19.- SOLA

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Fue fácil prometer abnegación cuando el yo estaba absorbido por otra persona y el corazón y el alma se purificaban por virtud de un dulce ejemplo; pero callada ya la voz remediadora y terminada la lección diaria, desaparecida la querida presencia, la pobre Jo encontró su promesa muy difícil de cumplir. ¿Cómo podía "consolar a papá y a mamá" cuando a ella le dolía el corazón con aquella incesante ansia por su hermana? ¿Cómo podía "alegrar la casa cuando parecían haberla abandonado toda la luz, todo el calor y toda la belleza al marcharse Beth"? Y ¿dónde, en qué parte del mundo podía "encontrar' algún trabajo útil y agradable que hacer que ocupase el lugar del amoroso servir a la enfermita"? Trató la muchacha de cumplir con su deber, pero la vida se le hacía cada vez más difícil, obligándola a seguir y seguir adelante... Algunas personas parecían disfrutar de todo el sol y a otras tocarles en suerte toda la sombra. ¡Fueron días difíciles para la pobre Jo! Algo muy parecido a la desesperación se apoderó de ella al pensar que debería pasar toda su vida en aquella casa silenciosa, dedicada a tareas rutinarias, muy pocos y muy pequeños placeres y con aquel deber contraído. "No puedo seguir así, no estoy destinada para esta vida y sé que en una de ésas me voy a rebelar y hacer algo desesperado si no ocurren cosas que me sirvan de ayuda", se decía cuando fracasaba en sus primeros esfuerzos por cumplir su promesa a Beth, cayendo luego en un estado de ánimo angustioso. Pero alguien vino en su ayuda, aunque Jo no reconoció en seguida a sus ángeles buenos, porque se presentaron en formas familiares y utilizaron los hechizos sencillos que mejor se adaptan a nuestra pobre humanidad. Con frecuencia la pebre Jo se despertaba de noche creyendo que Beth la llamaba, y una noche, cuando la vista de la camita vacía la hacía llorar, no extendió en vano los brazos ansiosos, porque, tan rápida para oír sus sollozos como había sido ella para escuchar el más débil susurro de su hermana, su madre vino a consolarla, no sólo con palabras, sino con esa ternura paciente que calma al solo contacto, con lágrimas que recordaban a Jo un dolor aún mayor que el suyo, Fueron momentos sagrados, en que corazón hablaba a corazón en el silencio de la noche, convirtiendo la desgracia en una bendición que aplacó el dolor y fortificó el amor. Con esas nuevas sensaciones Jo encontró más ligera su carga, el deber más dulce y la vida más tolerable, vista así desde el refugio de los brazos de la madre. Algo consolado el corazón dolorido, su mente atribulada también encontró ayuda, pues un día entró en el escritorio de su padre e inclinándose sobre la cabeza gris que se alzaba para darle la bienvenida la muchacha le dijo con gran humildad:

—Padre, háblame como solías hablarle a Beth. Lo necesito aún más que ella porque estoy muy mal, no me entiendo ni yo misma.

—Querida mía, nada podía consolarme como esto —le respondió el anciano con temblor en la voz, rodeándola con ambos brazos como si él también necesitara ayuda y no tuviese miedo de pedirla. Jo se sentó en la silla baja que solía ocupar Beth, bien junto al padre, y le contó todas sus tribulaciones: el dolor resentido que sentía por la pérdida de Beth, los inútiles esfuerzos por cumplir lo prometido a la hermana, su desaliento, su falta de fe que le hacía parecer tan negra la vida y toda aquella perplejidad y desconcierto que llamamos desesperación. Su confidencia fue completa y recibió en premio la ayuda que necesitaba. Ambos encontraron consuelo en aquel acto, pues había llegado el momento de hablar, no sólo como padre e hija, sino como hombre y mujer, sirviéndose mutuamente. Y se sucedieron momentos felices en el viejo escritorio, de los cuales salía la muchacha con nuevo coraje, renovada alegría y espíritu más sumiso. Otras ayudas tuvo Jo: obligaciones humildes y sanas que no querían se les negase su papel en servirla y que poco a poco la muchacha aprendió a reconocer y a valorar. Escobas y plumeros no podían ser nunca ya tan odiosos como antes, puesto que Beth había estado a cargo de su manejo y aun parecía conservarse algo de su espíritu doméstico en el pequeño estropajo y en el viejo cepillo, que no fue tirado jamás a la basura. Al usarlos, Jo se encontró de repente tarareando las canciones que Beth solía cantar, imitando los modos ordenados de Beth y dando aquí y allá los toquecitos que mantenían la casa limpia y cómoda, lo cual fue el primer paso en la empresa de hacer feliz el hogar, aunque no lo supo hasta que Ana le dijo con un apretón de manos aprobatorio:

MUJERCITAS (Louisa May Alcott) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora