09/10/2015 - El fin

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09/10/2015, 02:33 AM

Una triste melodía pero de excelente percusión entraba por su oído izquierdo, el auricular derecho no funcionaba. Había apenas unas cuantas nubes en el cielo, se podían divisar algunas estrellas y la luna brillaba lo suficiente para que Jean pudiese ver su aliento escapando con el aire, era de hecho, una de las noches más frías de ese otoño. El césped sobre el cual estaba sentado también estaba helado. Lo único que le mantenía el ánimo para estar en ese lugar era que estaba demasiado helado como para que cualquier alimaña fuera a molestarlo y que en cualquier momento oiría las pisadas de Marco acercándose hasta él. Eventualmente la canción terminó y empezó otra; se vio tentado de detener el reproductor y así poder concentrarse más en los ruidos del escenario en el que estaba, tal vez sería la última vez que tendría la oportunidad de hacerlo, pero ni siquiera sus viejos guantes azules habían podido proteger el calor de sus manos y las articulaciones de sus dedos dolían horrores, más de lo que nunca le habían dolido antes. Al sentir ese punzante dolor, se le vinieron recuerdos de sí mismo dibujando y se dio cuenta que jamás había dibujado ese sitio frente al río en el que estaba, ese que sirvió durante tanto tiempo como punto de encuentro con Marco, de quien ya empezaba a escuchar las pisadas aplastando las hojas que el otoño tiraba al suelo. Una última vez, sacaría pecho como el orgulloso fanfarrón que era, una última vez por sus refinados sentidos que le permitían oír el bosque a su alrededor al mismo tiempo que escuchaba el agua del arroyo correr y su amigo acercarse. «Este no es un final tan amargo», pensó.

Marco se sentó a su lado.

Jean lo miró de reojo y notó que había estado llorando. Se odio mucho cuando lo primero que sintió al verlo con los ojos hinchados, fue que ya estaba acostumbrado a eso. Marco perdió la mirada en las aguas negras que tenía al frente sin intención ni capacidad de mirar a los ojos al viejo amigo que tenía al lado, pero algo adentro suyo lo necesitaba. Era una necesidad tan fuerte que le revolvía el estómago hasta las arcadas y casi lo hacía llorar de nuevo. Extendió su mano y tomó la muñeca huesuda del rubio. Jean inhalo profundo. Marco extendió las piernas en el césped escarchado y sintió todo ese frío apoderarse de sus piernas. Tal vez si se congelaban, no tendría oportunidad de escapar. Era una buena excusa aunque en realidad innecesaria, bien sabía que no había nada más al escapar.

-Marco... estuve pensando mucho en lo que dijiste una vez

-Vaya -respondió el pecoso desanimado -¿qué fue exactamente?

Jean rió irónico.

-Ya sabes. Esa capacidad tuya de hallar un halo romántico en todo. Una vez estábamos sentados en aquel árbol y dijiste que... No, ¿sabes? Ya no importa. Es sólo que me preguntaba si tendrías razón cuando dijiste que todos los ríos desembocaban en el mar. Olvidé googlearlo. Pero, ¿te imaginas eso? Este arroyo miserable, en el que ni siquiera nadan los sapos, en el que nunca he pescado nada más que preservativos, fluyendo hasta convertirse en algo tan inmenso como un océano. Es tan hermoso pensar en eso, Marco, pero claro, esta noche, ya no importa.

-Tengo que orinar, Jean. Ahora me has quitado las ganas de hacerlo en el río -Marco se levantó y se dirigió hacía uno de los árboles que tenían atrás, Jean le llamó la atención y le dijo que más le valía no volver con intención de tocarlo con sus manos sucias, entonces oyó un automóvil a lo lejos.

-Hace unos años ni siquiera existía esa autopista, ¿recuerdas, Marco? -Le gritó a su amigo.

-Algunas cosas de hecho cambian. -Respondió Marco, quien no tenía demasiada orina que liberar pero aún seguía de pie frente al árbol. Lagrimas gélidas rodaron por sus mejillas pecosas, porque Jean era tan tonto que jamás supo que ese río de pacotilla no iba a ningún mar, porque ese montón de piel y huesos en el que se había convertido su mejor amigo, por más apariencia de osamenta que diera, todavía tenía dentro la más maravillosa alma que había conocido y tantos recuerdos forjados juntos estaban a punto de significar nada. Sentado más allá, Jean oía sus sollozos, quiso ir y abrazarle, pero decidió darle tiempo para sí mismo, el tiempo que sea necesario para que vaya y llore en su hombro, porque sólo entonces él también sería capaz de llorar y, con algo de suerte, eso no sucedería. Miro las estrellas, era una noche de un frío tan horrible que era bella. Marco se sentaría junto a él, pese a su advertencia de no tocarlo con las manos sucias, acariciaría su pelo que siempre había dicho era suave y especial. Él tendría una última oportunidad de contarle las pecas, la luna brillaba lo suficiente para permitírselo, y sólo eso hacía que bombeara con fuerza su corazón. Morir juntos. El eco del rugido de otro auto violando la densidad del bosque, otra canción que terminaba, las pisadas de Marco acercándose. Se quitó los guantes azules para acariciar el revólver, se preguntó si era demasiado pronto para cargarlo y la presencia de Marco, aquel gran amor suyo, se lo confirmó. Porque toda la ternura que Marco provocaba en su corazón, era capaz de hacerlo esperar un poco más. «Este no es un final tan amargo», pensó.

Los peces que no nadanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora