PRÓLOGO

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SE DICE con certeza que cada edificio se construye piedra tras piedra, y lo mismo puede decirse del
conocimiento, extraído y compilado por muchos hombres instruidos, cada uno de los cuales construye sobre el
trabajo de aquellos que les precedieron.

Lo que uno de ellos no sabe es sabido por otro, y poco permanece
como verdaderamente desconocido si uno busca lo suficiente. Ahora yo, el Maestre Yandel, tomó mi turno
como constructor, aportando lo que sé para colocar una piedra más en el gran bastión del conocimiento que
ha sido construido a lo largo de los siglos tanto dentro como fuera de los confines de la Ciudadela-un bastión
construido por incontables manos que aun llegando antes, y el cual sin duda, continuará creciendo con la
ayuda de incontables manos aún por venir.

Yo fui un niño huérfano desde mi nacimiento, en el décimo año del reinado del último rey Targaryen,
abandonado en una mañana cerca de un tenderete vacío en el Hogar de los Escribas, donde los acólitos
practicaban el arte de las letras para aquellos que lo necesiten. El curso de mi vida fue determinado ese día,
cuando fui encontrado por un acólito que me llevó ante el Senescal de ese año, el Archimaestre Edgerran.

Edgerran, cuyo anillo, barra y máscara eran de plata, contempló mi rostro berreante y anunció que yo podría
serles de gran utilidad. La primera vez que me dijeron esto de pequeño, lo interpreté como que él había
previsto mi destino como maestre; pero tiempo después supe del Archimaestre Ebrose que Edgerran estaba
escribiendo un tratado sobre como envolver a los niños y quería confirmar ciertas teorías.

Pero por poco prometedor que aquello suene, el resultado fue que me dejaron al cuidado de los sirvientes y
recibí la atención ocasional de los maestres. Yo mismo fui criado como un sirviente entre los salones, cámaras
y bibliotecas, pero recibí el don de las letras del Archimaestre Walgrave. Así llegue a conocer y amar la
Ciudadela y a los caballeros de la mente que protegían su preciosa sabiduría. Deseaba más que nada llegar a
ser uno de ellos- leer sobre lugares lejanos y hombres hace mucho muertos, contemplar las estrellas y medir
el paso de las estaciones.
Y eso hice. Forjé el primer eslabón de mi cadena a los trece, y otros eslabones después de ese. Completé mi
cadena e hice el juramento en el noveno año del reinado del Rey Robert, el Primero de su Nombre, y me sentí
bendecido de seguir en la Ciudadela, para servir a los Archimaestres y ayudarles en todo lo que hicieran. Era
un gran honor, pero mi gran deseo era crear una obra propia, un trabajo que tanto hombres humildes como
letrados pudieran leer- y leerlo para sus esposas e hijos -de modo que aprendieran sobre cosas tanto
buenas como malas, justas e injustas, grandes y pequeñas, y de aquel modo saber más acera del conocimiento
que se recoge en la Ciudadela. Así que me puse a trabajar nuevamente en mi forja, para crear contenido
valioso acerca de las obras maestras de aquellos maestres fallecidos hace tiempo que me precedieron.

Lo que sigue a continuación nació de aquel deseo: una historia de los hechos galantes y malvados, de
personajes familiares y extraños, y de las tierras cercanas y las lejanas.

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