CAPÍTULO 2

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Me pasé el día entero mirando el humo gris-azulado agitarse dentro de la esfera de cristal, apresada con espirales de plata pulida, en la que estaban escritos una infinidad de símbolos, a los cuales, por primera vez, presté atención: intenté leer la escritura, pero no pude, pues comenzaba en arameo y… terminaba en símbolos que yo jamás había estudiado.

Aquel contenedor había sido un obsequio de mi abuela cuando cumplí mis quince años. Es una herencia familiar y mi única defensa en caso de… necesitarlo.

En ese momento me dije que estaba haciendo mal en tener ocupada —con un alma pura— mi única defensa contra los Devoradores de Brujas, pero ya estaba hecho, ya tenía un alma y, ahora, lo único que podía hacer era esperar a la luna nueva.

—Tranquilo, Sam —le pedí.

Para mi asombro, su alma respondió. Dio un brinco primero, sorprendido de que lo llamaran. Me dije que, tranquilizarlo, sería mucho más fácil de lo que esperaba si podía comunicarme con él.

Y así fue.

Lo acaricié y le prometí que todo estaría bien. Sam quería saber dónde estaba, le interesaba mucho saber si eso era el cielo —temía él que no fuera así—. Me transmitía su sensación de frío. Le expliqué que era debido a la plata y le prometí sacarlo pronto de ahí.

Y él confió. Le gustaba el sonido de mi voz y el calor de mi mano a través del cristal.

La realidad es que fue fácil convivir con su alma durante esos siete días. Y más lo fue cuando comencé a llevarlo en mi mochila a la universidad —no soy de las que faltan a clases con facilidad—.

***

Llegándose el séptimo día, yo ya tenía reunidos todos los materiales para mi hombre de arcilla, incluso el problema del horno, de dos metros, lo resolví de manera rudimentaria: mi azotea, ladrillos y una lámina gruesa, que soportara al menos cien kilogramos.
Esa misma tarde, antes de que el sol se metiera, cerré la puerta de la azotea con candado y monté la leña para la hoguera, coloqué los ladrillos de manera que formaran dos muros sólidos —de medio metro cada uno— y, con más trabajos de los que creí, logré subir la lámina sobre ellos —no sin antes haberlos tirado como nueve veces—.

Preparé luego la arcilla —asegurándome de moler bien el hueso de Sam y de poner tanta de mi sangre y pétalos de rosas blancas, como me fuera posible—. Increíblemente, logré tenerlo todo listo para la media noche, que fue cuando dejé el primer puñado de arcilla preparada sobre la lámina, que ya estaba al rojo vivo, gracias al fuego que había encendido debajo.

***

Mientras formaba el cuerpo de Sam, intenté imaginarlo en vida, pero no pude. Lo que su alma me había dejado ver, me decía que él era una persona poco interesada en el físico de nadie. Ni siquiera en el de él mismo, así que lo dejé en blanco; no le di rostro, ni cuerpo, ni piel, ni color de ojos. Lo dejé neutro, para que adquiriese la apariencia de que la Sam había gozado —o sufrido— en vida.

Claro que me pregunté, más de una vez, si estaba haciendo mal. Por supuesto que pensé en que podría ser un adefesio, pero cada vez que lo pensaba, me decía que Sam sería mi compañía, mi amigo, y ninguna otra cosa, así que, ¿qué más daba su apariencia?

¿Que si podía darle la figura que yo quisiera? Sí, podía: los hombres de arcilla fueron creados, principalmente, para proteger y, en menor medida, para recompensarles: si había un guerrero fiel que moría en batalla, era traído de vuelta por las Brujas, ya fuera para que continuara su misión o para agradecerle como era debido: podían regresársele extremidades perdidas, o aumentar su masa muscular, o hacerlo mucho más bello de lo que fue en toda su vida. Claro, ellos no tenían ni idea del porqué se les agradecía, pues los hombres de arcilla vuelven todos sin memoria alguna, pero al menos disfrutaban del tiempo que se les otorgaba.

***

Terminé a Sam casi con los primeros rayos del sol; al poner el último puñado de arcilla sobre la lámina, el fuego bajo esta se apagó instantáneamente y el humo blanco y espeso comenzó a envolver el ambiente. Con mi athame de plata, tallé en su pecho —del lado izquierdo—, el pentagrama final y pasé mis manos, untadas con los aceites benditos, por todo su cuerpo —ya suave, comenzando a mutar en… algo más—, coloqué el contenedor sobre su vientre y, dejando escapar mi aliento en su boca, pronuncie la invocación en italiano —la lengua de Sam—:

Ven, Samuel Spinola.
Ocupa este cuerpo de
arcilla y vuélvelo, con tu
Chispa, de carne.
Ven, Samuel Spinola. Ven y cumple con tu propósito, hasta que la luna nueva vuelva tu cuerpo de polvo.

Al terminar de decir las palabras, mi cuerpo se volvió tan pesado como si la gravedad hubiese aumentado diez veces, pero me obligué a permanecer para poder seguir el proceso: el alma de Sam dejó el contenedor y entró al cuerpo de arcilla por su boca, en un aliento de vida que logré ver pese al humo que no cedía.

La arcilla pálida se volvió, primero, carne rosada; pude ver los huesos endurecerse y los músculos crecer. Vi los tendones, las venas y luego formarse la piel; era blanca.

Lejos de parecerme un proceso repulsivo, la verdad es que fue fascinante, tanto así que me obligó a ignorar mi malestar, deseando que el humo se disipase para poder verlo con mayor claridad.

Di un paso atrás, temerosa de infectar su cuerpo con mi respiración agitada a causa del trabajo que me costaba mantenerme en pie.

Sus rasgos comenzaron a formarse. Uñas, cabello, pestañas… Mantenía los ojos cerrados mientras la nariz, erguida y refinada, se pulía en su cara.

Y, contra toda posibilidad… ¡era una cara preciosa!

Sus rasgos aún eran los de un adolescente volviéndose hombre, pero ¡qué hombre! Tenía pómulos marcados, altos y masculinos, su mandíbula era cuadrada y afilada, fina —tenía más rubor en la mejilla izquierda que en la derecha, como si hubiese llorado… o le hubiesen dado un puñetazo—, sus labios eran rosas y tenía cabellos oscuros. Aparentaba tener alrededor de veinte años y no diecisiete.

Eso me agradó.

Me sentí el Dr. Frankenstein cuando el cuerpo de arcilla —ahora completamente de carne— comenzó a respirar.

Respiraba suavemente, lleno de paz. Con la piel perlada de sudor, y mi estómago revuelto, sonreí como una idiota, deseando que abriera sus ojos para que me dejara ver el color. Deseaba que fueran negros. Me gustan los ojos negros. Cosas de Brujas.
Sam arrugó los párpados y… ¡llamaron a la maldita puerta de la azotea!

***

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El Hombre de Arcilla © [En AMAZON ❣️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora