Pasada media hora, supo que jamás volvería a ver a su hija. Ella abrió la puerta, se volvió a mirarlo y después entró en la habitación del anciano. Pero estaba seguro de que Josephine, su hijita de doce años, jamás volvería a salir. Nunca más volvería a dedicarle esa sonrisa deslumbrante cuando la llevara a la cama. Nunca más volvería a apagar su lamparita de vivos colores en cuanto ella se hubiera dormido. Y sus gritos espantosos en plena noche jamás volverían a despertarlo.
La certeza la golpeó con la violencia repentina de un choque frontal.
Intentó ponerse de pie pero su cuerpo se negó a abandonar la inestable silla de plástico. No se habría sorprendido que se le doblaran las rodillas y cayese al suelo cuán largo era en el desgastado parquet de la sala de espera, justo entre la robusta ama de casa con psoriasis y la mesita en la que reposaban números atrasados de algunas revistas. Pero la gracia de desmayarse no le fue concedida y permaneció consciente.LOS PACIENTES NO SERÁN ATENDIDOS POR ORDEN DE LLEGADA SINO SEGÚN LA URGENCIA DE SU DOLENCIA.
El cartel informativo de la puerta blanca tapizada de cuero que daba a la consulta del alergólogo se volvió borroso.
El doctor Grohlke era un amigo de la familia y el vigésimo segundo al cual visitaba. Viktor Larenz había confeccionado una lista. Los veintiún médicos anteriores no habían logrado descubrir nada. Absolutamente nada.
El primero, un médico de urgencias, había acudido el segundo día de las vacaciones navideñas a la mansión familiar de Schwanenwerder, hacía exactamente de eso once meses. Al principio habían creído que Josephine padecía indigestión por comer fondue. Habia vomitado varias veces durante la niche y después sufrido una diarrea. Isabell, su mujer, llamó al servicio de urgencias particular y Viktor llevó a Josy al salón, con su delicado camisón de batista. Al recordarlo aún notaba el tacto de sus delgados bracitos, uno rodeandole el cuello como en busca de ayuda y el otro agerrado a Nepomuk, el gato azul, su peluche predilecto. Bajo la mirada severa de los familiares presentes, el médico auscultó el delgado tórax de la niña, le administró una infusión electrolítica intravenosa y le recetó un remedio homeopático.
-Es una pequeña infección en el estómago y en el intestino. Hay un brote en la ciudad, pero ¡no hay que preocuparse! Se pondrá bien.
Esas habían sido las palabras de despedida del médico de urgencias. «Se pondrá bien.» Había mentido.
Viktor se encontraba justo delante de la consulta del doctor Grohlke. Cuando trató de abrir la pesada puerta, ni siquiera logró bajar el picaporte. Al principio creyó que la tensión de las últimas horas lo había dejado sin fuerzas, pero después comprendió que la puerta estaba cerrada con llave. Alguien había corrido el pestillo. «¿Qué ocurre aquí?», pensó.
Se volvió bruscamente y fue como si viera lo que lo rodeaba en un taumatropo. Su cerebro percibía todas las imágenes de un modo sincrónico: los paisajes irlandeses de las paredes, el polvoriento ficus que había junto a la ventana, la señora con psoriasis sentada en la silla. Larenz volvió a tirar del picaporte una última vez y después salió de la sala de espera arrastrando los pies. El pasillo aún estaba repleto, como si el doctor Grohlke fuera el único médico de Berlín.
Viktor se encaminó despacio al mostrador
de recepción. Un adolescente que sufría un
evidente problema de acné solicitaba que le
hicieran una receta, pero Larenz lo apartó
rudamente para hablar con la ayudante del
médico. Ya conocía a María de sus anteriores
visitas. Hacía media hora, a su llegada a la
consulta con Josy, María todavía no estaba. Se
alegró de que su sustituto se hubiera tomado un descanso o de que su presencia fuera necesaria en otra parte. María tenía unos veinte años y el aspecto corpulento de una portera de fútbol
