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Caminaba sobre los campos que ya bien conocía, al lado de mi Garchomp. Hacía un clima bastante agradable, estaba atardeciendo. El sol adornaba como un diamante, un diamante en llamas. El cielo era un espectáculo de colores, un naranja que recordaba a unas llamas tranquilas, como la llama de una vela... en realidad, el cielo parecía la llama de una vela vista al revés, en la parte más alta, en la cima del cielo, un azul oscuro tranquilo, apacible. Ya se asomaban algunas estrellas en aquel firmamento, como si temieran a salir, como si temieran al sol. En el horizonte, una mezcla de colores precedían al sol, que cada vez se escondía más entre las montañas. Era un muy bonito atardecer, un bello espectáculo para contemplar.

Era extraño pensar que no hace mucho yo había sido el héroe de los fuegos. Era algo muy curioso, no me sentía diferente. O bueno, no en la forma que esperaba. Las aventuras cambian a las personas, creo que yo aprendí el valor de la virtud, pero, sobre todo, aprendí que los amigos, la amistad, son el gran don que se nos ha otorgado; el don de hacer dos almas una sola, viviendo en dos cuerpos. Un lazo irrompible, que se puede enrollar, tensarse, e incluso rasgarse, pero nunca romperse. Nuestro lazo con los pokémon sólo era una amistad debilitada. Yo creo que Arceus vio eso: que si un humano puede llegar a amar, los corazones, aún nublados por el odio, pueden ser curados.

La noche caía sobre mí, podía oír a los bichos cantar, el concierto del bosque se alzaba, era un deleite que tan sólo yo y mi dragón disfrutábamos.

La luna llena brillaba con una fuerza que no era habitual, el destello blancuzo bañaba los árboles. Daba gusto ver tan belleza. Hipnotizado por ésto, caminé, con camino a mi casa. Había vivido la más grande aventura, ahora regresaría a casa, con mis padres.

Mi casa, era una humilde cabaña, con techo hecho de ramas secas, no proporcionaba una gran protección, pero en mi pueblito casi siempre hacía buen tiempo. Empuje la puerta y me encontré a mi madre descosida en lágrimas frente a la chimenea.

Al verme, mi madre corrió a abrazarme con una velocidad que no sabía que era humanamente posible

Mi madre, tan pequeña, con sus rizos rojizos que enmarcaban una cara de delicados rasgos. Una piel blanca como la nieve, sus ojos que inspiraban confianza... amor. Estaba tan ocupado salvando el vínculo de amor que no me había parado a pensar en lo mucho que extrañaba su voz calmante, sus consejos, sus platos de maravillosa comida, extrañaba mi hogar. Sentía su cuerpo contraerse en sollozos contra el mío, su corazón martilleaba contra su pecho. Nos fundimos en ese cálido abrazo por unos minutos. Lágrimas corrían libres por mis sonrosadas mejillas.

—Perdón, Ángel, lo siento por todo. —Sollozó.

No emití ningún sonido, sólo le sequé las mejillas, sonreí, y la abracé de nuevo.

Las Tres VirtudesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora