INTRODUCCIÓN

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Diario de Dionne.

Barcelona, 1227.

Desembarcamos en el puerto de Barcelona durante el reinado de Jaime I, denominado El Conquistador. Viajábamos como pinches en un barco de mercaderes y la coartada nos había valido para no levantar sospechas. Afortunadamente, las cocinas estaban situadas en los niveles inferiores y compartíamos camarotes oscuros y andrajosos con el resto del personal. No subimos a proa durante el trayecto, evitando la exposición innecesaria al sol.

Descendimos en mitad de la noche y nos refugiamos en un albergue a cambio de unas pocas monedas.

Podíamos obtener dinero gracias a nuestras recientes habilidades, pero el hurto era un nuevo agravante a nuestro más que reprobable comportamiento. Actuábamos como dioses, decidiendo sobre las vidas del resto de seres humanos y pudiendo influir sobre ellas. A nuestro alcance, se abría todo un horizonte de posibilidades. Éramos más fuertes, más rápidos y más letales, inmunes a sus armas y empezábamos a sospechar que también seríamos eternos. En cinco años no habíamos envejecido ni enfermado y nuestras limitaciones eran nimiedades comparadas con los dones recibidos.

Todo a cambio de la sangre.

No dejábamos rastro de nuestros crímenes y en aquella época era muy sencillo, pues las muertes se reproducían con la misma rapidez que las ratas.

En aquellas condiciones, disfrutamos de nuestro regreso a la ciudad que tanto amábamos. Barcelona no sólo era donde había nacido, sino el lugar donde conocí a Evan.

De toda la locura de los últimos años, lo único que importaba era él y lo mucho que lo quería. Dicen que la muerte es el último enemigo a batir, sin embargo, en nuestro caso, la habíamos burlado como a todos los demás.

Nuestra relación había zozobrado en el tiempo, fluctuando en un remolino de obstáculos. Nuestras familias, de religiones opuestas y de posiciones muy dispares, habían trabado el inicio. Después, el hambre, las guerras y la enfermedad.

Evan creía que la vida nos había dado la oportunidad que merecíamos. Detestaba cometer asesinatos, pero comprendía mejor que yo, que no teníamos otras alternativas.

En Sicilia habíamos consolidado nuestro matrimonio y en París hallado el don que nos permitía caminar donde otros, antes que nosotros, habían perecido. Esperábamos que Barcelona nos devolviera la felicidad de nuestros primeros encuentros y la oportunidad de un futuro en un reino en auge.

Corría el rumor de que el rey estaba a merced de los nobles aragoneses y que había firmado un tratado para poner fin a las disputas, con promesas de campañas contra los musulmanes.

La religión había marcado nuestra existencia y ni Evan ni yo creíamos en Cruzadas, dioses divinos ni Profetas, más después de lo ocurrido. Sin embargo, el mundo por el que nos movíamos en nada podía parecerse a las épocas esplendorosas del alto Imperio Romano y nos enfrentábamos, sin duda, a una edad oscura, a un tiempo dominado por la ingenuidad, la esclavitud y la guerra.

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