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Le encantaba aquel jardín.

Y no sólo porque era suyo, de su familia, sino porque sabía que en gran parte, el esplendor de las flores y las varias plantas que allí había eran su propia obra. Bueno, obra de los sirvientes bajo sus órdenes.

En esos momentos, como era la hora de la siesta y todos – tanto en la casona como en las viviendas vecinas, y en las calles – acataban a rajatabla su horario, el único sonido que se oía era el del agua correr de una gran fuente en el centro de jardín, que representaba una mujer sonriendo feliz, hermosa y decidida, y el cantar de los pequeños pájaros que volaban a su alrededor, posándose sobre la piedra o simplemente peleando en el aire, ignorantes de todo.

A Kougyoku eso la relajaba sobremanera; se hallaba sentada sola en uno de los asientos de mármol blanco, un poco alejado de la fuente, a la sombra de una pérgola formada por una enorme enredadera que daba pequeñas flores violetas en esa época, protegida del sol, y por qué no, de las miradas de sus hermanos.

Ellos, sobre todo su hermano mayor, jamás aprobarían que una señorita no acatara las reglas de la casa. O de la sociedad, mejor dicho.

Suspiró, repentinamente desanimada. Se miró las manos, apoyadas sobre su falda. Estaban bien cuidadas, sus uñas transparentes cortas, sin un anillo que pudiese dar a la confusión de que estaba casada – algo vital – ni pulseras. Ni nada. Su vista se desvió a su vestido rosado, largo hasta los tobillos. Tampoco le gustaba, pese a que ella misma lo había elegido.

Su vista se empañó por las lágrimas, y decidió mirar al cielo. Estaba despejado, ni una sola nube. Volvió a suspirar.

Puertas para adentro, era la reina de la casa; por supuesto, al haber muerto sus padres, su hermano mayor, Kouen, y el que le seguía, Koumei, se habían hecho cargo de la economía familiar, y por qué no también, de sus vidas. Y eso la abarcaba tanto a ella como a su otro hermano, Kouha, quien no parecía importarle realmente. Bueno, es que era hombre, qué debía importarle...

Como ninguno de ellos había contraído matrimonio – pese a que sus hermanos mayores ya tenían edad para ello, el haberse dedicado enteramente al mantenimiento del negocio familiar, y a su crianza, les había quitado tiempo para otra cosa – a Kougyoku se le permitían ciertas libertades allí. Podía pasear por la casa, por todas las habitaciones, por el jardín, sin pedir permiso ni ir tapada de pies a cabeza; podía hacer todas las preguntas que quisiera – siempre y cuando no fuesen imprudentes ni indiscretas, ya lo había aprendido a la fuerza – e incluso se había podido hacer cargo del jardín a su antojo. Uno de sus sirvientes personales, Ka Koubun, siempre la había tratado con respeto y devoción, y en él nunca había visto la mirada reprobatoria que veía a menudo en los demás sirvientes.

Claro que todo aquello era puertas para adentro. Puertas para afuera, en el mundo exterior, era otra cosa. Una completamente diferente.

Por eso quizás vivía encerrada en sus aposentos o allí, en el jardín, cuando sabía que nadie estaba acechándola u observando cada paso que daba. A veces se sentía incomoda en su propia casa, por lo que sólo pensar en el exterior la hacía estremecer y poner los vellos de punta.

Se mordió el labio inferior y comenzó a mover una pierna nerviosamente, ansiosa.

Ahora lucía su cabello rosado suelto, sin atar y sin tapar; por supuesto que no tenía puesto maquillaje, pero llevaba el rostro descubierto, y podía verse su cuello y parte de su pecho con ese vestido, todo ello imposible de concebir allá afuera, como ella llamaba al exterior. Aquella sociedad estaba gobernada pura y exclusivamente por los hombres, y todo lo que dijesen o hiciesen estaba bien y era la ley, pese a que no estuviese escrito en ningún lado; desde pequeña había oído historias terribles de mujeres que habían osado contradecirlos, o peor, intentado ir en su contra...aun recordaba las pesadillas que había sufrido, y no sabía si las sirvientas o sus hermanos se las contaban por pura morbosidad, o para que aprendiera de buenas a primeras lo que le sucedería si ella seguía los pasos de aquellas damas. Lo cual le daba terror, la entristecía y la enfurecía a partes iguales, para luego caer sólo en la ansiedad, el miedo y la satisfacción de verse hecha toda una mujer sumisa y tonta.

Entre el deber y el quererDonde viven las historias. Descúbrelo ahora