El periodo azul de Daudimer-Smith

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Si tuviera algún sentido -no lo tiene ni por asomo-, creo que me sentiría inclinado a dedicar este cuento, si es que algo vale, especialmente si tiene algunas partes un tanto subidas de tono, a la memoria de mi desaparecido y también subido de tono padrastro, Robert Agadganian hijo. Bobby -como lo llamaban todos, incluso yo-, murió de trombosis en 1947, seguramente con cierto pesar pero sin una queja. Era un hombre temerario, magnético en grado sumo y muy generoso. (Después de haberme pasado tantos años escatimándole laboriosamente esos picarescos adjetivos, siento que es cuestión de vida o muerte transcribirlos hoy aquí.)
Mi padre y mi madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y mamá, excepto, al parecer, una varita mágica. De todos modos, prácticamente de la noche a la mañana, Bobby se transformó de ex agente de bolsa y vividor incapacitado, en un tasador vivaz, si bien algo falto de conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto algo heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el nuevo trabajo de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a los tres meses de la muerte de mi madre, fue lo que me alteró, y de un modo terrible.
Recuerdo un incidente importante que ocurrió justo un día o dos después que Bobby y yo llegamos a Nueva York. Yo iba por Lexington Avenue, en un autobús repleto, aferrado al pasamanos esmaltado, cerca del asiento del conductor, culo contra culo con el tipo que tenía detrás. Desde hacía varias manzanas el conductor había ordenado varías veces a los que estábamos agolpados cerca de la puerta delantera que «nos corriéramos hacia atrás». Algunos de nosotros habíamos tratado de complacerlo. Los demás no. Por último, aprovechando una luz roja, el atribulado conductor se dio la vuelta en su asiento y me miró a mí, que estaba justo detrás de él. A los diecinueve años, yo iba sin sombrero, con el pelo aplastado, negro, no demasiado limpio, estilo pompadour continental, por encima de unos tres centímetros algo desiguales de frente. Se dirigió a mí en un tono de voz baja, casi prudente:
-Bueno, compañero -dijo-. A ver si movemos un poco ese culo.
Creo que fue lo de «compañero» lo que me molestó más. Sin tomarme siquiera el trabajo de inclinarme, o sea, de mantener por lo menos la conversación en el plano privado, de bon gout, en que él la había iniciado, le informé, en francés, que era un grosero, un estúpido, un imbécil prepotente, y que nunca sabría cuánto lo detestaba. Acto seguido, bastante satisfecho, me corrí hacia el interior del autobús.
Las cosas empeoraron. Una tarde, más o menos una semana después, yo salía del Hotel Ritz -donde nos alojábamos indefinidamente Bobby y yo- y me pareció que todos los asientos de todos los autobuses de Nueva York habían sido destornillados y colocados en la calle, donde se estaba realizando una gigantesca polka de sillas. Creo que habría estado dispuesto a incorporarme al juego si la Iglesia de Manhattan me hubiera concedido una dispensa especial, garantizándome que los otros jugadores permanecerían respetuosamente de pie hasta que yo me sentara. Cuando resultó claro que nada de ello ocurriría, me decidí a actuar en forma más directa. Recé para que la ciudad quedara desierta de gente, por el privilegio de estar solo, so-lo, que es la única plegaria neoyorquina que rara vez se pierde o sufre retrasos burocráticos, y en un santiamén todo lo que yo tocaba se transformaba en una maciza soledad. Por la mañana y las primeras horas de la tarde concurría -físicamente- a una escuela de arte en la esquina de Lexington Avenue y la calle Cuarenta y Ocho, un sitio que odiaba. (La semana antes de que dejáramos París, yo había ganado tres primeros premios en la Exposición Nacional Juvenil, realizada en las Galerías Friburgo. Durante el viaje de regreso a Estados Unidos, usé el espejo del camarote para observar mi notable parecido físico con El Greco.) Tres veces por semana, a última hora de la tarde, me instalaba en el sillón de un dentista, donde, en pocos meses, me fueron extraídos ocho dientes, tres de ellos delanteros. Las dos tardes restantes solía pasarlas recorriendo galerías de arte, generalmente en la calle Cincuenta y Siete, donde me faltaba poco para silbar las nuevas obras americanas. Al anochecer, generalmente leía. Compré una colección completa de los «Clásicos de Harvard» - sobre todo porque Bobby había dicho que no cabían en nuestro piso- y leí con cierta perversidad los cincuenta volúmenes. Por la noche, casi invariablemente, instalaba mi caballete entre las dos camas de la habitación que compartía con Bobby y me dedicaba a pintar. En un solo mes, según mi diario de 1939, terminé dieciocho cuadros. Merece señalarse que diecisiete de ellos eran autorretratos. Pero a veces, tal vez cuando mi musa se mostraba caprichosa, dejaba la pintura de lado y hacia dibujos. Aún conservo uno. Es la cavernosa vista de la enorme boca de un hombre a quien atiende su dentista. La lengua del hombre es un sencillo billete de cien dólares y el dentista está diciendo, tristemente, en francés: «Creo que podemos salvar la muela, pero tendremos que extirpar la lengua». Era uno de mis favoritos.
Como compañeros de habitación, Bobby y yo éramos tan poco compatibles como, por ejemplo, un estudiante avanzado de Harvard excepcionalmente libre de prejuicios y un chico nuevo de Cambridge particularmente desagradable. Y cuando más tarde, al cabo de unas cuantas semanas, descubrimos que ambos estábamos enamorados de la misma difunta mujer, no por ello mejoraron las cosas. La verdad es que debido a ello empezó a establecerse entre nosotros una horrible relación tipo pasa-tú-primero. Cuando nos tropezábamos a la entrada del cuarto de baño, empezábamos a intercambiar animadas sonrisas.

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