Era un poco más de las cuatro de la tarde de un veranito de San Juan. Unas quince o veinte veces, desde el mediodía, Sandra, la criada, se había apartado de la ventana de la cocina que daba al lago, con la boca apretada en un gesto de disgusto. Esta última vez, al apartarse, ataba y desataba distraídamente las cintas de su delantal, aprovechando el escaso juego que le permitía su enorme cintura. Después regresó a la mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla que estaba frente a la señora Snell. La señora Snell había terminado la limpieza y el planchado y tomaba su habitual taza de té antes de dirigirse a pie por la acera hasta la parada del ómnibus. La señora Snell tenía el sombrero puesto. Era el mismo e interesante sombrero de fieltro negro que había usado, no solo durante todo el verano pasado, sino en los últimos tres veranos, pasando por olas monstruosas de calor, transformaciones del sistema de vida, docenas de tablas de planchar y timones de innumerables aspiradoras. Aún tenía adentro la etiqueta de Hattie Carnegie, gastada pero (podríamos decir) invicta.
-No voy a preocuparme -anunció Sandra, por quinta o sexta vez, dirigiéndose tanto a sí misma como a la señora Snell-. Me he propuesto no preocuparme. Total, ¿para qué?
-Claro -dijo la señora Snell-. Yo no me preocuparía. La verdad que no. Alcánceme mi bolsón, querida.
En la alacena había un bolso de mano, sumamente gastado, pero que conservaba adentro una etiqueta tan imponente como la del sombrero de la señora Snell. Sandra pudo alcanzarlo sin incorporarse. Lo tendió por encima de la mesa a la señora Snell, quien lo abrió y sacó un paquete de cigarrillos mentolados y una cajita de fósforos del Stork Club.
La señora Snell encendió un cigarrillo, se llevó luego la taza de té a la boca, pero inmediatamente la depositó otra vez en el platillo.
-Si esto no se enfría de una buena vez, voy a perder el ómnibus.
Miró a Sandra, que clavaba la vista, desalentadamente, en la dirección general de los recipientes de cobre alineados contra la pared.
-Deje de preocuparse -ordenó la señora Snell-. ¿Qué va a sacar con preocuparse? O él se lo dice o no se lo dice. Nada más. ¿Qué gana con hacerse problemas?
-No estoy preocupada -contestó Sandra-. Lo último que pienso hacer es preocuparme. Pero es que una se vuelve loca con ese chico rondando por la casa como un gato. No se le oye, ¿me entiende? Quiero decir, nadie puede oírlo ¿se da cuenta? El otro día estaba desgranando arvejas, justo aquí, en esta mesa, y casi le piso la mano. Estaba sentado justo debajo de la mesa.
-Bueno, yo que usted no me preocuparía.
-Una tiene que pensar cada palabra que dice cuando él anda por ahí -dijo Sandra-. Es para volverse loca.
-Esto todavía no se puede beber -dijo la señora Snell-. Es terrible. Tener que cuidarse para decir cada palabra y todo lo demás.
-Como para volverse loca. ¡En serio! La mitad del tiempo estoy medio loca.
Sandra sacudió de su falda unas migas de pan inexistentes y resolló:
-¡Un chiquilín de cuatro años de edad!
-Es un chico bastante lindo -dijo la señora Snell-. Con esos ojos marrones tan grandes, y todo...
Sandra volvió a resoplar:
-Va a tener una nariz igual que la de su padre.
Alzó la taza y bebió su té sin dificultad.
-No sé para qué van a quedarse aquí todo el mes de octubre -dijo descontenta, bajando la taza-. Quiero decir, ninguno de ellos se acerca ya al agua. Ella no va, él tampoco, el chico menos. Nadie se baña ya. Ni siquiera sacan ahora ese bote de porquería. No sé por qué tiraron la plata de esa manera.
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Nueve Cuentos
Short StoryNueve cuentos es una colección de relatos cortos del escritor estadounidense J. D. Salinger. El libro incluye: Un día perfecto para el pez plátano El tío Wiggily en Connecticut Justo antes de la guerra con los esquimales El hombre que ríe En el bot...