PARKUM, cinco días antes de la verdad
BUNTE: ¿Cómo se sintió inmediatamente después de la tragedia?
LARENZ: Estaba muerto. Seguía respirando,
incluso comía y bebía de vez en cuando y hasta dormía un par de horas al día. Pero ya no existía. Morí el día que desapareció Josephine.
Viktor clavó la mirada en el cursor que parpadeaba detrás del último párrafo. Hacía siete días que había llegado a la isla. Hacía una semana que se pasaba el día ante el viejo escritorio de caoba, intentando responder a laprimera pregunta de la entrevista. Hasta aquella mañana no había logrado teclear cinco oraciones coherentes en su ordenador portátil. «Muerto», en efecto: era la palabra más adecuada para describir el estado en el que se
encontraba en los días y las semanas
inmediatamente posteriores. «Posteriores.»
Viktor cerró los ojos. No recordaba las primeras horas después de sufrir el choque. No sabía con quién había hablado ni dónde había estado cuando el caos destruía a su familia. En aquel entonces, Isabell había cargado con todo. Fue ella quien revisó el armario con el fin de informar a la policía acerca de las prendas que llevaba Josy, quien quitó la foto del álbum familiar para que hubiera una útil para la búsqueda de la pequeña.
Y también fue ella quien informó a los
parientes mientras él vagaba sin rumbo por las calles de Berlín. El psiquiatra, tan célebre y
supuestamente tan profesional, había fracasado en la situación más trascendente de su vida. Y durante los años siguientes, Isabell
también había demostrado más fortaleza que él.
Al cabo de tres meses ella volvía a trabajar como asesora de empresas, pero en cambio
Viktor vendió su consulta y a partir de entonces no volvió a tratar a ningún paciente.
De pronto el portátil emitió un pitido de alarma y Viktor se dio cuenta de que tenía que volver a cargar la batería. El día de su llegada,
cuando había colocado el escritorio en la sala
con chimenea, delante de la gran ventana con
vistas al mar, había comprobado que allí no
tenía enchufe. Así que podía contemplar el
maravilloso panorama invernal del mar del
Norte mientras trabajaba, pero cada seis horas tenía que transportar el ordenador hasta el
cargador, que estaba encima de una mesita,
delante de la chimenea. Viktor guardó el
documento con rapidez antes de que se
perdieran los datos.
«Como se perdió Josy.»
Echó un rápido vistazo al mar del Norte, pero enseguida desvió la mirada porque el aspecto del océano era un reflejo de su alma. El viento que silbaba por encima del techo de cañas e impulsaba las olas transmitía un mensaje inequívoco. A finales de noviembre el invierno se apresuraba a llegar a la isla acompañado de sus amigos, la nieve y el frío.
«Como la muerte», pensó Viktor poniéndose de pie y llevando el portátil hasta la mesa de la chimenea, donde reposaba la batería. La casita de dos plantas de la playa había sido construida a principios de los años veinte del siglo anterior y, desde la muerte de los padres de Viktor, nadie se había encargado de hacer las reparaciones necesarias. Por suerte,
Halberstaedt, el burgomaestre de la isla, se
había encargado de la instalación eléctrica y del generador que había delante de la casa, así que al menos había luz y la casa estaba caliente. Pero la vieja construcción de madera, que ningún miembro de la familia había visitado durante mucho tiempo, había sufrido bastante. Las paredes, tanto por fuera como por dentro, necesitaban imperiosamente una mano de pintura, hacía años que el parquet estaba desgastado y en el vestíbulo habían tenido que reemplazarlo parcialmente. Y las ventanas dobles de madera se habían deformado y dejaban pasar el frío y la humedad. Puede que el mobiliario resultara lujoso en los años ochenta e incluso siguiera evidenciando la prosperidad de la familia Larenz. Pero en las lámparas Tiffany, el sofá y los sillones de piel y las estanterías de teca se había acumulado un exceso de pátina debido al descuido. Hacía mucho tiempo que nadie había quitado el polvo.
«Cuatro años, un mes y dos días.»
A Viktor no le hizo falta echar un vistazo al
viejo calendario de la cocina. Lo sabía. Ese era
el tiempo transcurrido desde la última vez que había pisado Parkum. Hacía mucho que nadie
daba una mano de pintura al techo ni tampoco a la chimenea tiznada de hollín. Pero en aquel
entonces otra cosa sí que se encontraba en buen estado: su vida.
Porque Josy lo había acompañado hasta allí,
pese a que en los últimos días de octubre la
enfermedad ya la había debilitado muchísimo.
Viktor se sentó en el sofá de cuero, conectó el portátil al cargador y procuró no pensar en el fin de semana anterior a aquel fatídico día. Pero fue inútil.
«Cuatro años.»
Cuarenta y ocho meses transcurridos sin que Josy diera señales de vida. Pese a las numerosas pesquisas y las llamadas a la
población de todo el país a través de los medios de comunicación. Ni siquiera un programa especial doble de televisión aportó ningún indicio confiable. Pese a ello, Isabell se negó a que dieran por muerta a su única hija y por ese motivo también se había opuesto a la entrevista.
-No hay nada que debas concluir -le había dicho Isabell poco antes de la partida. Se encontraban en el camino de gravilla delante de su casa y Viktor ya había cargado el equipaje en la Volvo. Tres maletas. Una con su
ropa, las otras dos repletas de toda la documentación que había reunido tras la
desaparición de su hija: recortes de diarios,
documentos y, por supuesto, los informes de
Kai Strathmann, el detective privado que había contratado.
-No hay nada que asimilar ni concluir,
Viktor -había insistido-. Nada. Porque
nuestra hija sigue viva. -Que lo dejara solo en Parkum se debía únicamente a que era
consecuente y también a que ahora ella tal vez estuviera en algún rascacielos de Park Avenue, en Nueva York, participando en una reunión de trabajo. Era su manera de distraerse. El trabajo.
Viktor, sentado en el sofá negro, se sobresaltó cuando un leño se desplomó en la chimenea, al igual que Sindbad, que dormía debajo del escritorio y que bostezó indignado. Hacía dos años, el golden retriever se había acercado a Isabell en el parking de la playa del lago Wannsee.
-¿Qué ocurrencia es ésa? ¿Acaso pretendes reemplazar a Josy con un chucho? -
le había gritado a su mujer en el vestíbulo de la mansión cuando ella había vuelto a casa con el perro. El griterío hizo que el ama de llaves, que estaba en la primera planta, desapareciera
rápidamente en la habitación de planchar.
-¿Qué nombre pretendes que le pongamos
a ese animal, Joseph?
Como siempre, Isabell tampoco se dejó provocar en esa situación, haciendo honor a su origen hanseático y al de una de las más
antiguas familias de banqueros del norte de
Alemania. Sólo la mirada de sus ojos de color
azul acero le revelaron lo que pensó en aquel
instante: «Si hubieras tenido más cuidado,
ahora Josy estaría aquí con nosotros y podría
jugar con este perro.» Viktor lo comprendió sin que ella tuviera que pronunciar palabra y la ironía del destino quiso que, desde el primer día, el animal demostrara su preferencia por Viktor.
Fue a la cocina para preparar más té seguido de Sindbad, que albergaba la esperanza de
disfrutar de otro almuerzo.
-Olvídalo, compañero. -Viktor se disponía darle una palmada amistosa cuando notó que el perro erguía las orejas-. ¿Qué te pasa? -Se inclinó hacia él y entonces también lo oyó: un ruido metálico, un tintineo que le despertó un viejo recuerdo. «¿Qué era?» Viktor se acercó sigilosamente a la puerta. Volvió a oírlo, un sonido como de una moneda rascando una piedra. Otra vez.
Viktor contuvo el aliento cuando lo recordó: era el ruido que solía oír cuando su padre regresaba de una excursión en velero, el ruido metálico y tintineante de una llave contra un tiesto de arcilla. El ruido que su padre hacía cuando había olvidado la llave de casa y sacaba la de repuesto, oculta bajo un tiesto de flores
de la entrada.
«¿O quizá fuera otra persona?»
Viktor se envaró. Alguien estaba en la puerta, alguien que conocía el lugar donde sus padres escondían la llave y, al parecer, ese alguien pretendía entrar en la casa. Con el corazón en un puño, recorrió el vestíbulo y espió por la mirilla de la pesada puerta de roble. Nadie. Iba ya a correr la amarillenta cortina para mirar por la ventanita de la derecha de la entrada, pero cambió de idea y volvió a espiar por la mirilla. Entonces dio un paso atrás, presa del espanto. ¿Realmente había visto lo que le había parecido ver? Viktor sintió un escalofrío, los oídos le zumbaban. Estaba completamente seguro, no cabía duda. Durante una fracción de segundo había visto un ojo humano que pretendía examinar el interior de la casa de la playa. Un ojo que le resultaba conocido, aunque no hubiera podido determinar a quién pertenecía.
«¡Venga, Viktor, contrólate!», pensó. Inspiró profundamente y abrió la puerta de golpe.
-¿Qué desea...? -Viktor se interrumpió y no terminó la frase que pretendía gritar a la cara del desconocido en el umbral, para darle un buen susto. Porque allí no había nadie. Ni en
la terraza de madera ni en el sendero que
conducía a la puerta del jardín, situada a unos
seis metros de distancia. Viktor bajó los cinco
peldaños que daban al jardín para examinar la parte inferior de la terraza. De niño siempre se escondía allí cuando jugaba con los chicos del
vecindario. Pero sólo había algunas hojas
marchitas arrastradas por el viento iluminadas por la tenue luz del atardecer, sin nadie que
perturbara su tranquilidad.
Viktor se estremeció y se frotó las manos.
Después volvió a subir los peldaños. El viento había entrecerrado la pesada puerta de roble y tuvo que hacer un esfuerzo para abrirla contra la corriente. Cuando casi lo había logrado, se
detuvo. El ruido. Volvió a oírlo, un poco menos metálico y más agudo, pero se repitió. Y esta
vez no provenía del exterior sino del salón.
Quienquiera que pretendía llamar su atención no se encontraba delante de la puerta.
Ya estaba dentro de la casa.
