Justo Antes de la Guerra con los Esquimales

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Durante cinco sábados seguidos, por las mañanas, Ginnie Maddox había jugado al tenis en las pistas del East Side con Selena Graff, su compañera en la clase de la señorita Basehar. Ginnie pensaba francamente que Selena era la más boba de toda la clase -en la que abundaban ostensiblemente las bobas de marca mayor-, pero al mismo tiempo no había nadie como Selena para traer continuamente nuevas cajas de pelotas de tenis. Su padre las fabricaba, o algo por el estilo. (Una noche durante la cena, para la ilustración de toda la familia Maddox, Ginnie había evocado la visión de una comida en la casa de los Graff; la escena suponía un criado perfecto que servía a todos por la izquierda, aunque en el lugar de un vaso de jugo de tomate dejaba una lata de pelotas de tenis.) Pero esta historia de dejar a Selena en su casa con un taxi después del tenis y luego cargar -en cada ocasión- con el pago de todo el importe del viaje era algo que a Ginnie le estaba alterando los nervios. Después de todo, la idea de tomar un taxi en lugar de un autobús había sido de la propia Selena. Y ese quinto sábado, mientras el taxi arrancaba dirigiéndose hacia el Norte por la avenida York, Ginnie dijo de pronto: -Oye, Selena...

-¿Qué? -dijo Selena, ocupada en tantear con una mano el suelo del taxi-. ¡No encuentro la funda de mi raqueta! -se lamentó.

Pese a la templada temperatura de ese mes de mayo, las dos chicas llevaban abrigos sobre sus shorts.

"A los quince años, Ginnie medía alrededor de un metro setenta y cinco. Al entrar en la casa, su sensación de torpeza le daba un aire de oso".

-La guardaste en el bolsillo -dijo Ginnie-. Escúchame ahora....

-¡Oh, menos mal ! ¡Me has salvado la vida!

-Oye -dijo Ginnie, a quien no le interesaba la gratitud de Selena.

-¿Qué?

Ginnie decidió ir al grano. El taxi se estaba acercando a la casa de Selena.

-No tengo ganas de cargar otra vez con el pago de todo el el viaje -dijo-. No soy millonaria, ¿sabes?

-Selena puso primero expresión de asombrada, después de ofendida: -¿Acaso no pago siempre la mitad? -preguntó con ingenuidad.

-No -replicó Ginnie rotundamente-. Pagaste la mitad el primer sábado, a comienzos del mes pasado. Y desde entonces, nunca más. No quiero ser mezquina, pero estoy viviendo con cuatro dólares y medio por semana. Y de ahí tengo que...

-Yo siempre traigo las pelotas de tenis, ¿no es cierto? -preguntó Selena con tono desagradable.

A veces Ginnie sentía ganas de matar a Selena.

-Tu padre las fabrica o algo así -dijo-. No te cuestan nada. Yo tengo que pagar hasta la más mínima cosa que...

-Está bien, está bien -dijo Selena levantando la voz y con un aire de suficiencia como para asegurarse la última palabra.

En forma displicente, se revisó los bolsillos del abrigo.

-Sólo tengo 35 centavos -dijo, fríamente-. ¿Es bastante?

-No. Lo siento, pero me debes 1,65 dólar. He llevado la cuenta de cada...

-Tendré que subir y pedíserlo a mamá. ¿No puedes esperar hasta el lunes? Podría llevarte el dinero a la clase de gimnasia, si eso te hace más feliz.

La actitud de Selena no invitaba a la clemencia.

-No -dijo Ginnie-. Tengo que ir al cine esta noche. Necesito el dinero.

Sumidas en un silencio hostil, las dos chicas miraron por ventanillas opuestas hasta que el taxi se detuvo frente a la casa de Selena. Entonces Selena, sentada del lado de la acera, se bajó. Dejando apenas abierta la puerta del automóvil, caminó con vivacidad y soltura hasta el edificio, como si fuera una reina de Hollywood de visita. Ginnie, con la cara ardiendo, pagó el importe del viaje. Después recogió sus cosas de tenis -raqueta, toalla y sombrero para el sol- y fue detrás de Selena. A los quince años, Ginnie media alrededor de un metro setenta y cinco y su calzado de tenis era del número 40. Al entrar en el hall de la casa, su sensación de torpeza caminando sobre suelas de goma le daba un aire de oso.

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