Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el rostro de Raskolnikof, y cuando hubo terminado estaba
pálido, tenía las facciones contraídas y en sus labios se percibía una sonrisa densa, amarga, cruel. Apoyó la cabeza en su mezquina
almohada y estuvo largo tiempo pensando. Su corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turbación. Al fin sintió que se
ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espaciolibre. Cogió su sombrero y salió. Esta vez no temía encontrarse con la patrona en la escalera. Había olvidado todos sus problemas.
Tomó el bulevar V., camino de Vasilievski Ostrof. Avanzaba con paso rápido, como apremiado por un negocio urgente. Como de
costumbre, no veía nada ni a nadie y susurraba palabras sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían a mirarle. Y se decían: Está
bebido.»