PRÓLOGO

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La ratoncita había salido de su madriguera y había sido cazada.

Y él quería que viera quién era realmente.

Un sádico hijo de puta.

Una criatura de pura maldad.

Un monstruo sediento de venganza.

No existía Dios al que pudiese rezar. Ni infierno que él no estuviera dispuesto a enseñarle.

«Puta traidora.»

Los manos de Valen se deslizaron por los pechos de Alejandra y siguieron el recorrido hasta su garganta de cisne. Ella, desesperada por quitárselo de encima, comenzó a debatirse, luchando y boqueando debajo de él en busca de oxígeno, clavando en el proceso, fuertemente las uñas en sus muñecas.

A Valen no le importó, porque no sentía absolutamente nada.

Hacía semanas que el agujero negro en el que siempre convivió se había convertido en un lugar mucho más oscuro. Era como permanecer constantemente tumbado en un potro de tortura. El dolor que había padecido al principio, cuando estiraron al máximo sus miembros, había desaparecido por completo. El mecanismo podía seguir estirando sus articulaciones hasta que no dieran más de sí y acabaran desencajándole hombros y caderas, pero él hacía mucho que había dejado de respirar.

De sentir.

La muerte nunca fue tan reconfortante.

Parpadeó, tratando de ver mejor. Para cuando su visión borrosa se aclaró, descubrió los ojos muy abiertos de Alejandra y un reguero de lágrimas por su rostro tan blanco como la cal.

No eran sus lágrimas sino las de él.

Lleno de rabia, un rugido retumbó desde lo más profundo de su pecho. Respondió a su momento de debilidad estrellando su miembro dentro del núcleo seco de la joven, y sepultando más cruelmente los dedos en su tráquea. Su cabeza cayó mientras se metía en ella con violencia una y otra vez, una y otra vez.

La odiaba y deseaba con la misma cruda intensidad.

Cerró los ojos. Su respiración siseando a través de sus dientes apretados a medida que una oleada de electricidad amenazaba con incendiarlo. Su cuerpo se tensó. El último de los trechos que lo conducirían hacia la cima del éxtasis estaba peligrosamente cerca.

Pero no podía haber placer sin dolor.

Nunca.

Dejando escapar el único sonido que sus labios habían proferido en todo ese maldito rato, Valen sacó su polla aún dura del interior de su mujer y se arregló el pantalón. Forzó sus piernas a moverse, a que dieran el primer puto paso fuera de la cama para que, cualquier malnacido de los allí presentes con ganas de echarle un polvo esa noche, lo hiciera.

De algún modo lo logró.

El calor le hirvió la sangre cuando un cabrón ocupó el lugar que acababa de abandonar. Sin contemplaciones y, con rudeza, le dio la vuelta a Alejandra y la colocó debajo de él en la cama y la penetró por detrás. Ella chilló en cuanto él la atravesó, pero se quedó en silencio al cabo de un instante; cuando una gruesa polla tuvo la misma eficaz función de un bozal en su boca.

Una joven de aspecto inocente.

Una habitación llena de hijos de puta.

Y una flor de acanto.

Valen dobló los dedos en un puño. Sus dientes se comprimieron tanto que las muelas protestaron. Algo explosionaba como una bomba devastadora dentro de su cavidad torácica.

«¿Celos?»

«¿Ira?»

Miró por última vez a la Alejandra de esa noche. En su mente, todas se llamaban como ella. Con el paso del tiempo se había vuelto más exigente, más exquisito. Ya no le bastaba solo con vestirlas y peinarlas como ella. Quería que tuvieran su misma constitución y altura, su mismo color y corte de cabello y su misma piel de alabastro. Quería ver sus increíbles ojos castaños y su boca de fresa en todos y cada uno de los rostros que seguiría poseyendo y maltratando cada madrugada; hasta que la pequeña y verdadera ratoncita asomara su curioso hocico a la superficie y él pudiera devorarla.

ESPOSADOS (Conectados #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora