónde guardaba John el dinero, tenía libertad para tomar cuanto quisiese con las únicas condiciones de que llevara cuenta de cada centavo gastado, pagar las
deudas una vez al mes y recordar que era la mujer de un hombre pobre. Hasta ahora Meg había llevado las cosas muy bien, con prudencia y exactitud, y levado prolijamente su libreta de cuentas, mostrándoselas a él mensualmente sin ningún temor. Pero ese otoño la serpiente se coló en el paraíso de Meg y la tentó. Como no le gustaba que la compadeciesen ni que le hiciesen sentir su pobreza, de cuando en cuando se consolaba comprándose algo bonito, sólo para que Sally no creyese que tenía que economizar. Siempre se arrepentía después, pues las moneras que compraba rara vez eran necesarias, pero ¡costaban tan poco!... que ni valía la pena preocuparse por ello. Así fueron creciendo las pavaditas y costaron más de lo que pudiera creerse. Cuando a fin de mes echó Meg sus cuentas, la suma total la alarmó bastante.
John, muy ocupado aquel mes, la dejó a ella a cargo de los gastos; al mes siguiente estuvo fuera de la ciudad, pero el tercero quiso hacer un gran balance trimestral y Meg nunca se
olvidó de aquello, pues pocos días antes había hecho una cosa horrible y le pesaba mucho en la conciencia: Sarita había estado comprando sedas y Meg se moría por tener un vestido nuevo, clarito, para fiestas, ya que el suyo de seda negra era muy vulgar; además, los vestidos de finos algodones para la noche eran apropiados únicamente para chicas solteras. La tía March generalmente regalaba veinticinco dólares a cada una de las hermanas con motivo de Año Nuevo. Eso significaba esperar sólo un mes, y en esa tienda había una preciosa seda
violeta que era una verdadera pichincha. Meg tenía el dinero; sólo hacía falta que se animara a tomarlo. John siempre decía que lo que era de él era también de ella... Sally insistía En que debía comprar aquella seda y ofreció prestarle el dinero. Es decir que, con la mejor intención del mundo, había tentado a Meg mucho más allá de su capacidad económica. En mal
momento el tendero levantó los preciosos pliegues relucientes asegurando:
—Una verdadera oportunidad, señora... —Voy a llevarlo.
Y lo cortaron... y lo pagó y salieron riendo y alegrándose con Sally de la compra como si fuese cosa de poca importancia. Pero al alejarse en el coche de Sarita, Meg se sintió como si
hubiera cometido un robo y la persiguiera la policía.
Cuando llegó a la casa trató de aquietar la conciencia extendiendo la hermosa seda, pero ahora le pareció menos tentadora después de todo y las palabras "cincuenta dólares" parecían
estampadas como un estigma en cada ancho de la tela. La guardó en el ropero, pero la idea seguía persiguiéndola, no deleitosamente, como debía ser, tratándose de un vestido nuevo, sino terriblemente, como un fantasma... Cuando John sacó sus libros aquella noche a Meg se le cayó el alma a los pies, y por primera vez en su vida de casada tuvo miedo de su marido. Aquellos bondadosos ojos pardos tenían aspecto de poder ser severos, y aunque inusitadamente alegre aquella noche, Meg se imaginó que ya la había descubierto y que disimulaba. Las cuentas domésticas estaban todas pagadas, los libros todos en orden. John la había elogiado y abría ahora la vieja cartera que solían llamar el "banco". Sabiendo que estaba completamente vacía, Meg detuvo la mano de su marido diciéndole:
—Todavía .¡o has visto mi libreta de gastos particulares...
Aquella noche John tenía aire de querer cuestionar todas sus cifras y fingir horror de sus derroches, como solía hacer en broma, estando en realidad muy orgulloso de la prudencia de su mujer. Se trajo la libretita y fue colocada ante John. Meg se puso detrás de su silla con el pretexto de alisar las arrugas de su frente. Allí parada, exclamó con pánico:
—John, querido, tengo vergüenza de mostrarte mi libreta porque he gastado mucho últimamente. Salgo tanto que necesito ropa, ¿sabes?, y Sarita me aconsejó que hiciese esta compra y la hice... pero me arrepentí mucho
después, aunque mi dinero de Año Nuevo pagará una parte, pues sabía que tú lo encontrarías mal.
John se rió y le dijo:
—No te escondas, vamos, que no te voy a pegar aún si te has comprado un par de zapatos asesinos. Estoy orgulloso del pie de mi mujer y no me importa que gaste siete u ocho dólares en calzado siempre que lo compre bueno. Ése había sido uno de sus últimos grandes derroches y la mirada de John había caído sobre ese renglón mientras hablaba. Y Meg pensaba con un estremecimiento: "¡Qué va a
decir, Dios mío, cuando llegue a esos terribles cincuenta dólares!..."
—Se trata de algo peor que calzado... Es un vestido de seda —dijo entonces con la calma que da la desesperación, pues deseaba ya pasar lo peor cuanto antes.
—Bueno, querida, ¿cuál es el "condenado total", como decía aquel otro?
Eso no parecía cosa dicha por John, y Meg sabía que la miraba directamente a los ojos que ella siempre había enfrentado con otra mirada igualmente franca... ¡Ay! ... eso era antes!... Volvió la hoja y la cabeza al mismo tiempo, señalando la suma total, que ya era bastante abultada sin aquellos cincuenta dólares, pero que con ese agregado le parecía a Meg espantosa. Por un minuto hubo completo silencio. Luego, dijo John muy lentamente:
—Bueno, cincuenta dólares no me parece tanto para un vestido, con todos los adornos y perendengues que se necesitan hoy día para terminar un traje.
—No está hecho, John, ni este precio incluye los adornos —dijo Meg, murmurando apenas, pues el repentino recuerdo de todo lo que había que gastar todavía acabó por anonadarla.
—Veinticinco yardas de seda parece mucho para cubrir a una sola mujercita, pero no dudo de que mi consorte va a estar tan elegante como la de Eduardo Moffat cuando se lo ponga —dijo John con sequedad.
—Sé que estás enojado, John, pero ya no puedo remediar nada. No tenía intención de malgastar tu dinero, pero no creí que esas pequeñas cosas iban a elevar tanto la cuenta y no me les puedo resistir cuando la veo a Sally comprando todo lo que se le ocurre y compadecerme porque yo no lo poseo. Trato de contentarme con lo que tengo, pero es difícil y estoy cansada de ser pobre.
Las últimas palabras fueron dichas tan por lo bato que Meg creyó que él no las oiría, pero John las oyó y lo hirieron profundamente, pues se había negado muchos placeres por Meg.
Ella se mordió la lengua al minuto de haber dicho aquello, pues John retiró los libros y dijo con algo de temblor en la voz:
—Me temía esto, Meg, pero te aseguro que hago de mi parte todo lo que puedo. Si la hubiese regañado o aun sacudido por los hombros, como se lo merecía, no se le hubiese partido el corazón como con aquellas pocas palabras. La muchacha corrió hacia él y lo abrazó estrechamente, llorando lágrimas de arrepentimiento:
—¡Oh, John, mi bonísimo y querido muchacho! ¡No me hagas caso, que no quise decir eso tan perverso, tan falso y tan ingrato! ¡Cómo pude decir semejante cosa, Dios mío! ...
Él estuvo muy bondadoso, la perdonó en seguida y no pronunció un solo reproche, pero Meg sabía que aquello que había dicho no sería olvidado fácilmente, aunque su marido no
volviera a referirse a eso. Ella, que había prometido amarlo en las buenas y en las malas; ella, su esposa, le había reprochado su pobreza, después de dilapidarle sin freno las ganancias de su trabajo. Era horrible lo que había hecho, y lo peor fue que John permaneciera tan en silencio después. Lo único que cambió fue quedarse hasta más tarde en el centro y trabajar por las noches cuando ella se iba a acostar llorando. Una semana de arrepentimiento casi enfermó a Meg, y el descubrir que John había dado contraorden para un sobretodo nuevo que había encargado la redujo a un estado de desesperación que era realmente patético. A sus preguntas
respecto a aquel cambio, John sólo había respondido sencillamente:
—No puedo pagarlo, querida.
Meg nada dijo, pero unos minutos después John la encontró en el "hall" con la cara metida en el viejo sobretodo y llorando como loca.
Esa noche tuvieron los dos una larga conversación y Meg aprendió a querer más a su marido por su pobreza, pues era lo que parecía en realidad haber hecho de él un hombre.
Al día siguiente Meg se puso el orgullo en el bolsillo, se fue a ver a Sally, le contó la verdad y le pidió como un favor que le comprara la seda. La buena de Sarita aceptó el pedido y tuvo la delicadeza de no regalársela inmediatamente. Luego Meg encargó de nuevo el sobretodo y cuando llegó John a casa Meg se lo puso y preguntó sonriendo a su marido qué le parecía su nuevo vestido de seda. Es fácil imaginarse la respuesta que habrá dado John y qué dichoso fue el estado de cosas que siguió. De nuevo volvía John a casa temprano, Meg dejó de
callejear con Sally y el sobretodo era puesto todas las mañanas por un marido verdaderamente feliz y quitado todas las noches por la más enamorada de las esposas. Así pasó el primer año y a mitad del verano Meg tuvo otra nueva experiencia, la más profunda y tierna de la vida de una mujer.
Laurie entró furtivamente un sábado a la tarde en el Palomar con gran agitación en el rostro y fue recibido con un batir de timbales, pues Ana batía palmas con una cacerola en una mano y la tapa en la otra.
—¿Cómo está la mamita? ¿Dónde está todo el mundo? ¿Por qué no me lo dijeron antes de que viniese a casa? —comenzó Laurie en un murmullo bastante alto.
—Feliz como una reina, y todo el mundo está arriba, rindiéndole culto y adorándola; no dijimos nada porque no queríamos vendavales dentro de la casa. Ahora usted se sienta en la sala y yo los mandaré a todos abajo a verlo —con cuya respuesta enigmática Ana desapareció riendo para sus adentros, extática de felicidad.
Poco más tarde apareció Jo llevando orgullosa un envoltorio de franela sobre un gran almohadón. Estaba muy seria pero había un brillo travieso en sus ojos y un sonido raro en su voz que parecía reprimir una emoción que Laurie no acertaba a explicarse.
—Cierra los ojos y abre los brazos —invitó con aire pícaro.
Laurie retrocedió precipitadamente a un rincón y puso las manos atrás:
—No, gracias. Prefiero no agarrarlo. Más seguro que ahora es de día, que lo dejaría caer o lo aplastaría o haría alguna barbaridad por el estilo...
—Entonces no verás a tu sobrinito -dijo Jo decidida, volviéndose como para marcharse.
—¡Bueno, bueno, lo tomaré, pero tú serás responsable por cualquier daño! —Y, obedeciendo órdenes, Laurie cerró heroicamente los ojos mientras le ponían algo en los brazos. Una carcajada de Jo, Amy, la señora de March, Ana y John se los hizo abrir de nuevo para encontrarse cargado con dos bebés en lugar de uno.
No es de extrañar que se rieran, pues la expresión de la cara de Laurie era cómica, mirando alternativamente a aquellos inocentes y a los divertidos espectadores con espanto y consternación tales que Jo se sentó en el suelo a llorar de risa.
—¡Mellizos, por Júpiter! —fue todo lo que pudo decir Laurie al principio. Luego, volviéndose hacia las mujeres con una mirada de súplica que era patéticamente cómica, agregó:
—¡Tómelos alguno de ustedes, por favor... que me voy a reír y se me van a caer! ...
John rescató a sus bebés y comenzó a pasearlos como si ya estuviese iniciado en los misterios del cuidado de los chicos, mientras Laurie se rió hasta las lágrimas.
—¿No es verdad que ha sido éste el mejor chiste del año? —dijo Jo—. Me opuse a que te lo dijeran porque
me había propuesto darte la gran sorpresa y estoy orgullosa de haberlo conseguido.— y Jo no recobraba todavía el aliento.
—En mi vida me he azorado por nada como esta vez... ¡Qué divertido!... ¿Son varones? ¿Qué nombre les van a poner? Déjenme mirarlos de nuevo. Sosténme, Jo... te aseguro que, por lo que a mí toca, sobra uno... —dijo Laurie mirando a los infantes con todo el aire de un gran San Bernardo benévolo que contemplase a un par de gatitos recién nacidos.
—Varón y mujer. ¿No te parecen dos bellezas? —explicó el orgulloso papá, radiante con sus dos movedizos pergeños.
—Son los chicos más notables que he visto en mi vida. ¿Cuál es cuál—preguntó Laurie agachándose para contemplar a los dos prodigios.
—A la francesa, Amy le ha puesto una cinta celeste al varón y una rosa a la niña, así se puede saber siempre de cuál se trata. Además, uno tiene ojos azules, y el otro, pardos. ¡Vamos, tío Teddy, dales un beso a tus sobrinos!—propuso Jo con picardía.
—Me parece que no les va a gustar nada... —comenzó Laurie con timidez desusada en él, pero explicable en asunto de aquella índole.
—¿Por qué no? Ya están acostumbrados; ¡los hemos besado tanto!... Béselos usted ahora mismo —ordenó Jo, temiendo que el muchacho propusiese un sustituto para besar a los chicos "por poder". Laurie se preparó arrugando la cara y obedeció luego con un picoteo cauteloso en cada mejilla que provocó otra risotada e hizo chillar a los chiquitos.
—¿Ven? ... ¡les dije que no les iba a gustar!. .. Ése es el varón, vean cómo patea... y se defiende con los puñitos. A ver, joven Brooke a ver si te metes con uno de tu mismo tamaño, ¿eh?...—gritaba Laurie, encantado de recibir un empujoncito en la cara de aquel puñito que manoteaba sin saber a quién.
—A él le pondrán John Lorenzo y a la chiquita Margarita, como su mamá y su abuelita. La llamaremos Daíisy, para que no haya dos Meg. Me supongo que al hombrecito lo llamaremos Jack, a menos que tú le encuentres un nombre mejor —dijo Amy con interés muy propio de una tía.
—Llamémosle "Damajuana"' y Demi, para abreviar —propuso Laurie.
—Daisy y Demi, ¡espléndido! Justo lo que queríamos..., ya sabía yo que Teddy arreglaría este asunto.— dijo Jo encantada, batiendo palmas...Y por cierto que Teddy lo había arreglado, pues los mellizos fueron Daisy y Demi por toda la vida.

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora