PREFACIO

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Italia, actualidad.

Mi nombre es Lilla Kyteler y no soy muy distinta a las demás mujeres. Se preguntarán, entonces, ¿por qué querer contarles mi historia, si es una historia cualquiera? Mi respuesta sería que, aunque yo soy una mujer más, mi historia no lo es.

Verán, nací en Lacio, Italia, hace diecinueve años. No conocí a mis padres; ellos fueron devorados y yo crecí con mi abuela, quien es una Bruja. No, no la estoy insultando: Iza —como le gusta que la llamen— literalmente es una Bruja.

Iza dejó su aquelarre cuando se enamoró de mi abuelo, un Null —algo parecido a un humano de lo que hablaré más adelante—. De Iza aprendí todo lo que sé de magia, que no es mucho, pero sí lo suficiente para arruinar mi propia existencia. Y no, no es porque la magia atraiga la desgracia, o porque cada hechizo tenga un precio que solo se pague con una vida o el alma, o alguna otra de esas cosas con las cuales se han empeñado los humanos en desvalorizar la hechicería. La verdad es que la magia no es mala —no el concepto de "maldad" entienden los humanos, al menos—. No, si se practica con consciencia.

Yo no lo hice.

Quizá deba comenzar por contarles que mi suerte, con los hombres, nunca ha sido la mejor. Y eso no es porque sea particularmente fea —de hecho, con temor a escucharme presuntuosa, diré que soy atractiva: pelirroja, como casi todas las Brujas, de ojos verdes y piel blanca; alta y delgada—, sino porque mi actitud no es precisamente la mejor.

Debido a que mi desarrollo fue distinto al de las otras niñas —vamos, que no todas juegan a invocar espíritus ni practican sellos de protección con sangre de cordero— no tenía mucho de qué hablar con ellas, así que crecí alejada de los demás niños. Más tarde, me separaba de los adolescentes —a ellas les interesaban los cantantes y, a mí, escuchar los ecos del pasado en los muros—, pero cuando me mudé a Roma para asistir a la universidad y, por primera vez, me encontré lejos de Iza —mi mentora y mejor amiga—, me sentí... sola.

Esa es la verdad.

No era buena haciendo amigas, así que ni lo intenté siquiera.

Durante mis horas de clases me sentía marginada, rechazada. No tenía nadie con quién hablar. Ni siquiera tenía a quién pedirle las notas cuando llegaba a faltar a alguna clase. Y al salir de la universidad, ya rumbo a casa, mientras cenaba en esa misma cafetería cada noche, deseaba tener a alguien con quien compartir la pequeña mesa.

Mi vida era solitaria.

Sé lo que muchos opinarán: debí conseguirme un gato, pero a mi defensa, lo único que puedo decir es que las Brujas no nos llevamos bien con algunos animales. Pero esa es una historia que contaré más adelante; ahora mismo solo quiero hablarles de Samuel.

Mi Samuel.

🌙


Era sábado por la noche y me encontraba yo viendo una serie de TV y hojeando uno de los tantos diarios de Iza cuando se me ocurrió hacerlo.

A mi hombre. El de arcilla.

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