El eterno efímero

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La respiración se quiebra ante la aflicción y el desahogo. Mi cuerpo abandona el movimiento y los jadeos bañan la prudencia de la calma que aún soy incapaz de presenciar. La huida ha llegado a su fin, lo sé, aun si desconozco los motivos que me impulsaron a su comienzo. La pasión se desgasta y descubre la consciencia. Los sentidos despiertan en la adecuada dimensión y revelan, para mi asombro, el abrigo de la naturaleza. Pero este bosque insospechado arropa con frialdad, y la plácida quietud invita al espanto.

Más allá de mi camino indefinido, imperceptible y confuso entre la vastedad de vástagos a mi alrededor, huelo la cercanía de un arroyo y oigo la fragancia de aguas dulces entre la inexplicable confusión de mis limitados sentidos. Mis pasos se aligeran ciegos hacia las extrañas aguas de una aparente nada. Tropiezo y caigo ante la brutalidad de este boscaje encantado aunque ignoro si es insignificante o inmenso. Pero me levanto e incremento mi rapidez y diligencia para al fin descender a lo desconocido, enterrado bajo un riachuelo gélido y húmedo del cual trato de escapar aterido por el frío.

El alba hace su aparición y el color del bosque aún no cambia, tan solo en un claro empobrecido se observan los rayos de aquel sol enfurecido. Dirigiendo la mirada levemente a tal ardiente color caliente, siento gravemente el dolor de mis lóbregos sentidos y me sumerjo de nuevo en el bienestar de la penumbra. Permanezco pensativo contemplando la nada que me acompaña hasta la huida del día y la llegada del anochecer. El resplandor de la luna hace entonces aparición, mostrando su plateada luz pura sobre el vacío de mi corazón, y en aquel claro caigo dormido en mi extenuación tras una contemplación repleta de abstracción. Extraños y tenebrosos sueños emergen en la quietud de mi reposo, y aquello de lo que habló una vez Byron se vuelve realidad en los oníricos pensamientos.

Me despierto aterrorizado y sin apenas respiración, y mis pulmones se congelan no solo ante el pavor. La brisa y el oxígeno me acarician con maldad, y el claro de este bosque no distingue entre espesura y frondosidad. ¿Es día o noche? El sol o la luna no dan muestras de existencia. Busco enloquecido un ápice de color en lo incoloro, pero el tiempo se pudre ante la escasez de cambios y la oscuridad del alba y el anochecer. Y tendido entre las congeladas hierbas y ramas, en el postrero aliento de mis pulmones, me pregunto de nuevo y por última vez: "¿Qué aliviará ahora la soledad de mi corazón?" Pero las vacilantes palabras entrecortadas se suspenden en un viento inmóvil, en el gélido vapor y en los labios escarchados. El ruiseñor de Keats finaliza su canto, y un silencio ensordecedor irrumpe sin haber sido invitado.

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