Teddy

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-El día exquisito te lo voy a dar a ti, amiguito, si no te bajas enseguida de esa valija. Y no estoy bromeando -dijo el señor McArdle. Hablaba desde la cama gemela que estaba más lejos del ojo de buey. Furiosamente, con un suspiro que era casi un lamento, se quitó la sábana de los tobillos con un puntapié, como si su cuerpo debilitado y quemado por el sol no tolerará de pronto ni siquiera el peso de la tela. Estaba de espaldas, con nada más que los pantalones de pijama y un cigarrillo encendido en una mano. Tenía la cabeza erguida, lo bastante como para apoyarla en forma incómoda, casi masoquista, contra la base misma del respaldo de la cama. La almohada y el cenicero estaban en el suelo, entre su cama y la de la mujer. Sin levantarse, extendió el brazo derecho desnudo, de un rosa inflamado, y desparramó las cenizas en la dirección general de la mesita de luz.

-Octubre !por Dios! -dijo-. Si este es el tiempo de octubre !me quedo con agosto! -Volvió de nuevo la cabeza hacia la derecha, adonde estaba Teddy, buscando pelea.- !Vamos! -dijo- ¿Para qué demonios crees que hablo? ¿Para ejercitar la lengua? Por favor !bájate de ahí de una vez!

Teddy se había trepado sobre una valija Gladstone de aspecto bastante nuevo, a fin de poder mirar a través del ojo de buey del camarote de sus padres. Llevaba zapatillas blancas, muy sucias, sin calcetines, pantalones cortos que no solo eran demasiado largos de pierna sino también demasiado anchos en los fondillos, una camiseta lavada demasiadas veces, con un agujero del tamaño de una moneda en el hombro derecho, y un cinturón inesperadamente elegante, negro, de cocodrilo. Necesitaba un corte de pelo -sobre todo en la nuca- urgentemente, como solo podría necesitarlo un niño pequeño con una cabeza casi tan grande como la de un adulto y un cuello fino y delgado.

-Teddy ¿me has oído?

Teddy no se asomaba por el ojo de buey abierto ni tanto ni tan peligrosamente como suelen asomarse los niños por los ojos de buey abiertos; en realidad, apoyaba ambos pies de plano sobre la superficie de la valija, pero tampoco puede decirse que se asomaba apenas: su cabeza estaba más afuera de la cabina que adentro. Sin embargo, estaba perfectamente al alcance de la voz de su padre... sobre todo tratándose de su voz. El señor McArdle hacía papeles protagónicos en nada menos que tres radionovelas en Nueva York, y tenía lo que podía calificarse como la voz radiofónica de una primera figura de tercera clase: de una profundidad y resonancia narcisistas, preparada funcionalmente para hacer sentir su machismo sobre cualquier otra persona que se encontrara en las cercanías, aunque esa persona fuera un niño. Cuando la voz estaba de vacaciones oscilaba entre su amor por el volumen pleno y una mezcla teatral de quietud y calma. En ese momento, el volumen era lo que imperaba:

-¡Teddy, c... ! ¿Me escuchas?

Teddy giró la cintura, sin cambiar la posición vigilante de sus pies sobre la valija, y dirigió a su padre una mirada inquisidora, franca y pura. Sus ojos, de un color castaño pálido, no muy grandes, eran levemente bizcos, el izquierdo más que el derecho. No eran tan estrábicos como para desfigurar, ni siquiera para llamar la atención a primera vista. Eran solo lo bastante bizcos como para mencionarlo, y solo en relación con el hecho de que uno tenía que pensarlo larga y seriamente antes de desear que fueran más derechos, o más profundos, o más oscuros, o más separados. Su cara, tal cual era, tenía el sello, aunque oblicuo y lento, de la verdadera belleza.

-Quiero que te bajes de esa valija, ya mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? -dijo Mr. McArdle.

-Quédate exactamente donde estás, querido -dijo la señora McArdle, que evidentemente tenía problemas con su sinusitis a la mañana temprano. Tenía los ojos abiertos, pero a duras penas-. No te muevas ni un centímetro. -Se hallaba tendida sobre el costado derecho, con la cara vuelta hacia la izquierda, mirando a Teddy y al ojo de buey, y la espalda hacia su marido. La sábana de arriba tapaba por completo su cuerpo, probablemente desnudo, cubriéndole brazos y todo lo demás, hasta el mentón. -Salta para arriba y para abajo -dijo, cerrando los ojos-. Aplasta la valija de papito.

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