María.

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El verano transformaba el pueblo. El calor, pesado, agobiante, impedía cualquier intento de vida durante el día. El asfalto ardía y las casas, encaladas de blanco, reflejaban el sol, cegando la vista.

El autobús la dejó en la parada. Con una maleta en la mano, miró el que era su hogar durante dos meses y medio cada año.

Los niños corrían con sus bicicletas por el Camino viejo, levantando polvo tras de ellos.

Las calles estaban sumidas en el silencio, y tan solo se oía el zumbido de los televisores y retazos de conversación que las paredes no podían contener.

La casa, blanca, como todas, la esperaba, con las persianas bajadas, dejando a la vista unos centímetros de las cortinas, inmóviles y pesadas.

Siempre era igual. La vivienda, sumida en penumbra y observada por las vírgenes desde sus cuadros, parecía muerta. Tan solo la alegraba un poco la llegada de la niña, como la solía llamar su abuela, que no se daba cuenta de que ella ya rozaba los quince.

Sin embargo, María se quedo parada ante la puerta, pensativa. Algo había cambiado.

No eran las paredes, impolutas, ni la puerta, totalmente azul y con el pomo de latón, ni siquiera las pequeñas plantitas pegadas al muro. Había algo extraño, pero no sabía qué.

Este año será diferente, se dijo mientras cruzaba el umbral de la casa.

Pero lo que no sabía, era que en unas horas viviría un suceso que cambiaría su verano, que haría que su mundo se tambalease peligrosamente. La verdad, es que no tenía ni idea.

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