(Laila es la chica con una diadema azul, o al menos así me la imagino yo)
Los colores, los olores y el ruido ensordecedor habrían paralizado a cualquiera, abrumados ante tal explosión de vida.
Sin embargo, yo no era una de ellas.
Me había criado aquí, entres especias, sedas, animales y desconocidos.
Estaba acostumbrada a las inagotables riadas de gente, a los empujones y a los gritos, al tacto de la tierra bajo mis pies descalzos, a las mujeres envueltas en delicadas telas, a los hombres ariscos y a los niños desnudos correteando tras las gallinas.
Todos ellos formaban parte de mi vida.
Gracias a muchos de ellos conseguía algo para llevarme a la boca.
Me escurría entre la gente como una ánguila, buscando algo de valor.
Entre toda esta gente, era imposible que alguien se fijara en una quinceañera de pelo negro, ojos azules y rostro añiñado.
Por fuera no llamaba la atención, pero ocultos en mi amplia capa, se podían encontrar piezas dignas del maharajá.
Me habían entrenado los mejores.
Mis manos eran ágiles y seguras, mi determinación de hierro y mi lealtad inquebrantable.
Nunca me habían visto, y mucho menos atrapado.
Una vez al día, mi brazo se veía aprisionado en una mano que me daba tres apretones y una palmada. Un instante y la mercancía cambiaba de mano.
Yo tenía suerte. Un tercio de mis ganancias eran para mí. Los demás niños eran prácticamente unos esclavos.
Una vez había atrapado a uno de ellos intentando robarme.
Era bueno, pero vacilaba.
Le cogí por la muñeca con fuerza, pero al ver el collar en mi cuello, se revolvió y desapareció.
Lo comprendía.
Yo era Laila, la mejor ladrona de la ciudad, y una de las más temidas.
Mi nombre era una leyenda, susurrada en la oscuridad, y un fantasma para los que me buscaban.
Había robado el doble de lo que se me atribuía y no había ganado ni la mitad.
Jamás había dado problemas a mis jefes y no los había tenido.
Hasta el momento en que mi mirada se cruzó con la de aquel joven pescador, alto y moreno.
Maldita suerte.
Maldito Rasihs.
Malditos ojos color noche.