CAPÍTULO 1

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Christine

Barcelona, 2013

–¡¡¡¡AHHHHH!!!!

Mi propio grito me retumbó estridentemente en los oídos. Me incorporé en la cama y parpadeé confusa. El sol lamía mi cuerpo de cintura para abajo, colándose a través de las cristaleras de la ventana. Jadeando, me pasé una mano por la frente y descubrí que estaba perlada de un sudor pegajoso. Volví a cerrar los ojos y me dejé caer sobre la almohada mullida. Conté hasta cuatro respiraciones tratando de escuchar pasos en el pasillo, pero la casa parecía en silencio. Suspiré aliviada. Era atormentador encontrarse con los ojos de Orión al despertar de mis pesadillas, pues a menudo él aparecía en ellas y era como no haber abierto los ojos. Afortunadamente, hacía años que Orión ya no tenía la costumbre de arrodillarse a los pies de mi cama y tratar de calmarme con palabras banales y huecas, no obstante, a pesar del tiempo, seguía temiendo ver sus pupilas dilatadas por el asombro y sus torpes intentos por consolar a una niña a la que él mismo había destruido la vida.

Suspiré, relajada y en ese instante el despertador del iPhone escupió el Runaway de Bon Jovi. Me gustaba la canción, pero detestaba ser lo primero que escuchaba por las mañanas. Me senté en el borde de la cama y mis pies desnudos rozaron el parqué de la habitación. Estaba a una temperatura apropiada y poco a poco sentí como recuperaba el control sobre mí misma.

Sufría terrores nocturnos desde que habían muerto mis padres y me poseía un miedo irreflexivo cuando, cada noche, me tumbaba en la cama y sabía que iba a perder la conciencia durante unas horas. La sensación de cerrar los ojos, dormir y dejar de existir durante un paréntesis en el tiempo, me resultaba un pensamiento prácticamente insoportable. Me recordaba amargamente a los cadáveres de mi familia, muertos, yertos, inertes, manchando de sangre el suelo cerámico de mi casa.

Sacudí la cabeza para ignorar la penetración de aquellas vivencias. Si me había permitido aquel momento de debilidad era por la pesadillas que acababa de tener, donde los brazos de Orión me arrastraban lejos de mi hogar.

Abrí la ventana de par en par para ventilar la habitación y Barcelona me saludó con el resplandor de la luz solar y un cielo tapizado de azul. Aspiré el aire de Pedralbes y disfruté del sonido de los pájaros piando en los árboles del jardín. La casa de Orión era muy amplia, quinientos metros cuadrados de ladrillos rodeados por una pequeña porción de naturaleza. La piscina estaba acunada por la sombra de los altos pinos y la pista de tenis encasillada en el verdor de los helechos y los rosales. Era muy agradable poder esconderse en el exterior cuando el interior de la casa estaba impregnado de la presencia de Orión y su sombra recorriendo cada centímetro de pared.

Cogí una toalla y me deslicé hacia el baño. Una de las ventajas de la casa era, precisamente, que podía disponer de la comodidad del aseo dentro de mi habitación. Orión se había esforzado en hacer mi existencia más agradable, pero nada de todo aquello podía compensar el agravio que me había causado, que me causaba a diario. Soportar su presencia se había convertido en un hábito para mí, pero la soledad me atenazaba las entrañas cuando estaba frente a él.

Abrí el mando de la ducha y los grifos de masaje dispararon chorros de agua sobre mi cuerpo. Cerré los ojos y disfruté de la sensación que me adormecía los músculos. Me masajeé el costado derecho con una mano, embadurnándolo de jabón. Todavía se dibujaba un horrible moratón tiñendo mi piel pálida. Orión me había golpeado con la rodilla en el entrenamiento del día anterior y yo no había podido esquivar la rapidez de su movimiento. Un dolor agudo me había perforado por dentro pero, enfurecida porque había vuelto a doblegarme, no le había permitido examinarme ni tampoco había bebido su sangre.

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