Capítulo 3: el hombre del anticuario.

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— Lo que habéis hecho es muy imprudente. ¿Quiénes sois y cómo habéis llegado a los túneles subterráneos? — Preguntó nuestro rescatador, un hombre anciano, con pelo canoso y gafas redondas. Parecía débil, pero en su mirada había una determinación y fuerza increíbles.

— Somos dos investigadores policiales de la ciudad. — Dijo Carlos con voz firme. Veníamos por la investigación de un caso.

— ¿Qué son estos túneles? ¿Por qué tengo la sensación de sentirme observada?

— Se nota que eres forastera. Subid a mi anticuario, el sótano no es un buen sitio para hablar de esto.

Hicimos caso al hombre y subimos a su anticuario. Nos hizo sentarnos en dos sillas enfrente del mostrador y él cogió una tercera, situándola de manera que hicimos un pequeño círculo.

— Madrid es una ciudad enigmática, llena de misterios y sucesos paranormales. Hay algunos muy conocidos, como el de la casa de las siete chimeneas. Pero otros no tanto. Bajo el centro de Madrid hay una ciudad subterránea, llena de túneles y pasadizos. Allí habitan seres extraños, o eso cuentan las leyendas. Pero nadie ha tenido el valor de ir a descubrirlo o la suerte de salir vivo de allí.

— ¿ Y por qué tiene una puerta que comunica a dicha ciudad? — preguntó desconfiado Carlos. — ¿Qué hacía en el sótano a medianoche?

— Lo de la puerta, no lo sé. Ya estaba así cuando me instalé. Cuando le pregunté al antiguo propietario me contó esa historia y me advirtió que solamente abriese la puerta si oía golpes al otro lado. En cuanto a lo del sótano, ya sabe. Organizar. Es algo que hacemos todos los humanos.

— ¿Nunca ha abierto la puerta? ¿Sólo por curiosidad?

— Bueno. Sí. Pero solo habían unas escaleras. Que se acababan en una pared gigante. Y nunca mostré interés por saber qué había al otro lado. Soy curioso. Pero sensato.

— ¿Sabe quién es  Alejandro Fores?— pregunté tomando la iniciativa de la conversación.

— Puede ser.

— ¿Qué sabe de él?

— Poco. Vino el día antes de su muerte a la librería.

— ¿Y qué le dijo?

— Eso es confidencial.

— Usted sabe que hay una persona que está muerta, una familia destrozada y unos policías capaces de remediar algo de todo esto.

— Es cierto. Pero yo también lo intento. Si les digo lo que me dijo... ¿me dejarán en paz?

— Si es tan amable, proceda.

— Alejandro vino a mi anticuario. Me preguntó acerca de una caja metálica, con inscripciones griegas en la tapa y que nadie pudo abrir. Le dije que no poseía nada así. Suspiró, algo inquieto. Me dijo que de esa noche en adelante bajase todas las medianoches al sótano, y cuando oyese la voz de dos jóvenes (un chico y una chica) hablando acerca de unas escaleras y un anticuario, le diera a un botón que hay en la puerta del sótano. Llevo una semana esperando.

— ¿Tan confidencial era eso?— preguntó mosqueado Carlos.

— Déjeme acabar. También me dijo que si revelaba esta información un ser querido mío y uno suyo morirían.

— Nos aseguraremos de que eso no pase — dije, intentado consolar al hombre.

Me quedé a dormir en casa de Carlos, pues después de las historias de terror contadas por ese anciano misterioso, a ninguno de los dos nos apetecía dormir sólos. A la mañana siguiente nos despertó un teléfono. El Inspector Martín no pudo recuperarse de su coma, y murió una hora antes en el hospital. Carlos y yo nos miramos conmocionados. Sentía mucha pena en mi interior, Martín era un buen hombre. Pero Carlos lo conocía más. Empezó a llorar. Le abracé fuertemente. Era todo extraño. Desolador. Parecía como si las historias paranormales de Madrid empezasen a cobrar sentido. Y como si nosotros estuviéramos condenados a vivirlas y sufrirlas.

El Enigma De Las PalabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora