Cap. 8. Fortaleza."La guerra no determina quién tiene razón, solo quién queda" (Bertrand Russell).
Laia
Palacio Real de Reino DiamanteMientras froto el cepillo contra el frío suelo de piedra, el sonido del agua sucia chapoteando en las grietas parece reverberar en mi mente. Es el mismo sonido, día tras día. La monotonía de los calabozos no cambia, pero la desesperación se cuela en cada rincón. El olor acre a humedad y moho se aferra a mis fosas nasales, mezclado con el hedor de los cuerpos que languidecen en celdas cercanas.
Mis manos están ásperas, heridas por el roce constante con el mango de la fregona y el agua que nunca parece estar lo suficientemente limpia. El esfuerzo físico no me molesta tanto como la humillación. Cada movimiento parece quitarme una pequeña parte de mí, dejándome cada vez más vacía. Una prisionera limpiando el suelo de otros prisioneros... nunca imaginé que mi vida llegaría a esto. Pero no me rindo. Me niego a ser una sombra más entre estas paredes. No soy solo una chica rota.
Mi mente divaga, viajando entre recuerdos que lucho por mantener a raya. No quiero pensar en lo que he perdido, en quién fui antes de llegar aquí. Hay días en los que me resulta difícil recordar cómo era sentirme libre. Libre... esa palabra ya no tiene ningún significado para mí. Estoy atrapada, tanto en estos calabozos como en mi propia piel, prisionera de decisiones que no tomé y de deudas que no me pertenecen.
De repente, escucho pasos que se aproximan. El eco de las botas golpeando el suelo de piedra es un recordatorio de que nunca estoy sola, aunque la soledad me aplaste. Sin embargo, estos pasos no son los pesados de los guardias a los que ya me he acostumbrado. Son más ligeros, más decididos. Mi corazón se acelera, el pulso resuena en mis oídos. Tal vez sea Dorian, viniendo a recordarme que aún tengo una lucha pendiente con él. Tal vez tenga una razón más allá de la burla. Pero cuando alzo la vista, no es él quien aparece.
Es un hombre que no reconozco. Su figura es diferente, aunque familiar. Tiene una apariencia cuidada, con el cabello oscuro ligeramente despeinado y un porte que, aunque confiado, no es imponente. ¿Quién es él? Sus ojos, cálidos y serenos, me miran como si supieran algo que yo no. La sonrisa en sus labios no me tranquiliza; solo me hace sentir más vulnerable. Mis manos aún sujetan la fregona, y el agua resbala entre mis dedos.
— Hola, Laia. Me alegra verla, aunque desearía que fuera en mejores circunstancias — dice, acercándose con un plato de comida en una mano y ropa limpia en la otra.
Lo observo con cautela. Mi mente intenta recordar de dónde lo conozco. Su rostro... sí, lo he visto antes, pero... ¿dónde?
— ¿Quién es usted? — le pregunto, mi voz saliendo más fría de lo que pretendía. No puedo evitarlo. Estoy a la defensiva, como siempre.
El hombre no parece inmutarse por mi tono. En lugar de eso, me sonríe con paciencia, como si entendiera por qué reacciono de esa manera.
— Discúlpeme, no me había presentado formalmente. Soy Martín Agreste, asesor del rey. Nos vimos el día que la trajeron aquí e intentó escapar...
Mi memoria se agudiza un poco. Él estaba allí, entre el caos de aquel día, pero no tuve tiempo de prestar atención a nadie. El miedo había nublado mis sentidos, y todos los rostros se mezclaban en uno solo.
— ¿Qué quiere? — le digo, aún más seca que antes.
— Le he traído comida y algo de ropa limpia — dice, su voz es calmada, con una amabilidad que me desconcierta.
— No necesito su ayuda. Puedo arreglármelas sola — murmuro, aunque la mentira suena hueca en mis labios.
Martín se arrodilla con calma, dejando la bandeja a un lado, y se sienta en el frío suelo de piedra, sus movimientos medidos y llenos de una dignidad que parece fuera de lugar en este lúgubre espacio. Su presencia altera el ambiente, como si con solo estar ahí intentara imponer un pequeño resquicio de humanidad en un lugar que la ha olvidado.
— Si no quiere la comida ahora, no importa. Pero, al menos, descanse un momento — me mira, esperando, mientras yo continúo sujetando la fregona como si fuera un escudo.
— ¿Por qué? — pregunto al fin, soltando el cepillo y dejando que el agua turbia moje mis dedos —. No he pedido su ayuda.
— Lo sé. Pero hay veces que no hace falta pedir ayuda.
Algo en su tono me quiebra, y contra mi mejor juicio, me siento frente a él, aunque mantengo cierta distancia. Tomo la bandeja y mordisqueo un pedazo de pan con más lentitud de la que me gustaría admitir. No quiero mostrarle mi hambre, pero el alivio que trae la comida es innegable.
— La última vez que nos tuvimos que despedir rápido. Y estoy seguro de que después de lo que le dije, tiene usted muchas preguntas.
Levanto la vista hacia él, tratando de descifrar sus intenciones. Martín se acomoda, apoyando la espalda contra la pared de piedra, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
— Lo que dijo ese día... ¿Era verdad? — pregunto al fin, incapaz de contener mi curiosidad.
Martín asiente con seriedad.
— Por supuesto. Fui amigo de su padre durante años. Nos conocimos cuando ambos éramos mucho más jóvenes. Él era un hombre que inspiraba respeto, a pesar de sus circunstancias.
Sus palabras golpean una parte de mí que había enterrado hacía mucho tiempo. La imagen de mi padre regresa a mi mente: un hombre de hombros caídos, con ojos cansados pero llenos de una bondad inquebrantable.
— No entiendo... Si lo conocía tan bien, ¿por qué no hizo nada para ayudarlo? — replico, con una amargura que ni siquiera intento disimular.
Martín no esquiva mi mirada. Su rostro se endurece ligeramente, pero no parece enfadado, sino más bien resignado.
— Créame, Laia, lo intenté. Más de lo que podría imaginar. Pero su padre era... terco. No quería que nadie se involucrara en sus problemas. Decía que debía resolverlo él mismo.
— ¿Problemas? — susurro, aunque sé perfectamente a qué se refiere.
Martín asiente, dejando escapar un suspiro.
— Las deudas. Sé que terminaron consumiéndolo, pero él nunca dejó de luchar. Todo lo que hacía, Laia, era por usted. Siempre hablaba de protegerla, de darle algo mejor, incluso cuando las cosas parecían imposibles.
Aprieto los puños, sintiendo cómo la vieja herida que su recuerdo deja en mi pecho comienza a abrirse de nuevo.
— ¿Qué sabe usted de proteger a alguien? — escupo, la voz cargada de dolor —. Si realmente quería ayudarlo, debería haber hecho más.
Martín mantiene la calma, aunque hay una sombra de tristeza en sus ojos.
— Tiene razón en estar enfadada. Quizás debería haber insistido más, haber ignorado sus protestas. Pero su padre era mi amigo, y respeté sus decisiones, incluso cuando no estaba de acuerdo.
Me quedo en silencio, mirando fijamente el trozo de pan entre mis manos.
— Él... siempre decía que estaba orgulloso de usted. Que, a pesar de todo lo que enfrentaban, usted era la razón por la que seguía adelante.
Sus palabras son como un puñal que atraviesa mi pecho. Me obligo a mantener la compostura, pero el nudo en mi garganta amenaza con traicionarme.
— ¿Por qué me cuenta esto ahora? — pregunto finalmente, intentando sonar fría, aunque mi voz tiembla.
Martín me observa por un momento antes de responder.
— Porque creo que algo de esperanza no le vendrá mal. Y porque su padre no querría que se rindiera. Ni aquí, ni en ningún lugar.
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El Rey de Hielo
RomanceLaia ha pasado toda su vida huyendo de un pasado oscuro y de las deudas que su padre dejó tras su muerte. Su fortaleza y espíritu desafiante la han mantenido con vida, pero todo cambia el día que es llevada ante el rey Dorian. Él es un hombre calcul...